Cómo la globalización está transformando las esferas en las que vivimos y trabajamos.


OutsidetheBox_coverOutside the Box. How Globalization Changed from Moving Stuff to Spreading Ideas

Marc Levinson

Princeton University Press


Una de las claves de este lúcido libro sobre la globalización es probablemente la ecléctica trayectoria de su autor. Como periodista en Time y The Journal of Commerce y como redactor jefe de finanzas y economía en The Economist logró explicar complejas cuestiones económicas y hacer que fueran comprensibles para los lectores corrientes. Después trabajó en JP Morgan Chase, donde creó una función particular de economía industrial que aunaba la investigación económica con el análisis de acciones y bonos y desarrolló una línea de productos de investigación medioambiental para clientes inversores institucionales. El hecho de haber escrito en medios de comunicación tan importantes, haber trabajado en un banco y haber asesorado a diversas empresas e instituciones públicas le permite explicar con gran claridad de qué manera el nuevo sistema operativo de la globalización está transformando, con fuerza y a menudo calladamente, las esferas en las que vivimos y trabajamos.

Varios capítulos de Outside the Box comienzan con una historia, de las que la más fascinante es la decisión que tomaron en 2003 los altos directivos de la gran naviera danesa A. P. Moller-Maersk de construir buques portacontenedores gigantescos. Encargaron siete de esos barcos rápidos para su entrega en 2007. “Los motores de alta velocidad devoraban el combustible y, cuando subieron los precios del petróleo, empezó a ser demasiado caro mantener los buques”. Muchas de estas historias parecen thrillers, que es lo que eran en realidad: una mezcla de ingenieros y empresarios deseosos de innovar, una soberbia inmensa y consecuencias imprevistas; en otras palabras, la historia del capitalismo, o me atrevería a decir que de las fuerzas económicas internacionales que conforman la historia desde hace siglos.

Marc Levinson repasa lo que llama la historia de las cuatro globalizaciones. La primera comenzó en la década de 1820 y “quizá no fue coincidencia que el hombre cuyas ideas la iniciaron fuera, a su vez, producto de ella. La familia de su padre, originaria de Portugal, huyó de la Inquisición a principios del siglo XVI, encontró refugio en Italia y de ahí pasó a Ámsterdam, que era entonces un próspero centro económico, hacia 1662. Abraham Ricardo emigró de Ámsterdam a Londres en 1760 y se casó con Abigail Delvalle, cuya familia había llegado poco después. Cuando nació David, el tercero de un mínimo de 17 hijos, en 1772, Abraham tenía ya la nacionalidad británica y se había enriquecido con la venta de bonos y acciones. Al cumplir David 11 años, su padre lo envió a Ámsterdam a estudiar durante dos años y, a su vuelta, lo puso a aprender el negocio familiar”. En su obra Principios de economía política y tributación teorizó sobre las ventajas del libre comercio y, con ello, adquirió fama duradera. Inglaterra y Escocia estaban en buena posición para disfrutar de las ventajas del libre comercio, y, más en general, “Europa mandaba”, porque la mayor parte de las inversiones iban destinadas a las plantaciones y las minas en las regiones pobres de América Latina y Asia. En 1913, el comercio internacional tenía un volumen aproximadamente 30 veces mayor que un siglo antes, y el 40% se practicaba entre los países europeos. Otro 37% circulaba entre Europa y el resto del mundo, gran parte del cual estaba colonizado; de esos países salían las materias primas que derivaban en los productos minerales y agrícolas necesarios para mantener los puestos de trabajo en Europa.

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El final de la primera globalización coincide con el comienzo de la Primera Guerra Mundial, el 28 de junio de 1914. Entre 1914 y 1918 el comercio internacional se derrumbó, y la Gran Depresión que siguió a la caída del mercado de 1929 eliminó cualquier esperanza de restablecer pronto la libre circulación de bienes, inversiones y personas. La segunda globalización comenzó después del final de la Segunda Guerra Mundial y de que Estados Unidos y el economista inglés John Maynard Keynes aprendieran las lecciones de los errores cometidos en 1918: un patrón oro más flexible se convirtió en el eje de un comercio internacional más libre. Fue crucial que EE UU sostuviera esta política, como también lo fue el hecho de que Europa occidental, con la enorme ayuda del Plan Marshall, pudiera recuperarse después de 1945 económicamente mucho más deprisa de lo que temían muchos. El FMI, el Banco Mundial y el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT), recién creados, fueron parte de la arquitectura institucional sobre la que se apoyó ese enorme aumento del comercio y las inversiones que convirtió a las regiones fuera de Estados Unidos, Europa Occidental y Japón en meros proveedores de materias primas para los países avanzados. Las economías del sur o periféricas no se beneficiaron del sistema, por lo que, a finales de los 60, muchos países pobres seguían “prácticamente desconectados del mundo”, lo que sería una fuente de problemas para el futuro.

