Carteles del primer ministro de Líbano, Saad Hariri, en Riad, Arabia Saudí. (Joseph Eid/AFP/Getty Images)

Tras la dimisión del primer ministro libanés, Saad Hariri, desde Arabia Saudí, el país se encuentra en un momento de incertidumbre y fragilidad que puede tener terribles consecuencias tanto para el Líbano como para la región. ¿Quién está detrás y qué repercusiones puede tener?

Los últimos acontecimientos en Líbano nos han recordado que el pequeño país mediterráneo es un reflejo de Oriente Medio, un escenario privilegiado de las tres proxy wars que han marcado la historia reciente de la región: tanto la guerra de Siria como el conflicto árabe-israelí, como la guerra fría de Oriente Medio que enfrenta a Arabia Saudí e Irán. Así y desde el momento en el que el país declaró su independencia, todas las fuerzas políticas libanesas han estado, en mayor o menor medida, cautivas de las aspiraciones de aliados más allá de las fronteras. Como resultado, la estabilidad del Estado siempre ha sido condicional y ha dependido de un delicado equilibrio de poder entre potencias.

El pasado 4 de noviembre, el primer ministro de Líbano, Saad Hariri, líder del Movimiento Futuro suní, dimitió por diferido desde Riad, paradójicamente acusando a Hezbolá e Irán de ejercer una influencia excesiva en la escena política libanesa y de la región en su conjunto – con un discurso sospechosamente parecido a la narrativa utilizada por la monarquía saudí estos últimos meses y años. Su anuncio vino acompañado de un aluvión de noticias provenientes de la capital saudí, todas ellas relacionadas con la lucha por la influencia regional, muy en particular el lanzamiento de un misil desde Yemen con destino Arabia Saudí, del que se acusa a los rebeldes hutíes, apoyados precisamente por Hezbolá e Irán. El príncipe heredero, Mohammed bin Salmán, hace frente a una de las transiciones más agitadas de la historia del Reino, marcada por enérgicos intentos de consolidar su posición imponiendo una narrativa viscontiana de autoritarismo reformista. Uno de los pilares de la estrategia del heredero ha sido una política exterior reactiva e impulsiva, sin estrategia claramente definida, que hasta ahora sólo ha cosechado reveses.

Hariri fue convocado en la capital saudí unas horas después de reunirse en Beirut con el antiguo ministro de Asuntos Exteriores iraní y consejero cercano al Líder Supremo, Alí Akbar Velayati. En estos momentos, la mayoría de líderes políticos y ciudadanos libaneses asumen que Hariri está retenido en territorio saudí en contra de su voluntad, y el maratón anual que el domingo 12 de noviembre tuvo lugar en Beirut sirvió para que pidieran al mundo el retorno de su jefe de Gobierno. El discurso, ese mismo día, del dirigente no consiguió aclarar ninguna duda. El presidente libanés Michel Aoun puso en duda la constitucionalidad de la medida negándose a reconocer la renuncia de Hariri hasta que este pisara de nuevo territorio libanés. Hariri ha condicionado su permanencia a que Hezbolá “cese de intervenir en asuntos regionales”, una precondición vaga que los dirigentes del país tendrán que pormenorizar en negociaciones futuras.

El ministro de Asuntos del Golfo de Arabia Saudí, Thamer al Sabhan afirmó que el Gobierno libanés “sería tratado como un Gobierno que declara la guerra a Arabia Saudí”. Todos los libaneses fueron incluidos en el mismo saco que los enemigos de Arabia Saudí, a pesar de las hondas y seculares diferencias que les distancian de Hezbolá. El argumento es que el movimiento chií – respecto del que no diferencian entre formación política y brazo armado – participa en la coalición gubernamental que lidera Hariri, algo ineludible si se repasa la relación del partido liderado por su secretario general, Hassan Nasrallah, con anteriores gobiernos libaneses a partir de 2005, que o bien dominaba y desafiaba o bien derrocaba a voluntad. Hariri acusó por primera vez el pasado 4 de noviembre a Hezbolá de ser “un Estado dentro de un Estado”, algo que libaneses y extranjeros llevan años dándose cuenta.

¿Qué ha cambiado? La reciente escalada de tensiones llega en un momento en el que, tras el referéndum sobre la independencia del Kurdistán en Irak y los últimos coletazos de la batalla contra Daesh en el Levante, Irán y sus aliados están casi en posición de crear un puente terrestre entre Teherán y la costa mediterránea. Es la confirmación definitiva de la influencia de un creciente chií dominado por Irán, que gran parte del mundo árabe de mayoría suní, y muy particularmente Arabia Saudí, lleva años temiendo. Hezbolá ya no es un movimiento nacional sino una entidad transnacional, cuyas prolongaciones aún deben ser evaluadas.

