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Pedro Sánchez, líder del PSOE y nuevo presidente de España tras ganar la moción de censura contra el líder del Partido Popular Mariano Rajoy. (Gabriel Bouys/AFP/Getty Images)

Incredulidad es la palabra que mejor define el inesperado y repentino cambio de Gobierno en España. Incredulidad por parte del Gobierno saliente, que no vio venir en la sentencia del caso Gurtel la gota que colmó el vaso del hartazgo frente a la corrupción. Incredulidad, también, por parte del propio Pedro Sánchez y de su partido, que pusieron en marcha una moción de censura por la que nadie apostaba pero que se ha convertido en la primera en triunfar desde que España recuperó la democracia.

No puede decirse que la política en los tiempos que corren esté exenta de sorpresas, y esta ha sido una de ellas.

Y junto a la incredulidad, la incertidumbre. España estrena Gobierno no se sabe muy bien si para convocar, pronto, unas elecciones anticipadas, o si para tratar de aguantar lo que se pueda hasta el fin de la legislatura. El nuevo presidente de Gobierno ni siquiera ha esbozado un programa medianamente claro en su comparecencia ante el Parlamento. Tendrá ahora que apostar por una serie de políticas que le permitan contar con el apoyo de sus improbables socios, con cuidado de no quemarse de cara al futuro electoral. Todo lo demás será más tiempo perdido para un país que ya ha estado, hasta hoy, lo suficientemente paralizado.

En política exterior, el balance del Gobierno saliente es más que pobre. En la primera legislatura, con la excusa de la crisis, toda la atención estuvo puesta en la recuperación económica y del empleo. Aún así, desde esglobal seguimos pensando que un mejor manejo de las relaciones y de la presencia internacional habría contribuido sin duda a amortiguar el daño sufrido por la imagen de España, a gestionar mejor los apoyos en momentos tan duros y a aliviar la pérdida de credibilidad del país. Lo más reseñable de dicho periodo fue la presencia española en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas como miembro no permanente, en la que nuestra diplomacia supo estar a la altura de las circunstancias.

De modo que la segunda legislatura, ahora interrupta, se presentaba como la ocasión para recuperar el impulso exterior que tan rezagado había quedado. Es más, con el Brexit ya en marcha y con la economía española reorientada, había una fuerte demanda europea por un mayor papel de España. No en vano, se trata de la cuarta economía de la eurozona y de una sociedad que, pese a todo, ha mantenido altos los índices de apoyo al proyecto europeo.

Pero ni aún así. Cataluña se cruzó en el camino de las prioridades y ni Rajoy ni su gobierno supieron ni quisieron utilizar el plano internacional para combatir al independentismo. Cuando quisieron reaccionar, el mal ya estaba hecho y la retórica y la épica nacionalista habían llegado, y calado, en todo el mundo, sin que hubiera una réplica eficaz. No hubo réplica.

Pedro Sánchez aludió ayer al europeísmo de su proyecto. Es lo mínimo que se puede esperar de un partido que firmó la entrada de España en la Unión Europea y que ha demostrado siempre su compromiso con ella. A la vuelta de la esquina tendrá su estreno “oficial”, en el Consejo Europeo que se celebrará  a finales de junio en Bruselas, una reunión en la que está previsto tratar temas tan sustanciales como la migración, la innovación digital o el marco financiero plurianual, entre otros. Y un dato que, si bien anecdótico, no es menor: por primera vez un presidente de Gobierno español será capaz de dirigirse a sus colegas en inglés o en francés. Un pequeño paso para la familia europea, pero un gran paso para la diplomacia española.

Más allá de eso, es difícil augurar avances significativos en política exterior. Está por ver si este Ejecutivo imprevisto tendrá como misión principal preparar unas próximas y casi inminentes elecciones –como se le reclama desde múltiples sectores- o  intentará aguantar hasta el final de la legislatura en 2020.

En el primer caso, de nuevo la política exterior tiene todas las papeletas para caer en el cajón del olvido; en el segundo… también. La fragilidad parlamentaria con la que nace el nuevo Gobierno no permite prever otras prioridades que las de ganar experiencia y afianzar el terreno para la inevitable cita electoral. Podría, si acaso, tratar de avanzar en algunas políticas sociales o derogar algunas leyes del PP, como la llamada Ley Mordaza, con el apoyo de Podemos y de algunos otros de sus improbables socios.

En medio de este panorama, es inevitable mirar también a nuestros vecinos. Al otro lado del mar, Italia. Una Italia que estrena hoy un Gobierno populista y euroescéptico, en la que a los elementos antisistema del Movimiento 5 Estrellas se suman los xenófobos y ultraderechistas de la Liga. Un cuadro muy poco aleccionador, tanto para el propio país como para Europa. Frente al caos en el que ha vivido instalada la política italiana desde las pasadas elecciones de marzo –y antes- y en el que seguirá viviendo en los meses por venir, hay que destacar el ordenado, si bien más que inesperado, traspaso de poder en España.

Hace años que España busca alcanzar a Italia en los diferentes indicadores. Una información reciente del Financial Times en la que aseguraba que ya lo había hecho en términos de paridad de poder adquisitivo levantó la euforia entre los responsables económicos del Ejecutivo de Rajoy. Pero no es ese el espejo donde ahora mismo debería mirarse ni la política ni la sociedad española.

Al otro lado de la frontera, sin embargo, Portugal ha desarrollado una revolución silenciosa, pacífica y muy eficaz. Una también improbable alianza de los partidos de izquierda -el Partido Socialista, el Bloco de Esquerda y el Partido Comunista Portugués- ha sido capaz de dejar de lado sus grandes diferencias para centrarse en una serie de objetivos comunes. El resultado: un crecimiento sostenido –en un país que fue rescatado por la Troika en 2014-, un índice de paro que no llega al 8%, un turismo en auge y una presencia internacional imbatible para un país de su tamaño, sin bien esto último ha sido una política de Estado, no únicamente de este gobierno, desde hace tiempo.

Alcanzar un grado similar de eficacia en una España nada acostumbrada a las cesiones que implica trabajar en coalición y con apoyos parlamentarios tan dispares como los que ha recibido Pedro Sánchez no parece viable. Pero el ejemplo portugués muestra que otro modo es posible, si el objetivo último es trabajar por el futuro del país y no solo de los respectivos partidos. Es algo que los representantes políticos españoles, de cualquier signo, podrían empezar a tener en cuenta.

Se abre ahora un nuevo tiempo, previsiblemente breve, en la política española. Un tiempo en el que parece que España tendrá que seguir esperando a definir cuál quiere que sea su lugar en el mundo.