El reflejo de un hombre en libros islámicos en la biblioteca de la Mezquita Azul, Estambul. Chris McGrath/Getty Images

Cómo las políticas imperialistas han contribuido a retrasar considerablemente el progreso en el mundo musulmán.

The Islamic Enlightenment, the Modern Struggle between Faith and Reason

Christopher de Bellaigue

Bodley Head, 2017

Este libro parece a veces un thriller: es una historia de reforma y reacción, innovación y traición, una lucha, como dice el autor, entre la fe y la razón. El relato de Christopher de Bellaigue está bien contado y se centra en tres ciudades que fueron testigos, en el siglo XIX y principios del XX, del enfrentamiento entre reformistas y tradicionalistas, un choque con frecuencia violento y en el que el Reino Unido, Francia y Rusia desempeñaron un papel importante. Los escenarios de ese combate fueron Teherán, Estambul y El Cairo, pero es una lástima que el autor no incluya también Túnez, cuyo gobernante —que no era meramente el gobernador de una provincia otomana, como dice De Bellaigue, sino el vástago de una dinastía fundada a principios del siglo XVIII— ofreció a sus súbditos la primera constitución moderna del mundo árabe, en 1846.

¿Por qué el mundo islámico no ha entrado en la modernidad? Se han escrito bibliotecas enteras sobre el tema, y es una cuestión que hoy sigue inspirando, o confundiendo, el debate en Occidente, donde Vladímir Putin, Donald Trump, François Fillon y no pocos políticos conservadores y editorialistas de la prensa sensacionalista londinense califican a los musulmanes de enemigos de la modernidad. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el presidente George W. Bush destacó que, aunque los ataques hubieran sido obra de terroristas musulmanes, eran unos actos que “infringían los principios fundamentales de la fe islámica”. Sin embargo, su retórica comedida no sirvió para mitigar el caos de las aventuras lanzadas por él y su cómplice en el cambio de régimen en Irak, Tony Blair. Dieciséis años después, el nuevo habitante de la Casa Blanca ha asumido la guerra contra el islam que Bush no quiso desencadenar. “Alguien incapaz de nombrar a nuestro enemigo no está preparado para dirigir nuestro país”. Él lo hizo de inmediato: “el islam radical”. Y sus opiniones las comparten los principales dirigentes populistas y conservadores europeos.

Por consiguiente, se agradece un libro que repasa con cierto detalle cómo el mundo islámico sí tuvo su liberalización, al menos hasta que los franceses y los ingleses se dividieron Oriente Medio a partir de 1918. Resulta tentador pensar que la civilización islámica está en un declive inexorable desde el siglo XIII, como tiende a hacer el autor. Pero ese relato es, en no poca medida, una consecuencia del colonialismo de los siglos XVIII y XIX, que muchos musulmanes han hecho suya. Al fin y al cabo, conviene recordar que, incluso después de los dos cataclismos del siglo XIII, la Reconquista cristiana de la España musulmana y las invasiones mongolas que destruyeron siglos de civilización abásida, los musulmanes, posteriormente, crearon los imperios otomano, safávida y mogol de la India, una verdadera proeza. Los pensadores europeos de la Ilustración sabían que muchos aspectos de su civilización procedían de la cultura islámica, pero, para justificar la creciente intromisión de sus países en el mundo islámico, afirmaron que la región estaba culturalmente estancada. Hicieron lo mismo a la hora de justificar la agresividad de Europa en India y China.

Los primeros que interiorizaron esa inferioridad fueron los argelinos, que cayeron bajo el yugo francés en 1830 y permanecieron sometidos 132 años. Por supuesto, en 1799, los franceses habían invadido Egipto y habían encontrado allí solo 20 escuelas —en comparación con las 75 existentes a principios del siglo XV— y una de las universidades más antiguas del mundo, Al Azhar, un lugar que “desconfiaba de la ciencia, despreciaba la filosofía y no había producido ninguna idea en años”, escribe De Bellaigue. La ocupación francesa de Egipto fue breve pero fundamental, y condujo, varias décadas más tarde, a la introducción de importantes reformas. Lo interesante en los casos de Egipto y Túnez fue que la modernización se produjo en unas tierras que se consideraban libres, y no impulsada por autócratas pertenecientes a la realeza como el príncipe heredero de Irán, Abbas Mirza, que reformó el ejército persa durante las guerras napoleónicas. También fueron cruciales plebeyos con altura de miras como Rifaa al Tahtawi, cuya concepción del progreso incluía la educación de las niñas y la reforma lingüística, y el primer ministro del bey de Túnez, Kherredine Pachá, que creó una escuela, el College Sadiki,  siguiendo el modelo de los liceos franceses, y construyó la base de un funcionariado remunerado. Otro caso interesante fue Ibrahum Sinasi, el padre del periodismo turco.

