Cortesía de Nick Kenrick/Flickr

Conocer la historia para analizar el presente y evitar errores del pasado.

Blood and Faith, The Purging of Muslim Spain 1492-1614

Matthew Carr

Hurst Publishers, Londres, 2017

Mientras Felipe II yacía, moribundo, en El Escorial, la desilusión y la sensación de fracaso inundaban el reino de España, el más poderoso de Europa. La Armada Invencible había sido vencida por una nación advenediza, Inglaterra, la guerra contra el protestantismo en Alemania y los futuros Países Bajos se encontraba en punto muerto, y la economía de Castilla estaba cayendo a pesar del oro del Nuevo Mundo. Matthew Carr lo resume diciendo que fue un periodo de "tremendo malestar social para gran parte de la población española. Fueron años de hambre y hambruna, de malas cosechas, subidas de precios y altos impuestos. Y, entre 1599 y 1600, España sufrió una plaga devastadora de peste bubónica que mató aproximadamente a 600.000 personas".

Felipe II era un monarca que no sabía nada de su reino y cuya vida era una sucesión de cacerías y bailes en la Corte. En su búsqueda de la gloria, decidió que limpiar España de los descendientes de los musulmanes le aportaría fama y salvación. Los moriscos estaban bautizados y, en su inmensa mayoría, daban pruebas de devoción en su nueva fe, pero el Santo Oficio de la Inquisición, con la complicidad de cortesanos y sacerdotes avariciosos, acabó sumándose a la opinión del intolerante e influyente arzobispo de Valencia, Juan de Ribera, de que la presencia de los moriscos era "la culpable de la pérdida del favor divino, el fracaso de la ‘aventura de Inglaterra’ y los retrocesos de España en su lucha contra las fuerzas del protestantismo internacional.

Ante el escarnio que hacían de España sus rivales cristianos del norte de Europa por la presencia de los moriscos, el rey decidió seguir una política que, desde la caída de Granada en 1492, había expulsado a los judíos, había sacado a la luz a los conversos y les había impedido el acceso a las profesiones y el clero. Así nació un credo, el de la limpieza de sangre. Algunos españoles, sobre todo los terratenientes de Levante, defendieron a los moriscos y alegaron ante el rey que su expulsión destruiría la economía, en especial la agricultura, que dependía de su trabajo como cosechadores cualificados. Ribera, en cambio, pensaba que los moriscos eran "una semilla maldita y perniciosa" y que merecían morir por sus transgresiones religiosas. Por consiguiente, las autoridades propusieron la expulsión como una alternativa magnánima.

En un espléndido relato de este proceso, que hizo retroceder a España tres siglos, Matthew Carr muestra los crueles sucesos en unas páginas sobrecogedoras. En la región de Valencia, los moriscos vivían apartados de los cristianos viejos, pero los ayuntamientos de Murcia, Sevilla y Granada, donde habitaban mezclados con el resto de la población, escribieron a la Corte para pedir clemencia. "Los consideramos leales vasallos de la Corona Real y nos sería asombroso e increíble descubrir lo contrario en cualquier aspecto". Como destaca Carr, un siglo antes, el mundo ibérico había sido más tolerante, pero ahora fue la sangre —algo imposible de cambiar, una maldición eterna— el criterio que selló la suerte de unos 300.000 españoles.

La mañana del 24 de septiembre de 1609, los pregoneros de Valencia proclamaron el decreto de expulsión en medio de una fanfarria de tambores y trompetas. La intención era llevar a los moriscos a Berbería (las regiones costeras de Marruecos, Argelia, Túnez y Libia), pero muchos fallecieron de hambre y cansancio; los niños se vieron separados de sus padres y, en muchos casos, se quedaron bajo la custodia de cristianos locales. Los textos que defendían la expulsión decían que el Norte de África era "una tierra de abundancia", un lugar en el que el oro y la plata "se encuentran de una montaña a otra". Pocos mencionaron que los corsarios, en cuyas naves embarcaban los pasajeros indefensos, robaban a estos todas sus posesiones y, con frecuencia, los arrojaban por la borda. Otros morían de hambre o sed, y a muchos niños los vendían como esclavos.

