De los 54 países que conforman el continente africano, ocho ocupan los puestos más bajos en el índice de libertad de prensa de Reporteros Sin Fronteras (RSF). 19 más están incluidos en el penúltimo escalafón. Las presiones no hacen más que aumentar: los gobiernos cierran medios críticos y encarcelan periodistas, 22 en Egipto, 11 en Eritrea. Pese a las dificultades, hay también motivos para la esperanza. Cada vez hay más medios y profesionales mejor formados capaces de denunciar la corrupción en Uganda o contar las protestas en Etiopía y Camerún. El reto entre estas dos Áfricas se dirime ahora en Internet: el control de las redes sociales es la última batalla por la libertad de prensa en el continente.

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Ugandeses leen periódicos expuestos en la calle. Isaac Kasamani/AFP/Getty Images

A menudo, la imagen de África se construye en Occidente a través del relato de los grandes medios. Desde el proceso descolonizador narrado por Ryszard Kapuściński al genocidio de Ruanda contado por Alfonso Armada a mediados de los 90. Una sucesión de guerras, desastres naturales y catástrofes humanitarias que secuestra el relato cotidiano del continente: la lucha de dos activistas contra el pacto nuclear entre Suráfrica y Rusia, las investigaciones contra la malaria en el Cuerno de África o las fricciones internas por los comicios en Kenia. En Uganda también han tenido recientemente su propia cruzada contra los abusos sexuales.

Son los medios locales, 1.000 cadenas de televisión, 3.000 publicaciones impresas, 3.500 radios y más de 1.000 portales web, según las estimaciones de Casa África, los que mejor nos acercan a estas realidades. “La razón por la que estas historias no se extienden a los medios occidentales es porque estos habitualmente confían todo a sus corresponsales y porque no hay suficiente cobertura sobre África”, resumía recientemente en una entrevista con el European Journalism Observatory la directora en Tecnología, Medios y Comunicación de la Facultad de Asuntos Internacionales de la Universidad de Columbia, Anya Schiffrin.

En las últimas décadas, el periodismo africano ha marcado grandes hitos. Las fotografías de Mohamed “Mo” Amín de la hambruna en Etiopía, las imágenes del “Bang Bang Club” durante los últimos meses del apartheid o anteriormente la histórica investigación de Henry Nxumalo sobre las condiciones de vida en las plantaciones de patatas de Bethal fueron algunos de los trabajos más sonados. Incluso convertidos en película. Pero no son los únicos: el mozambiqueño Carlos Cardoso desveló el fraude multimillonario por la privatización del Banco Comercial de Mozambique, por lo que fue asesinado, mientras que Rafael Marques destacó a principios de siglo por su trabajo contra la corrupción del Gobierno de José Eduardo dos Santos en Angola y años más tarde por su denuncia de las violaciones de derechos humanos en el país.

Todos ellos se han convertido en referentes para una nueva generación de periodistas que enfrentan un escenario diferente: África sigue siendo un lugar peligroso para trabajar, prácticamente inaccesible en casos como el de Sudán del Sur o Burundi, pero un poco menos de lo que lo era hace unos años: de los 54 periodistas asesinados en 2017, solo tres lo fueron en África y en lo que va de 2018 tampoco se han registrado casos en el continente, aunque sí más de un treintena de encarcelamientos. Sin la impunidad judicial de muchos de estos asesinatos, hasta 26 sólo en la última década en Somalia, las cifras reales serían mucho más elevadas.

La falta de profesionales sigue siendo una realidad en el continente -hace una década apenas había un periodista por cada 34.000 habitantes en Zimbabue o cada 99.000 en Etiopía-, pero esta brecha se reduce año a año: en 2017, trabajaban sólo en Kenia casi 3.000 periodistas. En apenas 15 años la cifra de estudiantes universitarios en África ha pasado de 6 a 12 millones de alumnos. Centros como la Universidad de Ciudad del Cabo en Suráfrica, Makerere en Uganda o la universidad de Ghana destacan entre las más valoradas. Más allá de las dificultades por la ausencia de profesionales, continúa Schiffrin, es la “falta de fondos, de modelos empresariales y las presiones de gobiernos, empresarios y editores” lo que frena el desarrollo periodístico en África. Tampoco algo tan diferente a lo que ocurre en Europa.