El cambio llegó de golpe a mediados del siglo XIX. Los gobiernos despóticos, el analfabetismo casi universal y el monopolio del conocimiento por parte del clero sufrieron una brusca interrupción cuando aparecieron el telégrafo, el servicio de correos y unas nuevas normas de conducta, los anfiteatros anatómicos en las nuevas facultades de medicina —que anularon el mandato del Profeta de no abrir los cadáveres—, la abolición de la esclavitud y la integración cada vez mayor de hombres y mujeres. Un motivo fundamental por el que los musulmanes y la modernidad siguieron siendo tanto tiempo no solo extraños sino enemigos es que los tipos móviles de imprenta tardaron 400 años en generalizarse en Oriente Medio. Durante siglos, las autoridades otomanas castigaron con la muerte la impresión de libros, lo cual ayuda a entender por qué está tan extendida la idea, todavía común en Occidente, de que los musulmanes odian la modernidad y el islam es enemigo de la civilización.

Como explica De Bellaigue en este entretenido libro, muchos musulmanes adoptaron la modernidad “con gusto y solo volvieron a caer en un islam recalcitrante después de que la Primera Guerra Mundial los eliminara físicamente y los aliados victoriosos trataran de sojuzgarlos políticamente”. Narra la vida del gran modernizador musulmán de mediados y finales del siglo XIX, Jamal al Din al Afghani, de forma muy teatral, y no tiene reparos en explicar las constantes intromisiones de las potencias europeas, a menudo con burdos engaños y fuerza bruta, a veces en favor de los reformistas y a menudo en su contra. No es extraño que esos grandes reformistas, entre ellos Rifaa al Tahtawi, fueran personajes contradictorios. El autor escribe que “cinco años en Francia le convencieron de la necesidad de introducir las ciencias y tecnologías europeas en el mundo islámico, pero prefirió no investigar la relación entre la libertad intelectual y la libertad personal, ni preguntarse si el espíritu inquisitivo que admiraba en los franceses podría tener algo que ver con su búsqueda de la libertad política”. Kherredine Pachá, que dejó Túnez para convertirse en el gran visir del sultán otomano, era otro personaje fascinante que habría merecido figurar en este relato tan bellamente escrito.

Lo que demuestra con creces este libro, pero que muchos europeos y estadounidenses prefieren no tener en cuenta —por desconocimiento o por pura arrogancia—, es que las políticas imperialistas que auspiciaron durante los dos últimos siglos, seguidas de la cínica división de Oriente Medio a partir de 1918 y la inmensa repercusión del wahabismo saudí desde 1945, han retrasado considerablemente el progreso y ha contribuido al caos actual. La invasión de Irak en 2003 produjo sangre y confusión, que se agravaron con las consecuencias de la mal llamada Primavera Árabe en 2011 y los años posteriores. Apoyar a los clérigos conservadores, como han hecho frecuentemente los británicos, franceses y estadounidenses, quizá ha favorecido su estrategia a corto plazo, pero ha tenido repercusiones impredecibles y contraproducentes para las sociedades occidentales. Las sociedades islámicas tienen memoria de elefante; en Occidente hemos olvidado la historia, pero, como subrayó el historiador Fernand Braudel hace décadas, lo que importa es le temps long. Mientras Occidente, Rusia e Israel, para no hablar de las monarquías del Golfo y Arabia Saudí, se dediquen a sus propios juegos en una región ya desgarrada por diferencias tribales, religiosas y de otros tipos, es imposible saber cuánto tardará en modernizarse. Lo que es indudable es que este libro ofrece algunas claves esenciales para comprender una historia que todavía no ha terminado.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.