El rol de Rusia en la escena internacional desde la anexión de Crimea y la guerra en Ucrania no es algo plenamente novedoso. La política exterior del Kremlin se guía por unas constantes que se remontan a principios del siglo XVIII cuando el zar Pedro I, el Grande (que gobernó entre 1682 y 172), convirtió al país en una potencia europea y en un actor clave en la diplomacia mundial.

Rusos caminan al lado de un muro con la imagen de Crimea con los colores de la bandera de Rusia, en Moscú. Vasily Maximov/AFP/Getty Images

Esta entrada del país en el entramado de relaciones internacionales supuso mantener unos elementos comunes a lo largo de más de trescientos años, independientemente de si los designios del país estaban marcados por un zar, por el Politburó comunista o por un presidente de la Federación. Estas líneas maestras vienen marcadas por factores como la obsesión por la seguridad, la identidad nacional o la geografía.

La búsqueda de unas fronteras seguras

Cuando Rusia (entonces el Gran Ducado de Moscovia) puso fin al dominio mongol en 1480 en la batalla del río Ugrá, comenzó a extender sus fronteras hacia los cuatro puntos cardinales hasta alcanzar Siberia, Asia Central, el Cáucaso y Europa del Este. Estas campañas fueron una búsqueda constante por la seguridad frente a posibles agresiones exteriores, ya fueran pueblos de las estepas u otras potencias rivales.

“El expansionismo ruso se justifica con la necesidad de garantizar la seguridad a un país que no tiene fronteras naturales”, explica Mira Milosevich, investigadora asociada del Real Instituto Elcano. También recuerda una cita atribuida a la zarina Catalina II la Grande, “solo puedo defender mis fronteras expandiéndolas”, para indicar que esta ha sido la norma que ha impulsado a los dirigentes rusos desde el siglo XVIII.

Evidentemente, hoy en día, las relaciones internacionales no funcionan como en el siglo XVIII, Rusia ya no teme que le arrebaten territorios. Pero sí le preocupa que otra potencia en sus fronteras erosione la influencia de Moscú sobre sus antiguos dominios (el caso de la guerra en Georgia de 2008) o amenace su propia estabilidad (como las revoluciones de colores en el espacio postsoviético a principios del siglo XXI).

Milosevich también puntualiza que “todos los gobernantes rusos han recurrido a la amenaza exterior porque siempre ha sido un elemento cohesionador para la sociedad del país y para mantenerse en el poder”.

Los recelos hacia Occidente

La relación entre Rusia y los países occidentales siempre ha sido complicada. En primer lugar, hubo un recelo religioso. Un primer paso fue el Cisma del año 1054 entre católicos y ortodoxos. No hay que olvidar el peso que esta segunda corriente del cristianismo ha tenido en el país, y muy especial en sus elites.

Aún y así, Rusia siempre se ha debatido entre acercarse a Occidente o cerrarse a su influencia. En el siglo XVIII, a partir de la apertura del país a Europa con el zar Pedro el Grande se conformaron dos tendencias: los occidentalizantes que querían acercar al país al resto de potencias del continente, y los eslavófilos que defendían la pureza del Estado zarista frente a las influencias que venían del Oeste.

Estas tendencias se habrían reproducido en épocas recientes. Por ejemplo, las políticas de Mijaíl Gorbachov y de Boris Yeltsin a finales de los 80 y los 90 estarían en la línea de los partidarios de Occidente, mientras que con Vladímir Putin se habría vuelto a una línea más cercana a los eslavófilos.

Las épocas de recelos han vivido momentos álgidos como fueron las guerras napoleónicas, la de Crimea (1853-1856), o la invasión de Hitler de 1941. “La Guerra Fría es la culminación de esta desconfianza por ambas partes. Ahora ha vuelto porque los rusos creen que Occidente les ha engañado con la ampliación de la OTAN”, señala Milosevich.

¿Salvadores de Europa?

Precisamente, desde el Kremlin y sus medios afines utilizan en ocasiones el discurso de que Rusia ha salvado a Europa de potencias con ansias hegemónicas como Napoleón o Hitler en su momento. Pese a que la afirmación pueda parecer propaganda, lo cierto es que la campaña francesa en Rusia fue una causa del desgaste del bonapartismo en Europa. De igual manera, el rol del Ejército Rojo en la Segunda Guerra Mundial fue clave para derrotar al régimen nazi.

