Cómo algunas decisiones históricas equivocadas por parte de Occidente y el giro catastrófico de determinados acontecimientos han desembocado en la Rusia de hoy.

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Bandera de la Unión Soviética en una superficie fragmentada. (Foto: Getty Images)

Collapse: The Fall Of The Soviet Union

Vladislav M. Zubok

Yale University Press, 2021

Cuando cayó la Unión Soviética, en 1991, Occidente consideró que aquel acontecimiento trascendental era un final feliz para la Guerra Fría, la victoria sobre el comunismo, el triunfo de los valores liberales y la perspectiva de paz y prosperidad eternas. Hubo enorme alivio por la desaparición del gigantesco rival geopolítico militarizado. “No hubo entre los líderes occidentales voluntad política ni imaginación para aprovechar la oportunidad histórica y sin precedentes de consolidar la democracia en Rusia. La opinión general era que el espacio postsoviético era demasiado grande e imprevisible para integrarlo en la órbita occidental. Era más realista y pragmático recoger los frutos de la victoria en la Guerra Fría, sobre todo en Europa del Este y el Báltico”. Este error de cálculo estratégico fundamental es el núcleo de un libro que descompone muchas ideas preconcebidas sobre cómo sucedió. La investigación de Vladislav Zubov supone también una crítica de la tímida y voluble política de de Mijaíl Gorbachov, que resultó contraproducente.

Las consecuencias del derrumbe fueron desastrosas para la economía. “Hubo que dividir y privatizar la economía común de la Unión Soviética, reconectar sus restos deshechos y andrajosos en función del beneficio y el mercado. Y no fue un proceso afortunado. Las viejas clases dirigentes soviéticas no estaban a la altura de la magna tarea. En general, se limitaron a imitar y simular los modelos económicos que llegaban de Occidente. Y redistribuyeron las propiedades del Estado”. La inmensa desindustrialización subsiguiente fue “en su mayor parte salvaje y sin sentido”. En lugar de crear una burguesía pujante, produjo un grupo de oligarcas no muy distintos de los compradores para la exportación en Latinoamérica, indiferentes ante la suerte de sus conciudadanos. De pronto, los nuevos ricos tenían acceso a los productos occidentales, mientras que el número de rusos que vivían en la pobreza pasó de alrededor del 30% en los ochenta al 70-80 % diez años después. La esperanza de vida de los hombres cayó de los 64 a 58 años. Al acabar el siglo, la gente se sentía doblemente engañada, por Gorbachov y por Boris Yeltsin, el presidente de la nueva Rusia que le sucedió.

El autor de este libro fascinante define a Gorbachov como un hombre que “aunaba el celo ideológico reformista con la timidez política, un mesianismo esquemático con el desapego en la práctica, una política exterior visionaria y asombrosa con la incapacidad de impulsar unas reformas internas cruciales. Estas características hicieron de él un personaje único en la historia soviética. Sin embargo, su aversión a la fuerza y la violencia era típica de su generación, compartida por muchos, incluso por los conservadores”. El autor insiste en que, todavía en 1990-1991, lo que quería la mayoría de los rusos era un líder fuerte, una economía mejor y la consolidación del país, no una democracia liberal, derechos civiles y autodeterminación nacional. Como Gorbachov no se lo había proporcionado, optaron por Yeltsin. La política de Gorbachov de promover “repúblicas más fuertes”, a pesar del terrible ejemplo de Yugoslavia, resultó fatal. El intento de fomentar un sistema de “democracia socialista” impulsó la emancipación y la liberalización, pero también abrió la puerta al populismo agresivo y los separatismos nacionales.

Mientras tanto, la economía cayó en una situación desastrosa. El libro ofrece numerosas anécdotas que demuestran que quienes trabajaron en las reformas eran “economistas y tecnócratas bienintencionados pero desafortunados”, lo que permitió que nuevos actores económicos, muchos de los cuales eran antiguos miembros del KGB, obtuvieran beneficios a base de canibalizar la economía existente y apropiarse de los impuestos y fondos estatales, en lugar de crear una nueva economía estable con activos nuevos. El desastre económico afectó especialmente a las relaciones entre Rusia y Ucrania, ya que esta era la región en la que se encontraban muchas industrias cruciales. También era un gran productor de trigo. Gorbachov actuaba con decisión en política exterior, en la cuestión alemana y en Oriente Medio, pero era incapaz de hacerlo en el ámbito interno. El gran admirador de Vladímir Lenin resultó ser “un aprendiz de brujo” que no sabía “cómo recuperar el control de las fuerzas que había desatado”.

El libro narra la historia del intento de golpe de Estado por parte de varios miembros destacados de la nomenklatura con el fin de derrocar a Gorbachov en agosto de 1991, después de haber tenido acceso a documentos que nunca se habían utilizado. Mientras se extendía el caos institucional, durante el primer semestre de ese año, el embajador británico, Roderick Braithwaite, escribió que el gobierno soviético se había “convertido en un sistema tribal o, en el mejor de los casos, medieval, en el que todos se disputan casi en igualdad de condiciones el favor del jefe”. Mientras tanto, el jefe no acababa de decidirse sobre las reformas económicas. El responsable de la policía, Boris Pugo, era consciente de que el país estaba en manos del crimen organizado y desgarrado por los conflictos étnicos. Las fuerzas armadas tenían cada vez menos poder.

