
El auge del populismo no se debe a las elecciones poco sofisticadas de los ciudadanos, sino a unos partidos tradicionales acomodados y que se han olvidado de una de sus funciones más importantes: la representación.
Desde hace ya años los temores al populismo y las acusaciones de sucumbir al mismo son parte cotidiana de las noticias o análisis políticos. Como muchos conceptos frecuentemente usados en discursos políticos, el término va perdiendo su claridad analítica y está convirtiéndose en un calificativo cuyo único objetivo es desacreditar al opositor. Es necesario reflexionar sobre por qué discursos o programas populistas son premiados electoralmente, pero antes debemos definir de manera clara a qué fenómeno político nos referimos.
El populismo es una ideología que postula la necesidad de ejercer la política como expresión de la voluntad general. El concepto de voluntad general es fundamento del contrato social de Jean-Jacques Rousseau, quien rechaza la intermediación en la política, y considera que una vez despojados de nuestras identidades particulares, actuaremos como un solo cuerpo, una sola mente y una sola voluntad, en busca del bien común. Rousseau plantea también que la acción de la voluntad general exige subordinar la minoría a las decisiones de la mayoría. En este sentido, es una ideología iliberal, que rechaza los mecanismos de limitación del poder (del pueblo), supremacía de la ley o los derechos de las minorías.
Como podemos observar, es una ideología que se limita a postular cómo ejercer el poder, sin determinar cuáles deben ser los contenidos o productos de las decisiones. De ahí que el populismo puede acompañar cualquier ideología, sea ésta de derecha o de izquierda, defienda la intervención amplia del Estado o pida la libertad absoluta de los mercados. En los años 80 y 90 del siglo XX, en América Latina, se consideraba populistas, los gobiernos o partidos que defendían un gasto social amplio y se oponían a las reformas estructurales exigidas por instituciones financieras internacionales. Hoy en día, tenemos una variedad de programas populistas, que van desde los temas económicos o de migración, hasta proyectos independentistas, y el denominador común es el rechazo a los mecanismos de la intermediación entre el pueblo y la toma de decisiones, y la restauración del control directo del pueblo sobre la política.
Lógicamente, el populismo privilegia los mecanismos de democracia directa, como el referéndum en el caso de Brexit o la revocación del mandato, como es la promesa de Claudia Sheinbaum, la jefa electa del gobierno de Ciudad de México. A través de estos mecanismos se expresa también el rechazo al elemento aristocrático de la política representativa, a la autoridad de los expertos, al argumento que la estabilidad a largo plazo exige, a veces, ir en contra de la voluntad de la mayoría. Es una visión romántica de la espontaneidad que va a rescatar a la democracia del poder de las élites corruptas.

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