 

Viejos medios, nuevos formatos

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Un hombre escucha la radio en Juba., Sudán del Sur. AFP/Getty Images

La prensa en papel sigue ejerciendo un rol muy influyente en el continente. El declive de su circulación, apenas un 1,2% entre 2011 y 2016, muy lejos del 23,8 y el 10,9% registrado, respectivamente, en Europa y Norteamérica en el mismo periodo, se compensa con unos ratios de lectura por ejemplar muy elevados: no es extraño que 10 o 15 personas compartan el diario o que sea uno el que lo lea para todos en voz alta. Incluso, señala un informe del Reuters Institute for the Study of Journalism, se han popularizado fórmulas para alquilar el periódico a cambio de abonar solo una fracción del precio.

“He escuchado a algunos editores alertar, con cierto entusiasmo, que los periódicos en África se enfrentarán inevitablemente a la misma defunción cuando los medios digitales sean accesibles por todo el continente (…) Pero sigo siendo reacio a un mundo totalmente digital [según el  Sub-Saharan African Media Landscape, publicado en 2014, el 55% de la población en Etiopía, el 68% en Kenia y el 69% en Nigeria acude a Internet para informarse]. Existe la necesidad de la coexistencia de medios multiplataforma y los medios impresos siguen teniendo un lugar en esa mezcla. Medios impresos y digitales deben apoyarse mutuamente cuando se trata de defender nuestras libertades”, asegura Gwen Liste, fundador del histórico The Namibian, en su ensayo African Free Press.

Aunque el modelo de grupos controlados por el Estado -o por líderes políticos como el Presidente keniano, Uhuru Kenyatta, quien controla un importante conglomerado mediático– sigue vigente, “son cada vez más una anomalía”, apunta el informe del Reuters Institute. Medios independientes, como el propio The Namibian o El Khabar han consagrado su propio espacio, convirtiéndose en un referente informativo dentro y fuera de sus propias fronteras.

No obstante, en un continente donde casi la mitad de la población vive con menos de 2 dólares al día y en países como Nigeria, el más poblado de África, mayoritariamente en zonas rurales, la radio sigue siendo un medio hegemónico. Lo fue para mal durante el genocidio en Ruanda, cuando la RTLM (Radio Télévision Libre des Mille Collines) animaba a los hutus a “exterminar a las cucarachas”, o en Uganda, donde los Arrow Boys se servían de las emisoras locales para aunar fuerzas contra los acholi que apoyaban el deliro del Lord’s Resistance Army (LRA) de Joseph Kony. “Tuvimos que tribalizar ese sentimiento de odio. Era la única estrategia posible”, se justifica Robert Adiama, el que fuera responsable de inteligencia de la milicia, aún hoy capaz de liderarlos: “Si hago una llamada o un anuncio por la radio puedo movilizar a los Arrow Boys en menos de dos horas”.

Actualmente, la radio es también hegemónica para bien. Para construir la paz en Sudán del Sur, a través del premiado proyecto de la Catholic Radio Network que emite en 18 lenguas distintas en las montañas de Nuba, o para ofrecer la educación sexual que las escuelas niegan en Kenia. Con ese objetivo nació The Spread un podcast que habla de pornografía, de VIH o de métodos anticonceptivos. “La idea es que los chicos aprendan a hablar de sexo desde un enfoque positivo”, explica Kaz Lucas, una de las fundadoras del programa que desde su primera emisión, en 2015, ha revolucionado la radio en la región.

 

La batalla por el control de las pantallas

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Plató de televisión en Nairobi, Kenia. Yasuyochi Chiba/AFP/Getty Images

Mientras los jóvenes urbanitas de Nairobi, Ciudad del Cabo o Kigali se preparan para ver el último estreno de Netflix, el otro lado del África subsahariana, cifrado en 634 millones de personas, carecen de energía para encender el televisor. Si es que tienen uno. La construcción de nuevas infraestructuras crece a buen ritmo, pero se estima que para 2040 sólo podrán suministrar energía a 315 millones de personas más. Un problema de base que lastra el avance de la televisión en África.

Pese a las dificultades estructurales, la televisión ejerce un gran poder mediático, especialmente en las áreas urbanas y en las aglomeraciones periurbanas, las bautizadas por el estadounidense Robert Neuwirth como “ciudades sombra”, de las grandes capitales. De ahí que su control sea una de las obsesiones de los líderes africanos: Kenyatta desobedeció durante días la resolución judicial que obligaba a dejar sin efecto la suspensión de cuatro canales de televisión privados que habían cubierto un acto reivindicativo de la oposición. En la República Democrática del Congo, este mismo año, los servicios de inteligencia clausuraron una televisión en Kivu del Sur.

