Cómo los grupos armados gestionan territorios y economías informales en el siglo XXI.

 

“La existencia de milicias no es nada nuevo”

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Un joven miliciano con balas en la mano. STUART PRICE/AFP/Getty Images

Cierto, pero su patrón está cambiando. Desde las Alsa Masa, las fuerzas anticomunistas creadas en Filipinas en 1984 durante la presidencia del controvertido Ferdinand Marcos, a los grupos armados “el despertar”, impulsados por Estados Unidos en 2006 para luchar contra la insurgencia en la regiones suníes de Irak, pasando por las tribus Janjaweed en la región sudanesa de Darfur, los Guardias Comunitarios en México e incluso los GAL en España, las milicias y organizaciones paramilitares asociadas a gobiernos han sido una constante planetaria desde, al menos, el final de Segunda Mundial. Definidas como “grupos que se identifican como progubernamentales, a los que patrocina un Ejecutivo (nacional o subnacional), que no forman parte de las fuerzas regulares de seguridad, están armados y tienen una estructura organizativa jerárquica”, según la descripción clásica de Sabine C. Carey, profesora de la Universidad de Mannheim (Alemania), estas controvertidas organizaciones actúan en los límites de la legalidad, normalmente en países en conflicto o en transición, y tienen lazos más o menos estrechos, más o menos visibles con la autoridad bajo cuyos intereses prosperan.

De acuerdo con un estudio realizado por la propia Carey junto a los profesores Neil J. Mitchell, investigador del Collage London, y Christopher K. Butler, de la Universidad de Nuevo México, “entre 1982 y 2007 los gobiernos de cerca de sesenta países estuvieron ligados y cooperaron con grupos armados informales dentro de sus fronteras”. Una cifra y un panorama que se mantienen estables, grosso modo, una década después, pero que ahora incluyen una serie de particularidades que transforman estas entidades militarizadas en una amenaza distinta, más perturbadora y alarmante si cabe: avanzado 2019, la mayor parte de ellas —especialmente en Oriente Medio y el norte de África—, tienden a ajustarse al patrón que marcan las nuevas compañías militares privadas de seguridad (PMSC, en sus siglas en inglés) al estilo de la multinacional Blackwater, cuyo uso popularizó Estados Unidos tras la invasión ilegal de Irak en 2003. Privatizado el rentable negocio de la guerra, en algunas regiones, especialmente las áreas rurales del norte del Sahel, nueva frontera meridional de Europa, o en países en conflicto crónico como Libia, trampolín de la migración irregular en el Mediterráneo, han comenzado a devenir en sólidas hetarquías, un novedoso concepto que alude a territorios gestionados por grupos armados y sostenidos en la economía informal donde la autoridad del Estado prácticamente se ha volatizado.

 

“Son una amenaza para la buena gobernanza”

Sí, sobre todo para la defensa y el respeto de los derechos humanos. Como destaca Janice E. Thomson en su obra Mercenaries, Pirates and Sovereigns: State-building and extraterritorial violence in early Modern Europe, “pocos gobiernos se resisten a la tentación de consentir e incluso autorizar la violencia no estatal al tiempo que niegan su responsabilidad en la misma o en la rendición de cuentas”. Existen a lo largo de las últimas décadas multitud de ejemplos significativos. Sirva el de las milicias Jajaweed, brazo ejecutor del Gobierno sudanés en la región de Darfur. Reclutada y espoleada con pretextos étnicos, esta tribu árabe tradicionalmente ligada al pastoreo y al comercio de camellos lleva sembrado el terror en el noroeste de Sudán y el este de Chad desde que en 2003 estallara una guerra con apariencia política, y rasgos evidentes de limpieza étnica. Los Janjaweed son parte del sanguinario expediente delictivo que se le imputa al expresidente de Sudán, general Omar Hasan al Bachir, acusado de genocidio, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. Crueldades similares a las que se le atribuyeron en la extinta Yugoslavia a grupos como los Red Barets o los Tigres de Arkan, estos últimos salidos de una de las canteras más prolijas del milicianismo, las gradas de los estadios de fútbol. Como señala Xan Rice en su artículo Terror link of Village spared by Janjaweed, las milicias y los grupos paramilitares suelen estar integradas por antiguos rebeldes, extremistas religiosos, radicales violentos del fútbol, bandidos, “caso de los Janjaweed”, o bandas formadas en las calles, como los Chimeras, usados en Haití durante el régimen de Jean Bertrand Aristide (el dictador caribeño contaba, además, con una guardia pretoriana de mercenarios entrenada por la Steele Foundation, una de las primeras compañías estadounidenses de un sector ya entonces en expansión).

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Una mujer sudanesa, cuyo marido fue torturado y asesinado por la milicia Janjaweed, sentada con su hija en un campo de refugiados en Chad. Uriel Sinai/Getty Images

El principal beneficio para los gobiernos reside en que les facilita eludir la obligación de “rendir cuentas”, uno de los principios esenciales del Derecho internacional y la herramienta que impide, en los procesos de transición, que los crímenes puedan repetirse, como recuerda el periodista irlandés Pady Woodworth, autor de Dirty war, clean hands: ETA, the GAL and the Spanish Democracy. “Los grupos informales permiten a los gobiernos trasladar la responsabilidad y usar la represión para un dividendo estratégico al tiempo que eluden cualquier responsabilidad”, insisten igualmente Mitchell, Butler y Carey en su estudio The impact of pro-goverment Militias on Human Rights Violations. Esta distancia tiene como principal consecuencia un aumento significativo de los abusos y una dificultad mayor a la hora de vigilar y refrenar a las milicias, las primeras interesadas en que persista una violencia de la que se lucran. En este contexto, el descontrol es, además, mucho más acusado y peligroso cuanto más frágil es la autoridad estatal con la que se asocian. En una entrevista publicada en abril de 1987 por el diario The New York Times, uno de los líderes de Alsa Masa aseguraba que esta organización paramilitar filipina “fue útil para los militares ya que evitaba la investigación sobre los abusos de los derechos humanos” perpetrados en la ciudad de Davao.

En la actualidad, el ejemplo más notable se halla en Libia, un Estado fallido, víctima del caos y la guerra civil, en el que las milicias condicionan la agenda política e imperan sobre su economía. Especialmente en la capital, sede de un gobierno fantasma impuesto por la ONU tras el fracaso del plan de reconciliación impulsado en 2015 por el entonces enviado especial Bernardino León, que contribuyó a fortalecer el influjo de los grupos armados. Aunque sobre el papel la autoridad corresponde a la entidad liderada por Fayez al Serraj, la realidad sobre el terreno demuestra que son las múltiples katibas las que imponen la ley en los barrios que ocupan. Y las que manejan los resortes económicos: el acceso al empleo, la vivienda e incluso a los servicios bancarios depende del grado de implicación con el grupo, que actúa como una familia de la mafia, pero más y mejor armada. Milicias como las Brigadas Revolucionarias de Trípoli (TRB), dirigida por el señor de la guerra Haithan Tajouri, o las Fuerzas especiales de Disuasión (RADA), liderada por Abdel Rauf Kara, no solo se reparten y compiten con otras más pequeñas en el negocio de la seguridad y el contrabando tanto de armas como de personas o combustible, si no que inciden en la política a través de los ministerios de Defensa e Interior, en los que se han infiltrado. Un negocio en el que también participan PMSC extranjeras procedentes principalmente de los Balcanes, Estados Unidos, el Reino Unido, Francia, Catar, Italia y Turquía, que mueve miles de millones de euros al año y que ha multiplicado las violaciones de derechos humanos sin que salpique al Gobierno, carente además de resortes para controlarlo.

