Bolso
Manifestantes a favor del entonces candidato de extrema derecha Jair Bolsonaro, convertido actualmente en presidente electo de Brasil. MIGUEL SCHINCARIOL/AFP/Getty Images.

 En La edad de la ira, Pankaj Mishra explica el mundo actual a través del conflicto entre una élite cínica y autoritaria y unos resentidos populistas y xenófobos, que se inauguró con el choque entre Voltaire y Rousseau.

La edad de la ira

Pankaj Mishra

Galaxia Gutenberg

El ensayista indio Pankaj Mishra acabó de escribir su último libro, La edad de la ira (Galaxia Gutenberg), la misma semana que Gran Bretaña votó a favor del Brexit. Cuando el libro llegó a imprenta, Donald Trump fue elegido presidente de Estados Unidos. Podrían haber sido hechos que desbarataran las tesis de su obra -lanzado con un subtítulo ambicioso: “Una historia del presente”-. Fue todo lo contrario.

El mundo que plantea Mishra en La edad de la ira encaja con el proceso de desilusión general que Occidente vive desde hace más de una década. Los pronósticos de una democratización, unos libres mercados y un liberalismo expansivo que cubriría progresivamente todo el planeta se perciben, en la actualidad, como irreales y lejanos. Pero Mishra no ve a Trump, ni al Brexit, ni el auge del nacionalismo indio (del que es un fuerte detractor), ni el aumento del populismo europeo de derechas, ni la destrucción del autoproclamado Estado Islámico, como algo estrictamente nuevo.

Mishra argumenta que el resentimiento (término que extrae de Friedrich Nietzsche) que percibimos hoy tiene sus raíces en el siglo XVII y XVIII, y está plenamente relacionado con la explosión de la modernidad. Ya sea en Europa, en India, en Estados Unidos o en Oriente Medio, hay un hilo histórico común que explica las turbulencias de la actualidad. Existe un enfrentamiento latente entre unas élites ilustradas, cosmopolitas, egoístas y autoritarias (el padre de las cuales es Voltaire) y una masa resentida, pobre, populista y xenófoba (los hijos de Jean-Jacques Rousseau). Existe una conexión entre los admiradores ilustrados del autoritarismo de Catalina II o Pedro el Grande, a las élites de Davos que hasta hace nada elogiaban al príncipe saudí Mohamed Bin Salman. Como también hay un hilo que une a los anarquistas europeos del siglo XIX, al movimiento fascista italiano y a los miembros de Daesh.

El libro de Mishra tiene una tesis muy potente, y una escritura atractiva, contundente y danzante en la que mezcla escritores, anécdotas, análisis político y referencias históricas. Quizás la lectura puede resultar pesada cuando dedica demasiadas páginas a hablar de algún intelectual alemán o italiano, pero el conjunto es coherente y la idea principal de la obra queda grabada en la mente del lector. Mishra es uno de los intelectuales más importantes que tenemos.

El autor apuesta por establecer dos figuras esenciales, dos padres del conflicto que recorre el libro: Voltaire y Rousseau. Mishra no trata tanto de hacer una biografía de cada uno, sino de explicar como de ligados estaban la vida y el pensamiento de ambos intelectuales, fundadores de algo nuevo. No hace un elogio de ninguno de los dos, sino más bien lo contrario. Sus ejemplos sirven para dibujar las dos grandes categorías que Mishra plantea: las élites y los resentidos.

Voltaire es presentado como un “arribista” que aprovechó las fisuras sociales de la Francia del momento para crear una nueva clase intelectual, aliada con los grandes poderes, que legitimaban intelectualmente el autoritarismo “ilustrado”, un desprecio elitista hacia la religión y un cosmopolitismo enfocado a favorecer sus propios negocios transnacionales. Las contradicciones de su discurso podían verse enfrentadas a la acción: la “tolerancia” de Voltaire no se aplicaba a los polacos, por ejemplo, pueblo conquistado por la rusa Catalina II, autócrata ensalzada por este intelectual francés. Voltaire aplaudió que su “ilustrada” Catalina aplastara Polonia, que consideraba un pueblo atrasado e inferior. El credo de Voltaire, apunta Mishra, continuaría en toda la violencia “desde arriba” que se ha realizado en nombre del progreso y la racionalidad. Hay una línea que une su pensamiento con la superioridad colonial, o con el culto extremo al “progreso” industrializador de Iósif Stalin.

La cara opuesta es Rousseau, que dedicó casi toda su vida a dibujar -con acierto, afirma Mishra- el cinismo y las contradicciones de estas élites. Guiado por un resentimiento hacia este nuevo grupo social, Rousseau ensalzó un nacionalismo, xenofobia, misoginia y militarismo que tenía como modelo la sociedad de la antigua Esparta. Era la construcción de un populismo violento guiado por el odio hacia estos nuevos ganadores, mientras la gran mayoría seguía en la pobreza, sin canales reales para ascender o mejorar. La expresión de esta rabia, los hijos de Rousseau, son tanto los violentos nihilistas rusos del XIX como los lobos solitarios islamistas actuales.

Y este punto es especialmente clave: Mishra argumenta que el islamismo radical del Daesh o el de los atacantes en varias ciudades europeas no es un fenómeno de choque de civilizaciones y religiones, sino la continuación de una violencia del resentimiento que siglos atrás había encontrado su expresión mediante otras ideologías. No se trata de una división entre Occidente y el islam: ambos están más unidos de lo que creemos bajo el repudio violento de los perdedores de la modernidad. Se trata de un fenómeno que sólo podemos entender de manera global.

