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Mexicanos que apoyan al nuevo Presidente Andrés Manuel López Obrador, Ciudad de México, junio 2018. Manuel Velasquez/Getty Images

El auge del populismo no se debe a las elecciones poco sofisticadas de los ciudadanos, sino a unos partidos tradicionales acomodados y que se han olvidado de una de sus funciones más importantes: la representación.

Desde hace ya años los temores al populismo y las acusaciones de sucumbir al mismo son parte cotidiana de las noticias o análisis políticos. Como muchos conceptos frecuentemente usados en discursos políticos, el término va perdiendo su claridad analítica y está convirtiéndose en un calificativo cuyo único objetivo es desacreditar al opositor. Es necesario reflexionar sobre por qué discursos o programas populistas son premiados electoralmente, pero antes debemos definir de manera clara a qué fenómeno político nos referimos.

El populismo es una ideología que postula la necesidad de ejercer la política como expresión de la voluntad general. El concepto de voluntad general es fundamento del contrato social de Jean-Jacques Rousseau, quien rechaza la intermediación en la política, y considera que una vez despojados de nuestras identidades particulares, actuaremos como un solo cuerpo, una sola mente y una sola voluntad, en busca del bien común. Rousseau plantea también que la acción de la voluntad general exige subordinar la minoría a las decisiones de la mayoría. En este sentido, es una ideología iliberal, que rechaza los mecanismos de limitación del poder (del pueblo), supremacía de la ley o los derechos de las minorías.

Como podemos observar, es una ideología que se limita a postular cómo ejercer el poder, sin determinar cuáles deben ser los contenidos o productos de las decisiones. De ahí que el populismo puede acompañar cualquier ideología, sea ésta de derecha o de izquierda, defienda la intervención amplia del Estado o pida la libertad absoluta de los mercados. En los años 80 y 90 del siglo XX, en América Latina, se consideraba populistas, los gobiernos o partidos que defendían un gasto social amplio y se oponían a las reformas estructurales exigidas por instituciones financieras internacionales. Hoy en día, tenemos una variedad de programas populistas, que van desde los temas económicos o de migración, hasta proyectos independentistas, y el denominador común es el rechazo a los mecanismos de la intermediación entre el pueblo y la toma de decisiones, y la restauración del control directo del pueblo sobre la política.

Lógicamente, el populismo privilegia los mecanismos de democracia directa, como el referéndum en el caso de Brexit o la revocación del mandato, como es la promesa de Claudia Sheinbaum, la jefa electa del gobierno de Ciudad de México. A través de estos mecanismos se expresa también el rechazo al elemento aristocrático de la política representativa, a la autoridad de los expertos, al argumento que la estabilidad a largo plazo exige, a veces, ir en contra de la voluntad de la mayoría. Es una visión romántica de la espontaneidad que va a rescatar a la democracia del poder de las élites corruptas.

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El paquistaní Imran Khan, que ha sido elegido Presidente, durante un discurso . Aamir Qureshi/AFP/Getty Images

Evidentemente, el populismo recurre a una imagen simplificada de la sociedad como dos actores enfrentados: nosotros, el pueblo honesto y trabajador, y ellos, los políticos corruptos y holgazanes. Los que encabezan los proyectos populistas son políticos o partidos percibidos como antisistema, independientemente de su perfil real. Puede ser un empresario y hombre de reality show, como Donald Trump; un exjugador de criquet, como Imran Khan en Paquistán o un político con 30 años de carrera en el partido hegemónico, que se postula como independiente, como Jaime Rodríguez en México. Lo importante es retar las instituciones y prometer expresar la voz del pueblo una vez en el poder.

El populismo constituye así una amenaza a la democracia representativa, y postula una nueva manera de hacer la política, una manera imposible de implementar en una sociedad plural y con identidades fragmentadas de la postmodernidad. Pero más que argumentar por qué se puede considerar imposible, es interesante aquí analizar las razones por las que el populismo goza de tanta popularidad y parece ser una estrategia electoral más redituable.

La explicación predominante, sobre todo entre los políticos y partidos que resisten el auge del populismo, es responsabilizar al elector. Desde el estudio seminal de Angus Campbell y colegas sobre el electorado estadounidense, publicado en 1960, cuando se evalúa las decisiones electorales, se hace referencia al nivel de sofisticación del ciudadano. En este planteamiento, el ciudadano sofisticado es racional, evalúa los programas de acuerdo con su ideología y tiene preferencias consistentes en cuanto a la política pública. En el otro extremo, está aquel que toma decisiones sin recurrir al pensamiento abstracto, centrándose únicamente en tópicos cercanos a su propia realidad, su familia o su trabajo. En el caso del populismo, muchos recriminan a los ciudadanos su falta de sofisticación, de no analizar impactos a mediano o largo plazo, de votar con las emociones y no con la razón. Sin embargo, es una explicación simplista y que injustamente traslada la responsabilidad de los partidos a los ciudadanos.