Son estas milicias, sólidamente asentadas en su territorio y con lazos vagos con la autoridad central, las que reciben y administran los fondos de ayuda procedentes de la cooperación exterior. Significativo es el caso de la Guardia Costera, financiada, dotada y entrenada por Italia y la Unión Europea: sus cuadros son antiguos contrabandistas reconvertidos en policías que en muchas ocasiones no han cortado sus lazos con las mafias. Otro ejemplo es el centro de detención de migrantes de Tajoura, bombardeado a principios de julio: su gestión estaba en manos de la milicia local, una de las más poderosas entre las que actúan bajo el paraguas del gobierno sostenido por la ONU y la UE. Semanas antes, la organización humanitaria Médicos Sin Fronteras había denunciado las violaciones sistemáticas de los derechos de los migrantes que allí se cometían. “El uso de estos grupos, a menudo mal entrenados, y pobremente vigilados, suele abrir más oportunidades a la violencia y contribuye a que haya más violaciones de los derechos humanos”, argumentan Carey, Butler y Mitchell.

 

“Es posible controlar su crecimiento”

Sí, aunque se necesita voluntad y exige un cambio sustancial en la estrategia geopolítica global que no parece viable en el contexto actual. Como subrayan los tres autores antes citados, evitar la rendición de cuentas no es el único objetivo de los gobiernos al ceder parte de sus responsabilidades en materia de seguridad, aunque sí uno de los más determinantes. En el caso de Estados y gobiernos más frágiles “la milicia se proyecta, además, como una alternativa más barata e incluso más confiable que las fuerzas regulares, (en ocasiones) más proclives al golpismo”, resaltan. A estas razones se agregan factores externos —la injerencia de terceros países, casos de Siria e Irak— y transfronterizos, como en el Sahel, donde algunas fronteras, como la del sur de Libia, han desaparecido por la guerra y ha dejado en poder de las propias milicias un dilatado e incontrolable territorio. Aun así, en los últimos años se han probado diferentes modelos, la mayor parte de ellos fracasados.

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Milicianos libios leales al Gobierno en Tripoli. MAHMUD TURKIA/AFP/Getty Images

El más extendido responde a la idea tradicional “desmovilización, desarme y reintegración” (DDR). Concebida para Estados recién salidos de una situación de conflicto armado o de una dictadura, con un gobierno de transición consensuado, demanda un alto grado de estabilidad política y se sustenta en el desarrollo económico, la independencia de los legisladores y un compromiso férreo con una Justicia Transicional que eluda leyes de amnistía ad hoc y exija una impecable rendición de cuentas. Son escasos los ejemplos en que ha funcionado plenamente. En Túnez, por ejemplo, se han hecho importantes progresos políticos y sociales desde la llamada “revolución del Jazmín”, que en 2011 acabó con la brutal dictadura de Zinedin el Abedin Ben Alí.  El compromiso de los heterogéneos grupos políticos —incluidos los islamistas conservadores de Ennahda— y el espacio cedido a la sociedad civil lograron en 2014 desactivar la creciente influencia adquirida por milicias y grupos paramilitares de tendencia radical wahabí-takfiri —autores de varios crímenes de odio— y mantener enfilada la vía de la democratización. Sin embargo, la ausencia de reformas  económicas —Túnez adolece de los mismos problemas que desencadenaron las protestas: corrupción sistémica, paro estructural e injusticia social— y los bandazos en la aplicación estricta de la justicia transicional siembran dudas sobre su futuro. Los obstáculos a la redención de cuentas, la polémica ley de perdón que facilita el regreso y la reintegración de los benalistas y demás nostálgicos del antiguo régimen y la nueva ley electoral que favorece a las familias de la aristocracia tradicional y la oligarquía tunecina han abierto viejas cicatrices por las que supura una soflama del rencor que apela al combate.

El segundo modelo apuesta por atraer a las milicias e integrarlas después plenamente en los servicios de seguridad del Estado. Una estrategia que puso en práctica el Ejército de EE UU en Irak en 2007 con reducido éxito y que en 2015 todavía lucía como la tesis principal en el manual de contrainsurgencia de los marines estadounidenses. Es lo que se conoce como seguridad híbrida. “Si las milicias están fuera del control del gobierno de la nación anfitriona, habitualmente suponen un obstáculo en la lucha contra la insurgencia. Esas milicias pueden devenir en entes más fuertes que el gobierno de la nación anfitriona, particularmente a nivel local. Incluso pueden inflamar la insurgencia y desatar una espiral de violencia que desencadene una guerra civil”, explicaba el manual. “Sin embargo, también pueden desempeñar un papel constructivo y ofrecer seguridad a escala local. Aunque esto puede socavar (el poder) del gobierno anfitrión, puede igualmente contribuir a construir una legitimidad a nivel local”, argumentaba. Siguiendo esta lógica, las fuerzas de ocupación estadounidenses entrenaron y financiaron grupos armados suníes conocidos como “las milicias del despertar” para combatir a la resistencia en las regiones del noroeste del país, corazón de la comunidad suní. Entre 2007 y 2009 las milicias, diseñadas bajo un patrón religioso y comunitario,  fueron una herramienta efectiva en la lucha contra organizaciones yihadistas como la red Al Qaeda o la primera versión del autoproclamado Estado Islámico. Pero una vez concluida su misión y disipado el apoyo de EE UU, su integración en las fuerzas nacionales iraquíes —dominadas por la comunidad chií—, fue un grueso desastre. Marginados por razones de identidad religiosa, muchos de aquellos milicianos volvieron a los lugares en los que habían combatido y se sumaron a las huestes radicales que ya recomponía Abu Baqr al Baghdadi.

Similares inconvenientes han sufrido otras experiencias de seguridad híbrida que se han ensayado en el mundo árabe, como en Yemen con el Comité de la Provincia de Abyan, o la apuesta por la corriente Madkhali en Libia. Organización fundada por un clérigo radical saudí, el madkhalismo penetró en tiempos de la dictadura de Al Gadafi y se ha consolidado como una de las comunidades religiosas más influyentes del país tras el alzamiento de 2011. Enrolada por el gobierno sostenido por la ONU en Tripoli en 2016 para combatir al Estado Islámico en Sirte, y por el Ejecutivo rival que tutela en el Tobrouk (este) el controvertido mariscal Jalifa Hafter para luchar contra el yihadismo en Derna y Bengazi, ha penetrado en las administraciones y fuerzas de ambos gobiernos, moralizando la sociedad y ampliando la brecha tribal. “Que esta sea una (solución) sostenible y estable a largo plazo es debatible”, explica el investigador y militar en la reserva estadounidense Frederic Wehry. “En contextos tan sectarios y tan fragmentados como Siria e Irak, los grupos armados se cohesionarán en torno a afinidades comunitarias específicas, lo que verdaderamente impulsará relaciones positivas entre las fuerzas de seguridad y los ciudadanos, pero tendrá efectos adversos en las políticas de inclusión nacional”, subraya. Además, “la influencia sobre las milicias locales y los paramilitares de patrones extranjeros que compiten entre ellos induce a una mayor fragmentación y sectarismo, minando su capacidad para ser potenciales proveedores positivos de seguridad”, como ocurrió en Colombia en la lucha contra el narco, escribía en un artículo publicado por el centro de análisis Carnegie Endowment for International Peace.

 

“Supondrán un peligro mayor en el futuro”

Decididamente sí. Y en particular para Europa, que en los próximos años se enfrentará a un problema de seguridad ciclópeo en el Sahel, su temible e inquietante frontera sur. Inspirados en el ejemplo de cuerpos como la Danish Home Guard, engendrada en el seno del movimiento de resistencia a la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, algunos expertos han sugerido optar por transformar las milicias y grupos paramilitares en unidades de seguridad y combate que no respondan a la autoridad de los gobiernos, sino a la voluntad y a la legitimidad del pueblo representado en el Parlamento. Un experimento que resultó exitoso tanto en EE UU, tras el conflicto fratricida, como en el Reino Unido, superada la paranoia nazi, pero que se ha revelado dañina en Estados con estructuras de poder e instituciones precarias. La propuesta presentada por la ONU en 2012 tendente a crear un “Ejército Territorial Libio” no solo supuso un naufragio más, sino que ahondó la entonces incipiente confrontación tribal y contribuyó a acentuar la barbulla que hoy define el país. Empoderadas y fuertemente armadas, sin una jerarquía definida, estas supuestas “áreas de seguridad plural” se transformaron con celeridad en un conjunto de pequeñas hetarquías autónomas donde la presencia del Estado resultaba marginal y su autoridad se evaporaba. Sobre todo en las áreas más alejadas de la capital y en las regiones limítrofes. Y es que mientras las puertas en Europa refuerzan su blindaje, las fronteras líquidas diseñadas por el colonialismo en Oriente Medio y África se esfuman por efecto de la guerra, la ambición capitalista, la injerencia exterior, el contrabando, la migración, el crecimiento demográfico, la pobreza y la crisis climática, factores todos ellos que facilitan el afianzamiento de estos nuevos entes. La primera en comenzar a desdibujarse fue la línea que separa Irak de Siria víctima de un pulso étnico, político, económico y religioso con aroma a Guerra Fría entre las cuatro potencias regionales y sus respectivos socios internacionales: Turquía, Israel, Arabia Saudí e Irán, con Catar como magnate inversionista. La segunda se difumina en la amplia franja de arena y dunas que separa el verdor agreste del Atlas de la sabana africana.

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Milicianos del grupo Movimiento por la Salvación de Azawad que patrulla la frontera entre Níger y Malí contra yihadistas. SOULEYMANE AG ANARA/AFP/Getty Images

Basta observar el mapa para intuir la vasta superficie de la dispar hetarquía que comienza a trazarse en el Sahel. En la mayor parte de las zonas rurales del norte de Burkina Faso, Malí, Níger y Chad la presencia del gobierno y del Ejército nacional no es ya ni siquiera simbólica. Una prolongada extensión de arena clave en las tradicionales rutas comerciales transaharianas ahora dominada por milicias armadas de todo jaez: principalmente, grupos radicales takfiries de inspiración wahabí-saudí vinculados al yihadismo global. Pero también bandas y tribus dedicadas al matute con todo tipo de productos: armas y combustible, sobre todo, pero también drogas, alimentos y personas, en un hipermercado del contrabando que se extiende miles de kilómetros y reemplaza a unos sistemas económicos estatales inexistentes. La gasolina subvencionada que se refina en el norte de Libia se vende de estraperlo en Túnez, Argelia, Níger, Malí, incluso Mauritania y Senegal. Mientras que el combustible que consumen los ciudadanos libios cinco veces más caro se produce en Argelia o la misma Nigeria.

Similares circuitos recorren las armas y los migrantes, convertidos en un trágico y millonario negocio más. Sin planes de desarrollo realistas —la ayuda en origen que proponen como alternativa los políticos europeos colisiona con la ausencia de contrapartes fiables en países donde la fragilidad del Estado la compensan y la aprovechan las milicias—, con unas predicciones demográficas que apuntan a que la población saheliana se duplicará y alcanzará los 600 millones de habitantes en 2040 —cerca del 50% de ellos menores de 30 años— y una aguda crisis climática que en dos décadas convertirá la región en la más seca del planeta, la hetarquía que se consolida en la nueva frontera sur de Europa se perfila como una bomba de relojería. Hasta la fecha la UE, liderada en esta zona por Francia, ha apostado por una política de seguridad y militarización sostenida en el despliegue limitado de tropas y en la captación de posibles socios entre las milicias, que ya se ha demostrado fracasada y arriesgada en otras ocasiones. Y por la conversión de los Estados del norte de África en gendarmes bien remunerados para que ejerzan de parapeto y frenen una migración irregular que en estas circunstancias no dejará de multiplicarse en los próximos años. Un flujo que no están capacitados para absorber y que transformará el núcleo de sus frágiles sociedades, con el consiguiente riesgo de balcanización e inestabilidad no solo de estos países, sino también de toda la cuenca del Mediterráneo.