La tercera globalización empezó alrededor de 1987 y se caracterizó por unas complejas cadenas internacionales de valor que produjeron un crecimiento exponencial del comercio internacional, los préstamos transfronterizos y las inversiones extranjeras directas, lo que elevó el nivel de vida de millones de personas y fue tremendamente beneficioso para los consumidores. Sin embargo, como explica con gran claridad Levinson, el traslado de la fabricación a Asia a partir de 1990 no se debió solo a las fuerzas del mercado. Los subsidios masivos a la construcción naval, la expansión portuaria, el sector financiero y la construcción de fábricas impulsaron la globalización mucho más allá de unos niveles económicos prudentes y aceleraron el doloroso declive de la producción industrial en Norteamérica, Europa y Japón, que acabaría causando gran agitación política. El autor, además de describir perfectamente la historia de esos subsidios, deja claro que la intervención del Estado, los marcos reguladores, la protección contra las importaciones no son fenómenos nuevos, sino que formaban parte del comportamiento de Reino Unido, Francia, Estados Unidos y otros mucho antes de que se sumara China. Durante la tercera globalización, “la falta de capacidad administrativa fue desastrosa a la hora de desregular el sector financiero. Países como Rusia, Malasia y otros cedieron a las sugerencias internacionales de que facilitaran la apertura de los bancos, no los supervisaran demasiado y dejaran que sus empresas se endeudaran con total libertad en el extranjero”. Mi experiencia en el Financial Times, como redactor especializado en los euromercados y posteriormente como corresponsal en el norte de África, entre 1977 y 1995, me permitió observar cómo los empresarios bien relacionados se apoderaban del sistema bancario de sus países y concedían préstamos temerarios mientras los banqueros centrales y los supervisores bancarios se esforzaban en mantener la estabilidad de los sistemas financieros. Tras la crisis bancaria asiática de 1998, “incluso el Banco Mundial, el templo supremo de los conocimientos económicos, reconoció tardíamente que muchos de sus consejos estaban completamente equivocados. Como confesaron humildemente sus expertos, ‘la experiencia de los 90 demuestra que la privatización y la regulación son muy difíciles’”. De nuevo tras la revolución de Túnez en 2011, el Banco Mundial tuvo que pasar por la humillación de reconocer que se había equivocado de medio a medio sobre los logros económicos del régimen derrocado.

En el capítulo “Un sonido gigante de succión”, Levinson aborda la pérdida de puestos de trabajo en los sectores industriales de EE UU, Europa y Japón en beneficio de China, Corea y Taiwán, que fue la característica principal de la tercera globalización. Las consecuencias políticas se observan todavía en Europa y Estados Unidos, con el ascenso de los partidos y las ideas populistas. El resultado fue que Europa del Este, México, Turquía y unos cuantos países más se convirtieron en productores a gran escala de bienes industriales, pero “el resto del mundo tuvo que conformarse fundamentalmente con abastecer de materias primas —igual que en décadas anteriores— y con ver que los productos chinos arrasaban con sus sectores nacionales menos eficaces”.

Entre los motivos por los que el flujo comercial de bienes está disminuyendo está el hecho de que los consumidores de todo el mundo, a medida que envejecen, gastan su dinero cada vez más en servicios y experiencias y, como consecuencia, los precios de los bienes materiales descienden y los de los servicios, no. Los hogares con miembros de más edad llevan años de acumular pertenencias y suelen ser poco propensos a comprar más; en cambio, los viajes de vacaciones, las comidas en restaurantes y las facturas médicas son una parte mayor de sus gastos. A eso se añade que las descargas digitales y los servicios de streaming permiten disfrutar del cine, la música y otros bienes culturales sin tener un televisor ni un libro, y cada vez hay más gente que, cuando necesita un coche, recurre a los servicios de vehículos compartidos, en lugar de comprarse uno.

El comercio internacional y las inversiones extranjeras se derrumbaron durante la crisis financiera de 2007-2008 y nunca se han recuperado del todo. Mucho antes del Brexit y la elección de Donald Trump, el comercio estaba creciendo más despacio que la economía mundial, los bancos estaban reduciendo sus préstamos internacionales y las inversiones extranjeras directas estaban disminuyendo. La preocupación por los efectos de la pandemia de la COVID-19 en las cadenas internacionales de valor no ha hecho más que reforzar unas tendencias que ya estaban en marcha. Ahora, según el autor, el comercio internacional se encuentra en una encrucijada y está volviéndose menos global y más regional. En los próximos años, el flujo de ideas y servicios será más importante que el de contenedores. Las empresas han aprendido, por las malas, que los terremotos y las disputas laborales las hacen vulnerables. Están tomando distintas medidas —mantener grandes inventarios en sus almacenes, fabricar los componentes críticos en varios lugares y no en una sola planta, así como dividir las exportaciones entre varias rutas navieras, por ejemplo— para reorganizar las cadenas de valor. La COVID-19 es un motivo más de cautela, pero “no parece que vaya a empujar a los fabricantes, mayoristas y minoristas a renunciar a la globalización”.

De todos los libros recientes sobre la globalización, Outside the Box es el más esclarecedor sobre el momento actual. Su estilo elegante y sus historias trepidantes lo convierten en una obra imprescindible para comprender el complicado mundo en el que vivimos.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.