La maquinaria de la expulsión se puso en marcha en Castilla, Cataluña y Aragón. Un español partidario de la política del rey escribió que, desde la salida de los moriscos, los árboles y las cosechas habían empezado a brotar en todo el reino y que en su viaje a Argel, Túnez y Orán habían ido acompañados por vientos favorables y buen tiempo. En realidad, los huertos de Levante y Aragón se echaron a perder después de que se fueran los campesinos que llevaban siglos cultivándolos. Las aldeas murieron y algunos pueblos perdieron a gran parte de su población. La economía retrocedió un siglo o más. Mientras tanto, los niños moriscos que se habían quedado con las familias cristianas vivían a su cuidado hasta los 12 años pero luego tenían que trabajar a su servicio durante un tiempo indefinido: una forma de esclavitud.

El autor describe cómo "la vertiginosa esperanza de regeneración nacional" dejó paso enseguida a la indiferencia y la desilusión, a medida que España continuaba su declive. Al año de haber ascendido al trono, Felipe IV reconoció oficialmente "el gran daño causado por la expulsión", y el personaje que dominaría la política española durante su reinado, el Conde-Duque de Olivares, llegó a la conclusión de que las leyes de limpieza de sangre eran "contrarias al derecho divino, el derecho natural y el derecho de las naciones". Atrás había quedado la convicción del viejo rey de que la "divina providencia" le había dado la firmeza y la visión de llevar a la práctica su decisión.

Los exiliados se forjaron nuevas vidas en el Norte de África. En Fez (Marruecos), en Argel, en la región de Testur, cerca de Túnez, tendieron a adoptar las mismas ocupaciones que habían ejercido en España. Trabajaron la tierra y fueron artesanos, y adaptaron sus técnicas a las condiciones locales. Intentaron reproducir los cultivos y la vegetación de la vega de Granada y las tierras de Valencia. Todavía hoy, Testur es famoso por su magnífica música de estilo andaluz, sus frutas y su refinada cocina. Algunas familias de Fez y Testur conservan la llave de la casa de sus antepasados en Granada, que, en canciones y poemas, sigue siendo el paraíso perdido. Otros moriscos fueron acogidos por el sultán otomano y prosperaron en Líbano, Siria y Estambul, igual que los judíos que habían llegado allí un siglo antes.

Las furias del mundo islámico volvieron a hacerse visibles siglos más tarde, el 11 de marzo de 2004, cuando las bombas destrozaron varios trenes de cercanías en Madrid, mataron a 191 personas e hirieron a 2.000. La participación de España en la invasión estadounidense de Irak había encontrado su castigo. En el conciso epílogo a su espléndido libro, Carr recuerda a sus lectores que ni los españoles ni los musulmanes pensaron quizá en lo que había sucedido cuatro siglos antes, "cuando el suelo ibérico fue objeto y premio de una lucha sin cuartel". Pero sería iluso pensar que la historia no tiene nada que ver con este nuevo choque. Cuando los grupos que constituyen una minoría dentro de una minoría llevan a cabo o intentan llevar a cabo asesinatos en masa de ciudadanos europeos, "los tertulianos mediáticos, los políticos y los ‘expertos en terrorismo’ hablan, cada vez más, de que los musulmanes de Europa son una comunidad retrógrada y peligrosa cuyos miembros no quieren o no pueden adaptarse a las normas europeas". El ideólogo antimusulmán estadounidense Daniel Pipes, cuya ignorancia sobre la historia y la política moderna de Oriente Medio solo es equiparable a su fanatismo, afirma que "los musulmanes exhiben un fervor religioso que se traduce en ideología yihadista, racismo respecto a los no musulmanes y la suposición de que Europa está esperando a convertirse al islam". También se hacían acusaciones similares contra los judíos en el siglo XIX y principios del XX. ¿Nos hemos olvidado de las consecuencias de aquello, que estuvieron a punto de destruir a la civilización europea y, desde luego, acabaron con gran parte de su poder e influencia en el mundo?

El economista y premio Nobel Amartya Sen ha advertido contra la peligrosa tendencia a establecer "identidades beligerantes" basadas en civilizaciones presuntamente antitéticas y el potencial de violencia y demagogia que contienen esas categorías. Matthew Carr concluye su libro recordando a los lectores la importancia de la historia para analizar el presente. "Cuatrocientos años más tarde, la destrucción de los moriscos es un ejemplo de lo que puede suceder cuando una sociedad sucumbe a sus peores instintos y sus peores miedos en un intento de expulsar a unos demonios imaginarios".

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia