Los retos actuales precisan de la incorporación de diplomáticas y de la adopción de una perspectiva de género en la política exterior.
Estamos en 1995. En la Casa Blanca vive el demócrata Bill Clinton. Su esposa, la abogada Hillary Clinton, sube a la tribuna de oradores de la Conferencia de Pekín y no solo amonesta al país anfitrión, China, por su política de hijo único sino que inventa un nuevo marco para abordar la desigualdad: “No es aceptable por más tiempo discutir de forma separada los derechos de las mujeres y los derechos humanos”. Sus palabras dejan desnuda a la política exterior. Aún hoy siguen sin respuesta estas preguntas: ¿Qué relación hay que tener con los países que pisotean los derechos de las mujeres? Seamos optimistas, hay recorrido cuando la diplomacia se despliega de forma horizontal.
La diplomacia no debe ser un símbolo del estatus o de las opiniones de los varones como ha sido, sino el reflejo de la pluralidad de la sociedad. En diciembre de 1979, la Asamblea General de la ONU aprueba la CEDAW, la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer. En su preámbulo subraya que “la discriminación viola los principios de igualdad de derechos y del respeto de la dignidad humana”. Pero a veces es más difícil cambiar los comportamientos que las leyes.
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