Pero sin duda es en las pantallas de los teléfonos móviles donde está librándose la gran batalla por la libertad de expresión en África. A finales de 2015, el 46% de la población africana contaba ya con un servicio de datos en su teléfono y la estimación es que en 2020 sean ya más de 725 millones las conexiones a teléfonos inteligentes. Las cuentas en redes sociales se multiplican año tras año –Facebook, la más popular cuenta con 170 millones de usuarios en África, mientras que Twitter e Instagram cuentan con 8 y 3,8 millones de usuarios solo en Suráfrica– como también la aparición de nuevos medios de comunicación exclusivamente digitales. Proyectos como Africtivistes.org en Senegal, Avenue 225 en Costa de Marfil o GroundUp, Wits Justice Project (WJP) y Daily Maverick en Suráfrica han abierto la puerta a un nuevo relato de lo que acontece en  el continente

“Durante las protestas #FeesMustFall, los estudiantes y académicos informaron desde primera línea usando las redes sociales, y fueron una fuente de noticias de las protestas para mucha gente. Las protestas #FeesMustFall mostraron cómo los productores independientes pueden cubrir este tipo de acontecimientos con mayor eficacia que los medios generalistas y cómo las redes sociales afectan a la cobertura ofrecida por los medios”, expone en su análisis sobre las protestas registradas en Suráfrica en 2015 el investigador de la University de Witwatersrand, Alan Finlay.

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Una mujer navega por Internet en Kinshasa, República Democrática del Congo. Federico Scoppa/AFP/Getty Images

La proliferación de estos medios online, mucho más incómodos y combativos, incomoda a los líderes políticos africanos acostumbrados a controlar la prensa como herramienta para perpetuarse en el poder. Por eso han decidido enfrentarse a ellos. Según la encuesta Freedom on the Net, elaboradora por Freedom House, la libertad en Internet disminuyó en el mundo por sexto año consecutivo en 2016. Y varios gobiernos africanos tienen mucho que ver: antes de su caída, el líder gambiano Yahya Jammeh bloqueó la conexión a la Red y las llamadas internacionales, mientras que en Gabón, el presidente Alí Bongo impidió el acceso durante cuatro días durante las protestas que sobrevinieron a su reelección e impuso un “toque de queda virtual” en las siguientes jornadas.

También en Congo o Etiopía se produjeron bloqueos informativos para evitar que protestas como la del movimiento Qeerroo desbordasen a sus respectivos Gobiernos. Los medios de la diáspora jugaron en ambos casos un papel clave para impedir la dictadura del silencio. En el caso de Etiopía, la llegada de Abiy Ahmed ha alimentado las esperanzas de aperturismo en el país, especialmente tras sellar el “fin del estado de guerra” con Eritrea. Pero pese a este gesto histórico o el levantamiento del estado de excepción, está por ver si también se eliminan las medidas draconianas que “dejaron a la mayoría de periodistas del país sin trabajo”, apunta el director del Ethiopia Human Rights Council (HRCO), Betsate Terefe.

Pero si hay dos lugares en los que la lucha por el control de Internet se ha convertido en el epicentro de la vida pública estos son Camerún e Uganda. Cuando las protestas contra el Gobierno de Yaoundé se extendieron por las regiones angloparlantes del país, el bloqueo de la Red fue una de las primeras medidas adoptadas por el Ejecutivo francófono para evitar el contagio. En regiones donde el teléfono es utilizado para realizar pagos a diario o para recibir remesas de familiares que habitan en áreas urbanas o en el extranjero, la caída de Internet se traduce en una catástrofe económica, y esto no hace más que alimentar las protestas.

El ugandés Yoweri Museveni, uno de los históricos mandatarios africanos, solo superado en longevidad por Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial y Paul Biya en Camerún, también decidió estrechar el círculo sobre Internet tras las protestas registradas durante las elecciones de 2016: el país fue el que más puntos de libertad online perdió entre 2015 y 2016. Y desde hace unas semanas, los usuarios de Whatsapp, Facebook, Skype y otras redes sociales tienen que pagar una tasa de 200 chelines (0,05 céntimos) por utilizar estas plataformas, lo que ha provocado ya importantes protestas. “Bloquear las redes sociales es solo la última herramienta en el ataque de este Gobierno contra la libertad de expresión”, apunta la responsable de Human Rights Watch en África del Este, Maria Burnett.

Aunque el Ejecutivo de Museveni, el dictador “maravilloso”, como el mismo se definió, ya se ha avenido a revisar la normativa, en el país nadie se confía. Son muchos los que, como hicieron en Camerún, se preparan para movilizarse bajo el lema #BringBackOurInternet.

 

Actividad subvencionada por la Secretaría de Estado de Asuntos Exteriores 

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