Un libanés lee el periódico con la dimisión de Hariri. (Joseph Eid/AFP/Getty Images)

Ni la primera injerencia… ni seguramente tampoco la única

Aunque la influencia de Irán en Líbano a través de Hezbolá es innegable, Arabia Saudí ejerce más influjo en este país que en cualquier otro de la región aparte de Bahréin. El padre de Saad Hariri, Rafik, repartía su tiempo e inversiones entre ambos países. La relación entre la burguesía suní libanesa y las élites saudíes ha sido estrecha durante décadas, alimentando los intereses del Golfo en la República libanesa en ámbitos como el turismo, la construcción o las finanzas.

Líbano se perfila así para Riad como único escenario en el que existe hoy por hoy la posibilidad de contrarrestar la influencia chií, a lo que se añade la situación doméstica saudí, con un príncipe heredero que necesita consolidar su poder antes de acceder al trono tras varios fracasos en el ámbito de la política exterior, como la guerra en Yemen o el bloqueo del Cuarteto Árabe a Qatar. En vista de su relación de vecindad y de los precedentes históricos, Beirut se verá obligado a cooperar, en mayor o menor medida, con el régimen de Bashar al Assad. Podrá, además, y en este sentido, beneficiarse de la reconstrucción – tal y como Hariri ha repetido en numerosos foros – algo que vendría a certificar que Arabia Saudí ha perdido gran parte de su influencia en el país y, por tanto, en la región.

Líbano está acostumbrado a vacíos de poder derivados de tensiones externas, pero también es un ejemplo de cohabitación en virtud de su modelo consociacional de reparto de poder. Con la bendición tanto de Teherán como de Riad y gracias a todas las facciones por evitar el contagio de la guerra en el país vecino, Michel Aoun (aliado de Hezbolá) fue elegido presidente – a cambio de que Hariri volviera a ser primer ministro – tras casi dos años sin que el país tuviera un jefe de Estado en octubre de 2016.

Consecuencias internas

Arabia Saudí pretendía debilitar a Hezbolá e Irán negándoles un socio de gobierno suní. Sin embargo, este tipo de órdagos no suelen ser eficaces en el Líbano, y la renuncia de Hariri representó una humillación y una afrenta tanto para él como para todas las comunidades y confesiones del país, que trazaron paralelos entre la injerencia saudí y la injerencia siria en el pasado que encuentra su origen en la Gran Siria y su punto álgido: la ocupación a la que puso fin la Revolución del Cedro en 2005. Irónicamente, la situación actual ha unido a una población enfrentada durante años siguiendo líneas sectarias, frente a lo que empieza a perfilarse como un enemigo común -Arabia Saudí-, más preocupado por su estatus regional que por el interés general del país del cedro. En un discurso conmemorando el día de los mártires de Hezbolá el pasado fin de semana, Nasrallah afirmó que no culpaban a Hariri por su discurso, que tildó de “documento saudí”, e hizo un llamamiento a la calma dirigido a todos los libaneses y refugiados.

En los últimos años, Arabia Saudí tuvo otras oportunidades para poner a la población libanesa en contra de Hezbolá. No era este el momento idóneo, y los últimos acontecimientos únicamente benefician al movimiento chií y a Irán. El principal perjudicado es el propio Estado libanés, que tras años de asomarse al abismo del contagio de su vecino atravesaba un periodo esperanzador tras lo peor de la guerra en Siria, simbolizado por logros ahora en peligro como la aprobación de una Ley electoral, y la convocatoria de elecciones en mayo de 2018. El líder druso Walid Jumblatt reaccionó en Twitter: “Líbano es demasiado débil para soportar las consecuencias de la renuncia de Hariri, y no puede permitirse el lujo de ponerse de parte de Irán”.

La mayoría de libaneses se muestra hastiada de conflictos y ansía un retorno a las políticas en beneficio de todos. Cada día que Líbano protagonice titulares en los que se apunte a su estabilidad, no será Hezbolá sino Arabia Saudí quien se lleve gran parte de la culpa. Todas las facciones libanesas exigen al unísono el retorno de Hariri y el fin de la injerencia de los saudíes. El domingo 6 de noviembre, el partido del primer ministro (cuyo padre fue asesinado en 2005 en un atentado del que se culpa a miembros de Hezbolá) llegó a elogiar a Nasrallah, calificándolo de hombre responsable que colocó por encima de todo el interés nacional del país.