Las conexiones y puntos comunes entre fenómenos aparentemente lejanos son mucho más decisivos de lo que creemos, apunta Mishra: “En todos los casos humanos, la identidad resulta ser porosa e inconsistente más que fija y bien definida, y proclive a confundirse y perderse en el juego de espejos. Las contracorrientes de ideas e inspiraciones -la reverencia nazi por Mustafá Kema Atatürk, la denuncia de un filósofo francés gay del Occidente moderno [Michel Foucault] y su simpatía por la Revolución iraní, o las diversas inspiraciones ideológicas de la revolución islámica de Irán (sionismo, existencialismo, bolchevismo y chiismo revolucionario)- revelan que el cuadro de un planeta compuesto por civilizaciones aisladas entre sí y definidas por la religión (o la falta de ella) es una caricatura pueril. Así, rompen el eje simple -religioso-laico, moderno-medieval, espiritual-materialista- sobre el que se mide aún el mundo contemporáneo (…)”.

Mishra explica cómo este conflicto moderno se generó en Occidente y después se expandió a los países en desarrollo, fruto de los procesos de descolonización. Pero las bases hay que buscarlas en el siglo XIX, no en el XX. El autor explica cómo Alemania fue el Estado que incubó esta primera reacción contra la Francia ilustrada y elitista, declarando incluso una guerra santa contra lo que ella significaba. Mishra explica esta formación del resentimiento a través de filósofos y escritores, creadores del nacionalismo cultural, como Johann Gottfried von Herder o Johann Gottlieb Fichte. Esta rebelión cargada de odio contra las élites adoptaría formas como el nihilismo o el anarquismo ruso, a través de Mijaíl Bakunin o Piotr Kropotkin, el nacionalismo revolucionario de Giuseppe Mazzini, el pensamiento mítico de Georges Sorel o el fascismo estilizado de Gabriele D’Annunzio.

El autor explica cómo esta semilla intelectual prosperó en los nuevos líderes del mundo colonial. Muchos construyeron su visión de la modernidad y el progreso a través de estos autores occidentales, reproduciendo sus características. El caso más clásico es la copia soviética que se extendió a muchos países del Tercer Mundo, pero Mishra apunta influencias diversas y en apariencia contradictorias. El actual nacionalismo hindú que gobierna India, por ejemplo, tendría influencias y bases intelectuales en el fascismo (Mishra, un ferviente opositor, recuerda que miembros de esta ideología fueron los que mataron a Mahatma Gandhi). Otro caso: el nacionalismo y el romanticismo europeo, muchas veces antisemita, habría influenciado directamente a los teóricos sionistas.

Gandhi
Pertenencias de Mahatma Gandhi que fueron subastadas en India. Mario Tama/Getty Images.

El mundo poscolonial también reproduce la confrontación básica de Mishra, entre las élites ilustradas autoritarias y los resentidos populistas y xenófobos. Sátrapas de traje occidental y barbudos religiosos. Occidente -y eso incluye la antigua URSS- apoyó a los primeros, con el deseo de que impusieran la modernidad mediante el garrote. De los Assad en Siria a Suharto en Indonesia, pasando por el antiguo Sha de Persia, Occidente ha buscado como camino rápido de modernización del Tercer Mundo a hombres fuertes que impusieran el progreso mediante el fusil y la prisión, con esperanzas de que esa dictadura sería sólo una etapa inicial y temporal.

Pero como apuntaba Mishra en un reciente artículo en The New York Times (titulado, agudamente, “The Enduring Fantasy of the Modernizing Autocrat”) esta historia suele repetirse como tragedia. El caso más reciente es el del príncipe heredero saudí, Mohamed Bin Salman, al que se presentaba como modernizador del país y hombre fuerte enfocado hacia los negocios. Muchos de estos dictadores occidentalizados, apunta Mishra, acaban desatando fuerzas reaccionarias mucho peores. El caso de Benazir Bhutto, que se presentaba como una feminista radical, estudiante de Harvard y Oxford, mientras espoleaba a los talibanes de Afganistán y cortejaba a los fundamentalistas islámicos de su propio Pakistán. O, en la India de Mishra, Indira Gandhi, que esterilizó forzosamente a seis millones de pobres, con apoyo occidental, en los 70. Los ejércitos de resentidos barbudos, como ya se ha apuntado, no son una alternativa mejor. Pero trazar una línea divisoria entre ellos y unos supuestos racionalistas del mundo libre es falsear la historia.

Contra el libro de Mishra se podría argumentar, desde un punto de vista pinkeriano, que el mundo actual es mucho mejor del que existía hace cien o doscientos años. Eso es cierto, pero no invalida la tesis de Mishra. Los pinkerianos suelen aducir que solemos ver el mundo como caos porque sólo nos fijamos en el telediario de ayer, y no tenemos perspectiva. Pero Mishra, precisamente, ha hecho eso: volver dos o tres siglos atrás. Su tesis es fuerte porque hay unos patrones que se repiten, y porque el dibujo de la élite y los resentidos que traza nos es siniestramente familiar.

Mishra, al estilo de otros intelectuales como John Gray, es incómodo sin ser demagogo. Muestra que los años felices de después de la Guerra Fría son más una excepción que la norma histórica. El tejido intelectual que traza, de intelectuales peligrosos y en parte olvidados, nos ayuda a iluminar un presente que, a pesar de los designios optimistas de algunos, tiene más de caos e incertidumbre que de sueño ilustrado. Ya sea en Nueva York, París o Nueva Delhi.