Esta sensación de salvadores también viene reforzada por la posición geográfica. Al estar a caballo entre Europa y Asia, Rusia ha asumido una mentalidad de frontera y se ve como una especia de escudo de Europa desde que rechazó a los invasores mongoles a final de la Edad Media.

Desde el punto de vista de la seguridad, Rusia ha tenido dos caras, en ocasiones ha contribuido al equilibrio europeo, y en otras, a su desequilibrio. Esta última faceta, históricamente, habría momentos como la guerra de 1853-1856 y la tensión que generó la incorporación de los países satélites de Europa del Este al bloque comunista tras la Segunda Guerra Mundial. Mientras que los casos más recientes de Moscú como fuente de inestabilidad serían la anexión de Crimea y el apoyo a la rebelión del Donabás en Ucrania.

El discurso de salvar a Europa también se ha utilizado para justificar la intervención en Siria, asegurando que es para acabar con el yihadismo. Aunque las acciones del Kremlin en ese conflicto se han interpretado más como un intento de salvar al régimen de Bachar al Assad que como un auténtico esfuerzo para derrotar a Daesh.

Aunque para María Isabel Nieto, profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid, la lucha de Rusia contra Daesh  puede ser “una fórmula de estrechar relaciones con Occidente, bastante deterioradas desde la anexión ilegal de Crimea  y la desestabilización de Ucrania”.

El Presidente ruso, Vladímir Putin, junto con otros miembros de Gobierno, revisa un mapa. Mikhail Klimentyev/AFP/Getty Images

El excepcionalismo ruso

Al igual que otras potencias como Estados Unidos o el Imperio británico, en su momento, Rusia ha basado su política exterior en cierto excepcionalismo, al creerse un país único en la Tierra, lo que les ha servido para justificar ciertos comportamientos respecto a otros territorios.

El excepcionalismo ruso ha visto al país como una Tercera Roma, heredera del Imperio bizantino y defensora de las esencias de la cristiandad ortodoxa, que consideran genuina. También hay que sumar de nuevo el componente geográfico, al estar a caballo entre Europa y Asia, esto les ha permitido considerarse como una civilización propia, distinta a la de los otros Estados del Viejo Continente.

Según Marcel Van Herpen, autor del libro Putin’s Wars, hoy en día, “Putin sigue reforzando el rol del país como defensor de los valores ortodoxos y apuesta por mantener su papel de potencia en ambos continentes con proyectos como la Unión Euroasiática”.

La búsqueda de un puerto de aguas templadas

Este factor más concreto que los anteriores ha impulsado la acción diplomática o ha propiciado algunas de sus grandes intervenciones militares rusas en el exterior. Los dirigentes del país han ido viendo como otras naciones (Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, España…) obtenían importantes beneficios de contar con accesos estratégicos a las principales rutas marítimas.

El primer ejemplo de una gran intervención fue la Gran Guerra del Norte (1700-1721) que permitió llegar hasta el Báltico. Posteriormente destacan las campañas de Catalina la Grande que le dieron acceso al Mar Negro. Pero los puertos en estas regiones tenían funcionalidades limitadas. Los del norte estaban buena parte del año bloqueados por el hielo (algo que también le sucedería con Vladivostok en Siberia), y los del sur dependían de si el Imperio turco, que dominaba el estrecho del Bósforo, le permitía pasar hacia el Mediterráneo.

En los siglos XIX y XX, Rusia buscó obtener bases navales estratégicas, como por ejemplo el protectorado sobre Port Arthur en China (actual Lüshunkou) y que le acabó enfrentando con el Imperio japonés en la guerra de 1904. En época soviética, consiguieron tener instalaciones militares en diversos puntos del planeta, destacaron las de Socotra y Adén en Yemen o la de Cam Rahm en Vietnam.

Tras la caída de la URSS, una de las pocas bases en el exterior que mantuvo Rusia fue la de Tartus en Siria, un activo estratégico muy importante en el Mediterráneo y ha sido uno de los motivos para intervenir allí a favor del régimen sirio. Asimismo, uno de los factores de la ocupación de Crimea fue retener el control de Sebastopol, puerto principal de la flota rusa en el Mar Negro.