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Bajo el lema "libertad, paz y justicia" un grupo de personas se manifiesta contra el presidente Al Bashir en Omdurman, Sudán. AFP/Getty Images)

Por primera vez, el presidente de Sudán está contra las cuerdas, ante un escenario tan frágil se abren muchas incógnitas sobre el futuro del país.

Hay poco espacio para la duda y, por primera vez, esta crisis está poniendo contra las cuerdas al hasta ahora inexpugnable Al Bashir. No obstante, es difícil vaticinar cómo maniobrará el longevo presidente y, mucho más preocupante, qué precio tendrá que pagar la población antes de conseguir su renuncia.

Todo empezó por el precio del pan, y puede acabar con el derrocamiento pacífico de uno de los regímenes más represivos y despóticos del continente africano. Desde el pasado diciembre, Sudán está inmerso en una impresionante revuelta social que, bajo la proclama “libertad, paz y justicia”, procura poner punto y final a casi 30 años de gobierno de Al Bashir. Como reacción y muestra de su total pragmatismo personal, el presidente acusa a los medios de comunicación de magnificar las manifestaciones, que persigue con una desmedida represión policial y trata de evitar su repercusión en las zonas del país donde el conflicto armado sigue muy presente; al tiempo que busca alianzas en el exterior que apuntalen el declive de su implacable dictadura. Ahora, en una huida hacia delante –de consecuencias tan impredecibles como preocupantes– ha declarado un estricto estado de emergencia que, una vez más, ha militarizado todo el país. Todo ello con la intención de aferrarse al poder, asentado sobre un nepotismo insolente y una corrupción generalizada entre las élites políticas, pero, sobre todo,  para esquivar las órdenes de arresto internacional dictadas contra él en 2009 y 2010 por la Corte Penal Internacional de la Haya, bajo la acusación de crímenes de guerra, lesa humanidad y genocidio contra la población negra de Darfur desde 2003.

El 19 de diciembre, la ciudad septentrional de Atbara –un importante nudo ferroviario, y también centro de incesantes protestas contra el poder de Jartum– se convirtió en el epicentro del movimiento popular que, dos meses después, se extiende por todo el territorio sudanés. El detonante fue la decisión gubernamental de triplicar el precio del pan que –curiosamente, y quizás como presagio del futuro– también fue la razón primigenia de las protestas que causaron la deposición del presidente sudanés Nimeiry en 1985. En el marco de un severo programa de austeridad –aconsejado por el Fondo Monetario Internacional–, Al Bashir recortó los subsidios sociales e incrementó los precios de los alimentos básicos, los medicamentos y la gasolina. Unas medidas cuyo objetivo era aplacar una galopante inflación –según cifras oficiales, ya alcanza el 70% – y, a más largo plazo, superar la ingente crisis económica que azota al país desde 2011. Por entonces, tras la secesión de Sudán del Sur, Sudán perdió tres cuartas partes de su producción petrolera y, con ello, su principal fuente de ingresos. Sin embargo, lejos de afrontar una reforma estructural de la economía nacional, Al Bashir prefirió demandar ayuda económica a sus aliados –principalmente los países del Golfo: Qatar y Arabia Saudí–, además de mantener los gastos en seguridad –el 88% del presupuesto en 2014– y en las prebendas y corruptelas de la élite política, todo con el propósito de sostener su opresivo régimen.

En apenas unos días, la revolución se propagó desde la periferia hasta la capital Jartum. Allí, la Asociación de Profesionales Sudaneses –un sindicato paraguas que, desde agosto de 2018, engloba a médicos, profesores, abogados y periodistas, entre otros trabajadores– se puso al frente de las revueltas, cuya consigna infranqueable es el rechazo de la violencia en la consecución de su objetivo: “El régimen debe caer –señalaba Mohamed Youssef, portavoz de la Asociación, el pasado 13 de febrero–, porque ya no hay posibilidad de entablar ningún diálogo con que este Gobierno”. En el ámbito político, Sadiq al Mahdi –líder del partido opositor Al Ummah y primer ministro entre 1986 y 1989, cuando fue derrocado por el golpe de Estado de Al Bashir– ha asumido el liderazgo de la indignación popular tras su regreso del exilio el mismo día que estalló la revuelta del pan: “Ahora tenemos una oportunidad histórica para ampliar el modelo de la primavera árabe –subrayaba este islamista moderado, seguidor de las doctrinas de los Hermanos Musulmanes de Egipto– (…) y el cambio se puede producir por la fragilidad del Gobierno actual”.

Desde entonces, otros muchos políticos se han hecho eco del descontento popular hacia el Gobierno. Así, el pasado 3 de enero, veintidós partidos de la oposición –encabezados por Al Ummah– firmaron en Jartum la Declaración por la Libertad y el Cambio, por la que exigen la renuncia incondicional del presidente y su gabinete. Además, reclaman la formación de un gobierno de transición nacional que tome las riendas del país durante los próximos cuatro años. Entre sus prioridades: detener el colapso económico, pacificar las zonas en conflicto y preparar –para concluir este periodo provisional– unas elecciones democráticas y representativas en todo Sudán. Y como muestra de la dimensión que está adquiriendo esta afrenta social contra Al Bashir, también algunos próceres del omnipotente Partido del Congreso Nacional, que controla los poderes judicial, ejecutivo y legislativo, e importantes líderes islamistas están abandonando un régimen que ya navega a la deriva, y aconsejan al presidente que permita la instauración de una democracia efectiva e integradora en todo el país.