En el periodo 1989-1991, Gorbachov y sus asesores deberían haber comprendido claramente que Estados Unidos había rechazado un “Plan

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Vista del puente Bolshoi Kamenny hasta el Kremlin y el río Moscú. (Foto: Getty Images)

Marshall” para la Unión Soviética. Pero Gorbachov continuó fingiendo que esa ayuda a gran escala era verdaderamente posible, lo que hizo que el embajador estadounidense, Jack Matlock, reflexionara sobre aquella serie de tanteos políticos que equiparó a un juego de la gallina ciega. El secretario del Tesoro estadounidense, David C. Mulford, explicó cuál era la prioridad estratégica de EE UU con una franqueza poco habitual: “Se trata de transformar la sociedad soviética para que no pueda permitirse contar con un aparato de defensa. Si los soviéticos pasan a vivir en un sistema de mercado, no podrán permitírselo. Un verdadero programa de reformas los convertiría en una potencia de tercera categoría, que es lo que queremos”.

La historia del siglo XXI se estaba escribiendo en esos años. La estrategia que implantó el gobierno de Yeltsin y Yegor Gaidar el 2 de enero de 1992 para la transición económica postsoviética, consistente en borrón y cuenta nueva, fue probablemente la mayor reforma económica jamás emprendida. Como señala Zubok, “los reformistas siguieron esperando en vano ese enorme paquete de ayuda económica y financiera de Occidente. En lugar de ello, el dinero occidental fue a parar a Europa del Este; y muy pronto empezaron a llegar también enormes cantidades de dinero a China, que Deng Xiaoping reabrió a la actividad económica en 1992. El Consenso de Washington y los mercados mundiales de dinero dejaron en la estacada no solo a Rusia, sino también a Ucrania y otras antiguas repúblicas soviéticas, a excepción de los tres Estados bálticos. Rusia y Ucrania no paraban de hablar de la generosidad, el apoyo a la democracia y la clarividencia geopolítica de Occidente, pero acabaron teniendo que disputarse a un montón de codiciosos inversores, en un juego de suma cero que ambos países perdieron”. No es extraño que las estructuras financieras globales pusieran en ridículo la soberanía y el orgullo nacionales; en cambio, sí lo es que los dirigentes europeos se olvidaran de la historia de Alemania en los años 20 y primeros 30 del siglo pasado. Las élites y la población de la antigua superpotencia se encontraron de repente casi abajo del todo de la jerarquía mundial; y este catastrófico giro de los acontecimientos desembocó en el ascenso de Vladímir Putin.

Diez años más tarde, Occidente agravó los errores cometidos en los años 90 al despreciar a Rusia por considerarla una potencia en declive; lo era, pero además era revisionista y peligrosa. Los comentaristas occidentales utilizaron el fácil recurso de hablar de la “Rusia eterna” como un país que nunca había sido europeo ni había experimentado la “verdadera democracia”, condenado a ser despótico y siempre hostil a sus vecinos. Es fascinante que, tras el 11-S, Estados Unidos y muchos europeos desarrollaran la misma visión esencialista de los árabes y del islam, por naturaleza violentos e incapaces de entender la modernidad. Zukov concluye que “no es culpa de muchos rusos que la transición del comunismo al capitalismo les haya hecho anhelar un Estado fuerte y estable y ser bastante escépticos respecto a los eslóganes de libertad y democracia”. Después de Rusia, Occidente sigue sin aprender la lección: sermonea a Túnez sobre la democracia sin tener en cuenta que no le ofreció ninguna ayuda económica seria tras la revolución de 2011.

La conclusión del autor es que la mente humana no puede prever soluciones a largo plazo. ¿Quién iba a imaginar que se harían inversiones de miles de millones de dólares en China y que muchos estadounidenses y europeos perderían sus puestos de trabajo? Si los principales asesores del presidente George Bush no hubieran bloqueado su propuesta de aprobar un gran paquete de ayuda a Rusia, habría habido más puestos de trabajo para los estadounidenses y Rusia podría haberse estabilizado. Un cuarto de siglo después de publicar The Grand Bargain, sobre el plan para rescatar a Gorbachov, el politólogo Graham Allison empezó a escribir sobre el traspaso del poder mundial hacia China y la “inevitable” rivalidad entre China y EE UU. Zukov dice que “casi todo el mundo rechazaría con indignación cualquier paralelismo entre la caída de la Unión Soviética y los acontecimientos recientes en Occidente. Sin embargo, algunos exsoviéticos han sentido escalofríos al reconocer ciertas cosas. En 2008, los gobiernos occidentales tuvieron que rescatar a las empresas utilizando los impuestos e incluso los ahorros de la gente, algo similar a las políticas destructivas de 1988-1991. El resultado del referéndum del Brexit en 2016 recordó a algunos observadores el referéndum de Gorbachov en marzo de 1991, una supuesta solución que se convirtió en un enorme problema”. Y concluye en tono serio que “la historia nunca ha sido un relato aleccionador sobre la victoria inevitable de la libertad y la democracia. Por el contrario, el mundo sigue siendo lo que siempre ha sido: un campo de batalla entre el idealismo y el poder, el buen gobierno y la corrupción, el auge de la libertad y la necesidad de frenarla en tiempos de crisis y emergencia”.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.