Tomemos como ejemplo el caso de Andrés Manuel López Obrador, considerado un político populista, indudablemente antisistema, quien ganó las elecciones presidenciales en México con un sorprendente 53%. En el análisis del perfil demográfico de los electores, la encuestadora Parametría presenta datos muy interesantes. Fueron los hombres, personas entre los 26 y 35 años y aquellos con mayor escolaridad e ingreso, los que en su mayoría votaron por López Obrador. La educación es un indicador fuertemente relacionado con la sofisticación del elector. Las personas con mayor educación se informan más sobre la política, analizan y razonan más su voto. En el caso de los recientes comicios en México, el 65% de las personas con educación universitaria y 59% con media superior prefirió a López Obrador, mientras que el candidato del partido gobernante tuvo mayor votación entre los electores sin estudios o con primaria.

El apoyo al populismo no es, entonces, un efecto agregado del voto emocional, no informado. Existe otra explicación que exige a los partidos políticos tradicionales asumir su propia responsabilidad y enfrentar el populismo de manera mucho más efectiva, aunque más costosa para sí mismos. Esta explicación parte de cómo han evolucionado los partidos desde su surgimiento en el siglo XIX.

Hasta la Segunda Guerra Mundial los partidos tenían un perfil ideológico claro y representaban intereses de grupos definidos; también se sostenían con el apoyo económico y el voluntariado de sus miembros y simpatizantes. Después los partidos paulatinamente abandonan el ámbito de la sociedad civil y pasan a formar parte de la estructura del Estado. Esta evolución tiene impactos positivos: los partidos asumen responsabilidad por políticas nacionales, no de grupos; construyen objetivos de largo plazo; asumen la representación y continuidad de los intereses nacionales ante la cada vez más fuerte estructura de instituciones internacionales. Pero el costo es alto. Primero, las formaciones políticas pierden identidad ideológica, y las llamadas grandes coaliciones en Europa son un ejemplo más claro. En Alemania, la coalición entre los partidos de centro derecha y centro izquierda está en el poder desde 2009, con un desgaste fuerte para los socialdemócratas, quienes a inicios de este año enfrentaron una rebelión de sus militantes y simpatizantes jóvenes, opuestos al desdibujamiento ideológico de su propia formación. Por su parte, la rebelión reciente del ministro del Interior alemán, que amenazó con la ruptura de la histórica alianza entre CDU y CSU, demuestra que gobernar en coalición con socialdemócratas pasa la factura electoral también a la derecha, quien pierde votos a favor de opciones más radicales, como Alternativa para Alemania.

La pérdida de la coherencia ideológica no es la única razón por la que los ciudadanos voltean hacia los partidos situados en espectros más extremos. Si antes estas formaciones vivían de contribuciones económicas y del trabajo voluntario de sus simpatizantes y afiliados, actualmente dependen cada vez más del presupuesto del Estado. El efecto positivo del financiamiento oficial es mayor independencia de los poderes fácticos, pero el efecto perverso es que los partidos ya ni siquiera buscan activar a los ciudadanos, atraerlos hacia su programa o su trabajo en periodos no electorales. Solamente apelan a los ciudadanos en su función de votantes, se acuerdan de sus bases cuando hay que movilizar el voto. En México, por ejemplo, para las elecciones pasadas, el tope para gastos de campaña se ha triplicado en los estados como Veracruz o Yucatán. El tope de gasto para la campaña presidencial fue de 429 millones de pesos (casi 20.000 millones de euros), cantidad que muchos perciben como ofensiva en un país donde el número de pobres creció en casi un 4%, y alcanza ya más de 50 millones de ciudadanos.

En este contexto, podemos tachar de populista la promesa de Andrés Manuel López Obrador de bajarse el sueldo en 40% y de reducir los sueldos a los funcionarios públicos. No hay una solución milagrosa para el problema de la pobreza en México. Tampoco se puede negar los riesgos que conllevan propuestas populistas concretas, pero sobre todo el debilitamiento de las instituciones que esta ideología implica. Pero no vamos a enfrentar el problema del populismo culpando a los electores. Los partidos tradicionales han traicionado una de sus funciones más importantes: la representación. Se han posicionado en el espacio cómodo del poder político, se han allegado de recursos del Estado, y se han convertido en máquinas electorales, ajenas a la vida social y sus problemas. Para contrarrestar la ola del populismo que amenaza a la democracia liberal no es suficiente criticar a los políticos que lo representan, mucho menos recriminar a los ciudadanos por apoyarlos. Es necesario reconstruir los mecanismos de representación que recuperen la confianza de los ciudadanos.