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Manifestación a favor de la liberación de Alexei Navalny en Cracovia, Polonia. Beata Zawrzel/NurPhoto via Getty Images

Los sucesos que ha desencadenado el opositor ruso Alexei Navalny indican la necesidad urgente de cambio y, al mismo tiempo, hacen que éste sea mucho más improbable.

Es difícil comprender las repercusiones de la detención del líder de la oposición rusa, Alexei Navalny, sin responder antes a una pregunta fundamental: ¿Por qué lo envenenaron? Una conjetura fundamentada nos permite presentar ciertas hipótesis sobre lo que los poderes fácticos de Moscú temen, esperan y quieren conseguir, y cómo pretenden lograrlo. De momento, reina la incertidumbre. Pero es posible sacar unas cuantas conclusiones prudentes sobre la situación de la política en Rusia.

El régimen de Moscú parece cada vez más consciente de sus límites y su fragilidad. Durante años, altos cargos rusos han insistido en que Navalny no era una amenaza para el presidente Vladímir Putin ni para el sistema político. Y tenían razón: si bien Navalny es el opositor más conocido y admirado de Rusia —y pese a las mordaces denuncias de corrupción que publica con el maravilloso sarcasmo que caracteriza a los rusos librepensadores—, hasta ahora no constituía una amenaza existencial contra el régimen. Es más, por paradójico que fuera, era un elemento del sistema, del mismo modo que lo es la corrupción. Con su obsesión por este tema, Navalny ha sido un político monotemático, lo que le convertía en una dolorosa molestia para el régimen de Putin pero no (todavía) en alguien capaz de formular la visión de un sistema diferente, un paradigma totalmente distinto. No está claro si sería capaz de construir una coalición: en un páramo político, no hay muchos socios posibles. Pero la mayor parte de la población ha tenido siempre una opinión ambivalente sobre él: según una encuesta del Centro Levada llevada a cabo en septiembre de 2020, el 20% de los rusos aprobaba las actividades de Navalny y el 50% las desaprobaba, mientras que el 33% confiaba en él y el 55%, no.

Por tanto, si el Kremlin ha decidido de pronto que Navalny es una amenaza seria, probablemente no es por su fortaleza, aunque ha ido en aumento, sino por la debilidad del sistema, que está incrementándose aún más deprisa. Los síntomas de esa debilidad se ven en todas partes: los mediocres índices de aprobación del partido en el poder, el deseo de la gente de votar por cualquiera que no sea él, la inmensa desconfianza respecto a la gestión de la pandemia por parte del Gobierno y las protestas esporádicas que se prolongan durante meses. En estas circunstancias, la estrategia del voto inteligente de Navalny y sus denuncias sobre la corrupción pueden empezar a parecer más peligrosas.

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La policia interviene en una manifestación a favor de Alexei Navalny en Moscú, Rusia. Sefa Karacan/Anadolu Agency via Getty Images

Marginar a Navalny solo servirá para retrasar la pérdida de legitimidad del Gobierno. No está claro en qué va a desembocar el pulso entre el Kremlin y Navalny. Varios hechos recientes permiten pensar que está produciéndose un agravamiento: la geografía de las protestas, la diversidad de los participantes, entre los que hay personas ajenas a los que han apoyado tradicionalmente al opositor, el número de detenciones y la brutalidad de la policía. Y otros datos todavía más significativos: la necesidad de Putin de justificar el famoso palacio junto al Mar Negro cuya propiedad se le atribuye —objeto de la última denuncia de Navalny— y el hecho de que el opositor está marcando las prioridades y situando al Kremlin a la defensiva, incapaz de hacer nada más que reaccionar. Con todo, esto no quiere decir aún que vaya a haber un avance ni un triunfo inminente. Las protestas pueden ir apagándose, igual que ha pasado en Jabarovsk. Pero da igual. El verdadero problema del Kremlin no es Navalny, sino su propia incapacidad de renovarse.

Si el régimen de Putin quiere sobrevivir y evolucionar (en vez de sufrir una ruptura revolucionaria), tiene que actuar y hacerlo pronto. El Kremlin debe reforzar su economía, introducir nuevos rostros y un esfuerzo de rendición de cuentas en el sistema político, además de demostrar que está produciéndose una renovación en las más altas instancias. El sistema está esperando una señal así desde las elecciones presidenciales de 2018. El cansancio —de todos, incluidas las élites— es palpable. Pero lo paradójico es que, aunque Putin seguramente comprende la necesidad de renovación, duda a la hora de emprenderla. Cuando más inestable es la situación, más fuerte es su instinto de aferrarse al statu quo y mantener el control personal. Quizá lo hemos visto en el último año, si es cierto que la pandemia de la COVID 19 desbarató el plan de introducir unos cambios constitucionales que habrían permitido a Putin dejar poco a poco el poder. De ser así, los sucesos desencadenados por Navalny indican la necesidad urgente de cambio y, al mismo tiempo, hacen que éste sea mucho más improbable.

El Kremlin ha perdido su habilidad para la brujería política. Durante muchos años, ha sorteado el problema de la legitimidad controlando el paisaje político. Sus propagandistas han creado y aniquilado partidos políticos y han cocinado y resuelto intrigas políticas. Eso era la “democracia gestionada”: mucho espectáculo sin nada de sustancia. En 2011, esa estrategia sirvió para superar la que seguramente fue la crisis más grave que ha sufrido el régimen de Putin: las protestas que estallaron cuando anunció su vuelta a la presidencia y las elecciones amañadas que se celebraron después. El Kremlin perdió las simpatías de los intelectuales urbanos. Pero sus acusaciones de que eran agentes extranjeros —defensores de la “decadencia” occidental y la “propaganda gay”— le permitieron seguir contando con una mayoría conservadora, homófoba y propensa a desconfiar de Occidente.