Es poco probable que la renuncia de Hariri produzca por sí sola un impacto considerable sobre la situación política del Líbano, ya que el Gobierno puede teóricamente mantenerse en pie hasta las elecciones de 2018. Corren hoy por hoy rumores de que Saad puede ser reemplazado por su hermano mayor Bahaa, conocido por sus posiciones más radicales. Un escenario alternativo a corto plazo es que Líbano se vea una vez más desprovisto de un gobierno funcional, una situación en la que Hezbolá no será por primera vez descrito como fuente del problema, sino como defensor de la “seguridad y estabilidad del Líbano”, tal y como Nasrallah señaló en un discurso televisado el día después del anuncio del primer ministro. Una situación que además en nada impide que Hezbolá siga desarrollando sus actividades regionales con normalidad. 

Consecuencias en la región

El presidente de Líbano, Hassan Nasrallah, se dirige en la televisión a Hariri tras su dimisión desde Riad. (Anwar Amro/AFP/Getty Images)

El ministro saudí de Asuntos del Golfo prometió avances “asombrosos” en los siguientes días, añadiendo que las represalias del Reino contra Hezbolá podrían tomar varias formas que “definitivamente afectarían al Líbano”. Es inevitable trazar paralelos entre esta escalada y la escalada que siguió al bloqueo de Qatar por parte del llamado Cuarteto Árabe, que también empezó por exigir el retorno de sus ciudadanos (medida que Riad ha adoptado en otras ocasiones). Arabia Saudí podría así emitir una lista de demandas y, a menos que estas se cumplan, congelar las relaciones con Beirut. Un escenario aterrador sería la congelación de relaciones comerciales, o la expulsión de algunos de los cientos de miles de libaneses que viven en el Golfo. Líbano recibe un promedio de 7.000 millones de dólares (cerca de 6.000 millones de euros) en remesas anuales, de los cuales el 60% provienen de países del Consejo de Cooperación del Golfo. Al contrario que Qatar, que pudo amortiguar las represalias gracias a sus reservas y recursos, el impacto en una economía ya frágil podría ser dramático.

Un enfrentamiento militar parece de momento descartable, algo que el propio Nasrallah ha subrayado en numerosas ocasiones. Uno de los elementos que seguramente envalentonaron a Riad y provocaron que adoptara sus últimas decisiones fue la narrativa agresiva de la Administración Trump vis à vis Irán y Hezbolá, movimiento este último sobre el que el Congreso estadounidense recientemente impuso sanciones. Sin embargo, tanto Estados Unidos como la Unión Europea y uno de los aliados regionales clave de Riad – Egipto – expresaron su temor frente a las consecuencias de tratar de aislar al Líbano.

Estos últimos meses, se han hecho cada vez más frecuentes en Israel los rumores sobre una guerra con Hezbolá, intensificados tras un entrenamiento a gran escala de tropas israelíes en el Norte del país el pasado mes de septiembre y movimientos de soldados de Hezbolá desde Siria. Israel lleva meses haciendo sonar las alarmas sobre lo que consideran un punto de inflexión en el plano regional: la creciente huella de Hezbolá e Irán en Siria, y más particularmente sobre la capacidad de los primeros de producir misiles guiados. Los israelíes siguen siendo la única fuerza que podría degradar seriamente la capacidad militar de Hezbolá, algo que tendría un efecto aún más devastador que la guerra de 2006 en el resto del país.

Sin embargo, la razón por la cual Israel estaría dispuesto a lanzar un ataque es la misma por la que sus servicios de inteligencia advierten contra tal acción, ya que se exponen a la posibilidad de que caigan un aluvión de misiles en sus centros urbanos. Israel posee mayor capacidad para infligir daños, pero Hezbolá posee mayor capacidad para absorberlo. El liderazgo del Ejército sabe que necesita restringir sus objetivos militares para reducir las probabilidades de una guerra total. Hezbolá, por su parte, necesita consolidar sus logros, aún no definitivos, tanto en Siria como en Irak. La única alternativa que le quedaría a Israel es dirigir una ofensiva que no pueda ser tildada de acto de guerra contra las fuerzas y los depósitos de Hezbolá en Siria, que en ese caso no podría ser tildada de acto de guerra.

El experto, Elie Fayad, escribía hace unos días en el diario libanés L’Orient le Jour una frase que quizás podría adivinarse profética para el resto de la región: "si Arabia Saudí se ha disparado en el pie, tal y como algunos creen, el Líbano tiene que cuidarse de no apuntar a su cerebro".