 

Reacción desmedida y disensión internacional

Al igual que en tiempos pretéritos, Al Bashir plantó cara a las protestas con el fuerte aparato de inteligencia y seguridad que le ha permitido perpetuarse en el poder por décadas. Así, en 2013, los sudaneses se movilizaron contra la subida del combustible y la brutal respuesta policial acabó con la vida de casi doscientos manifestantes. Pero aquel dramático recuerdo no ha impedido que la población vuelva a tomar las calles, aun cuando la violencia estatal (siempre orquestada por el temido Servicio Nacional de Inteligencia y Seguridad) ha sido la única contestación a sus demandas pacíficas inspiradas, ahora con más fuerza, en las mal llamadas Primaveras Árabes que comenzaron en Túnez hace ya más de ocho años. “Es absolutamente inaceptable –enfatiza Cyril Sartor, del Consejo de Seguridad de Estados Unidos– que las fuerzas de seguridad empleen una violencia excesiva, la detención sin cargos, la brutalidad y la tortura…y sobra decir que no hay razón para que alguien sea asesinado”. Por el momento, el Gobierno ha confirmado 30 víctimas mortales en las protestas, aunque grupos de derechos humanos elevan la cifra a más de 50; y más de 1.000 personas han sido arrestadas –entre ellas, 79 periodistas, según Reporteros sin fronteras–. Ante las denuncias dentro y fuera de las fronteras sudanesas, el Gobierno de Jartum decidió liberar a todos los detenidos (excepto a los líderes opositores), aunque pocos creen  que esta política de gestos pondrá fin al acoso de la prensa –enemigo acérrimo del régimen de Al Bashir–, ni tampoco al atropello policial.

Una represión que ha sido especialmente cruel con las mujeres sudanesas, en un país regido por la ley islámica (sharia) donde sus derechos más básicos son sistemáticamente vapuleados. Lejos de amedrentarse, miles de mujeres están liderando la revuelta y han llevado sus denuncias a asuntos que van más allá del declive económico. Con enorme valentía, se han convertido en un poderoso banderín de enganche para una población asfixiada por el hambre, la frustración y el autoritarismo estatal. Según la ley de orden público vigente en Sudán –a la que ahora Al Bashir echa la culpa del malestar social y promete derogar–, las mujeres acusadas de “indecencia o comportamiento inmoral” pueden ir a la cárcel, ser multadas o recibir castigos físicos: tan solo en 2016, según asociaciones de mujeres sudanesas, más de 15.000 fueron sentenciadas a flagelación. “Una vez que derroquemos el régimen –señala la activista Tahani–, cambiaremos estas viejas leyes por otras que respeten nuestra dignidad y la diversidad del pueblo sudanés”.

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Militares sudaneses buscan minas en la ciudad yemení de Hodeida. (SALEH AL-OBEIDI/AFP/Getty

En el ámbito internacional, Al Bashir responsabiliza de todos sus males –especialmente de la bancarrota nacional– a EE UU, a pesar de que este levantó su embargo comercial en 2017. Pero el fanatismo presidencial ante la desobediencia ciudadana puede acarrear una reacción contraria muy dañina para todo el país, ya que –según fuentes oficiales estadounidenses– la salida de Sudán de la lista de patrocinadores estatales del terrorismo “está amenazado por esta crisis” . También la Unión Europea, junto a Noruega y Canadá, ha denunciado la violencia oficial –como señala una resolución del Parlamento Europeo– para “dispersar a los manifestantes desarmados, golpearlos con porras y disparar municiones, balas de goma y lanzar gases lacrimógenos” en un país donde su presidente “es el único jefe de Estado con dos órdenes de arresto emitidas por la Corte Penal Internacional”.

En el lado opuesto, los países con intereses propios –y, en ocasiones, no confesados– en el país sudanés: Qatar, respaldo económico de Al Bashir, que apuesta por la “unidad y estabilidad” del país para, entre otros motivos, mantener la construcción de un puerto conjunto en Suakín (mar Rojo); Arabia Saudí, que recibe tropas de Sudán para su guerra en Yemen; Egipto, que no quiere obstáculos en su control del río Nilo; China, que quiere mantener su gran alianza comercial en el sector petrolero y, por último, Turquía y Rusia, que también aspiran a tener bases propias en la costa sudanesa. Ante este panorama, y por la evidente disensión entre países con derecho de veto en el Consejo de Seguridad, será muy complicado que Naciones Unidas pueda presionar a Al Bashir para que oiga la voz de su pueblo y frene una previsible escalada de la tensión.

 

Repercusión en las zonas en conflicto

Sin duda, otra gran preocupación para Al Bashir es que la revuelta popular llegue a Darfur, Kordofán del Sur y Nilo Azul, donde el enfrentamiento sigue abierto y la violencia –aunque de menor intensidad que en tiempos precedentes– es todavía muy significativa. Allí, la situación podría hacerse insostenible y se vería obligado a desviar refuerzos policiales y militares, tan necesarios ahora en el resto del país, para sofocar un recrudecimiento de la rebelión armada. Mientras que en Jartum los manifestantes llaman a la población de estas regiones a unirse a la protesta nacional, el mandatario se ha comprometido a pacificar todo el país durante este 2019. La primera medida ha sido declarar, por primera vez, un alto el fuego indefinido en las tres zonas en conflicto: “esta es la prueba –declaraba Al Bhasir el pasado 16 de febrero– de que hay una firme voluntad de paz”, algo que hace tiempo dejó de ser creíble, tanto para la mayoría de la población sudanesa como para la oposición política.

En la región de Darfur, donde el conflicto étnico –milicias árabes apoyadas por el Gobierno de Jartum contra las razas negras– estalló en 2003, la violencia ha remitido de forma muy significativa, excepto en la región de Yebel Marral, donde la facción de Ejército de Liberación de Sudán liderada por Abdul Wahid sigue enfrentándose a las fuerzas gubernamentales. Además, el acuerdo de paz de Doha de 2011 (al que se han unido el resto de grupos rebeldes darfuríes) sigue estancado por el retraso de las indemnizaciones a las familias de las víctimas (más de 300.000 muertos), la falta de ayuda para permitir el regreso de desplazados y refugiados (más de 2,7 millones) y la demora en la instauración de la Autoridad Regional de Darfur. Por su parte, desde 2011, en las regiones sureñas y fronterizas de Kordofán del Sur y Nilo Azul, los rebeldes separatistas del Movimiento de Liberación Popular de Sudán/Sector Norte –que, según el presidente sudanés, sigue recibiendo apoyo de Sudan del Sur– se resisten a abandonar la cruenta lucha armada contra Jartum, a pesar de los numerosos intentos fracasados de alcanzar la paz auspiciados por Etiopía. Una frágil situación que podría agravarse si los motines se propagan por estas regiones, algo que Al Bashir pretende frenar a toda costa.

 

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El presidente de Sudán, Omar Al Bashir, junto a miembros de la Fuerza Popular de Defensa en Jartún. (ASHRAF SHAZLY/AFP/Getty Images)

Al Bashir y el futuro de Sudán

Al Bashir está acosado por su pueblo y por la comunidad internacional, pero sabe que su único salvavidas ante la presión judicial de La Haya es mantenerse en el poder. Está en un callejón de muy difícil salida y, por ello, ha declarado un estado de emergencia de un año de duración, que le va a permitir recrudecer las medidas de seguridad pero que no va amedrentar a los indignados. Tras deponer a todo su gobierno, ha incrementado el poder del ministro de Defensa, al nombrarle vicepresidente primero, y ha sustituido a las 18 autoridades provinciales por militares y oficiales de seguridad. Sin embargo, y aunque las autoridades de las Fuerzas Armadas han dado su respaldo sin fisuras al presidente: “el Ejército no entregará el país a los traidores” , son muchos los militares que ya se cuestionan la política y la severidad gubernamental: una realidad que, en caso de convertirse en un clamor mayoritario, daría un giro definitivo a la crisis estatal.

A pesar de su notoria fragilidad, el implacable gobernante sigue anclado en la más absoluta cerrazón: “No se cambian gobiernos o presidentes a través de WhatsApp o Facebook –subrayó en enero–. Esto solo se puede hacer con unas elecciones”, previstas para 2020. Pero, al menos, su pretensión de presentarse a la reelección se le está complicando día a día. Al Bashir consiguió una aplastante victoria en las muy cuestionadas elecciones de 2010 (el 68% de los sufragios) y de 2015 (el 94,5%) y, en diciembre, 33 partidos políticos leales al Gobierno propusieron enmendar la Constitución para permitir un tercer mandato del presidente. Pero, el pasado 16 de febrero, la comisión parlamentaria –ante los “compromisos especiales de emergencia” en el país– pospuso la decisión sine die para evitar el recrudecimiento de la crisis: un varapalo para el presidente que –en vez de reconocer esta derrota política– ha pedido al Parlamento que posponga la revisión de las enmiendas constitucionales para “enriquecer la vida política, el diálogo y las iniciativas nacionales” .

Hay poco espacio para la duda y, por primera vez, esta crisis está poniendo contra las cuerdas al hasta ahora inexpugnable Al Bashir. No obstante, es difícil vaticinar cómo maniobrará el longevo presidente y, mucho más preocupante, qué precio tendrá que pagar la población antes de conseguir su renuncia. Hasta entonces, y además de obstinarse en el carácter pacífico de las protestas, Sudán debería prepararse para elegir un nuevo gobierno que sea capaz de afrontar la recuperación económica y la pacificación del país, además de superar el aislamiento internacional. Esa, y no otra, debería ser la recompensa al enorme y prolongado sufrimiento del pueblo sudanés.

 

Actividad subvencionada por la Secretaría de Estado de Asuntos Exteriores 

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