Por un instante pareció que podría haber una repetición de 2011: era tentador pensar que el Kremlin, preocupado por las elecciones a la Duma en septiembre y por la expectativa de presiones del gobierno de Joe Biden y un Occidente más unido para que lleve a cabo reformas democráticas, había decidido deliberadamente atraer el foco de Occidente hacia Navalny y centrar sus ataques retóricos en él. Con la reputación polémica y la limitada popularidad del líder opositor en Rusia, quizá esa maniobra habría granjeado al Kremlin el apoyo del resto de la sociedad. Putin perdería a los partidarios de Navalny como perdió a los intelectuales urbanos en 2011, pero habría conservado a la mayoría de la población, si bien por un margen cada vez más estrecho.

Sin embargo, da la impresión de que lo que fue posible en 2011 está fuera del alcance para el agotado Kremlin de 2021. Las noticias procedentes de Moscú indican que la realidad es más simple y tosca: el control de la política nacional ha pasado de los “tecnólogos políticos” a los servicios de seguridad, que tienden a controlar mediante la represión y no elaborando intrigas complejas.

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Manifestación a favor de la liberación de Alexei Navalny en Berlín, Alemania. Omer Messinger/Getty Images

Una toma del poder más completa por parte de los servicios de seguridad. Esta tendencia —el traslado creciente de expedientes a los servicios de seguridad— está en marcha desde hace un tiempo y no solo afecta a la los asuntos internos sino también a la política exterior.

El Ministerio de Asuntos Exteriores, además de haber perdido la autoridad sobre ciertos asuntos de política internacional —como Ucrania (que gestiona desde hace mucho tiempo la oficina del presidente) y Siria (que pasó a ser competencia del Ministerio de Defensa en 2015)—, parece haber quedado al margen de la coordinación general entre organismos. La pésima situación actual de la relación entre Rusia y Alemania es un ejemplo perfecto. En los últimos años se han acumulado los problemas en esta relación: primero fue el ataque informático al Bundestag en 2015, después se produjo el “Caso Lisa” en 2016, a continuación el asesinato en el Tiergarten en 2019 y la culminación ha sido Navalny. Es verosímil pensar que los autores de todos esos incidentes procedían de sitios ligeramente distintos dentro del sistema ruso y actuaron con arreglo a sus propias razones y necesidades. No fueron unos ataques meditados y coordinados contra Alemania. Pero Moscú no valoró que Berlín los vería como una serie de actos hostiles cometidos por Rusia. El Ministerio ruso de Exteriores podría haber dicho al Kremlin cuánto iban a afectar los ataques a la relación con Alemania, que es el mejor aliado de Rusia en la Unión Europea y es crucial para construir los consensos en la UE. Los diplomáticos rusos podrían haber explicado por qué era importante. Pero da la impresión de que el Kremlin no les preguntó o no les hizo caso. El cansancio del régimen ruso ha derivado en la fragmentación de su política; no trata ni siquiera de plantearse una visión de conjunto de las medidas que toma y sus repercusiones. Y las más perjudicadas —como se ve con el ejemplo de Alemania— suelen ser la política exterior y las instituciones que la elaboran con la ayuda de los instrumentos diplomáticos. Lo cual, a su vez, disminuye cualquier influencia que pudiera tener Occidente para influir en la situación.

Occidente debe actuar, pero puede hacer poco. Ahora Moscú se ha metido un gol en propia puerta, porque lleva años pidiendo a Occidente que no intervenga en los asuntos rusos pero, tras la estancia de Navalny en Alemania, ha hecho que a Occidente le sea imposible no hacer algo. Desde la elección de Biden, el Kremlin desconfía de la renovada retórica de Washington sobre el lamentable estado de la democracia rusa, pero la detención de Navalny en el aeropuerto ha servido de justificación para esas críticas. Si en Estados Unidos había discrepancias sobre qué estrategia adoptar respecto a Rusia —una relación fría y pragmática o un esfuerzo para promover la democracia—, Moscú ha ofrecido sólidos argumentos en favor de la segunda.

Sin embargo, aunque Occidente se sienta obligado a actuar, pocas cosas de las que pudiera hacer tendrían los efectos deseados. Si el régimen de Moscú piensa verdaderamente (con razón o sin ella) que Navalny representa un peligro para su existencia, no hay ningún incentivo ni amenaza que pueda cambiar esa opinión. Ni las amenazas ni las ofertas de diálogo servirían de nada. La descoordinación que invade los procesos políticos en Moscú —con unos servicios de seguridad cada vez más poderosos y un Ministerio de Exteriores cada vez menos influyente— lo pone de manifiesto.

Es probable que los países occidentales hagan algo, como imponer unas cuantas sanciones concretas más. Será un gesto necesario para dejar clara su posición, pero poco eficaz. Ahora bien, si el análisis que acabo de exponer es acertado, más vale que se preparen para años de frustración en la relación con un régimen ruso en lenta decadencia, incapaz de renovarse y que teme por su supervivencia.

La versión original en inglés de este texto ha sido publicada en ECFR. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.