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Manifestantes contra el Gobierno de Daniel Ortega en Managua. INTI OCON/AFP/Getty Image

El descontento popular en Nicaragua es alto después de que las protestas callejeras en abril fueran aplastadas en una brutal represión gubernamental. Para evitar más disturbios, el presidente Ortega debe implementar las reformas electorales acordadas, mientras que los actores internacionales mantienen la presión diplomática para crear condiciones para el diálogo.

¿Qué hay de nuevo? El presidente nicaragüense, Daniel Ortega, ha sofocado un levantamiento cívico mediante la violencia, la intimidación y el enjuiciamiento de manifestantes sin las debidas garantías procesales. Más de 300 personas murieron en enfrentamientos entre manifestantes, policía y grupos parapoliciales. Desde entonces, la intensidad de las protestas se ha reducido y muchos opositores han huido al exilio. Las negociaciones entre las partes colapsaron tras un fallido intento de diálogo.

¿Por qué es importante? La probabilidad de que surjan nuevos disturbios va en aumento debido al acelerado deterioro económico, el distanciamiento del Gobierno de sus antiguos aliados en la Iglesia católica y el sector privado, así como por el descontento social cada vez más amplio debido a la represión gubernamental. Las protestas continuarán, a no ser que el Ejecutivo indique que está preparado para abordar, al menos, algunas de las demandas de los manifestantes.

¿Qué se debería hacer? El hecho de que Ortega haya recuperado el control de las calles y que la oposición demuestre falta de liderazgo dificultan la reanudación de las negociaciones. No obstante, las presiones diplomáticas sobre Ortega por parte de EE UU, la UE, el Vaticano y países de América Latina podrían llevar al Gobierno a acceder a ciertas reformas electorales, lo cual demostraría su voluntad de compromiso y allanaría el camino para un futuro diálogo.

El comienzo de las protestas

Nicaragua sufrió un inesperado y devastador revés este año, a pesar de que el Gobierno llevaba más de una década presentando al país como un “oasis de paz” en medio de una Centroamérica excepcionalmente violenta. En abril de 2018, miles de manifestantes tomaron las calles enfurecidos por el anuncio de reformas a la seguridad social. Las protestas fueron brutalmente reprimidas por parte de las fuerzas de seguridad y los parapolicías, dejando al menos 300 muertos, la mayoría manifestantes. Tras meses de revueltas, enfrentamientos y detenciones masivas, el presidente Daniel Ortega restableció el control de las calles en julio haciendo uso de su capacidad represora, el control de las instituciones estatales y el apoyo de organizaciones de base. Las penurias económicas, la incesante hostilidad política, así como la desafección de los antiguos aliados del Gobierno podrían dar lugar a nuevos disturbios. Para evitar que esto suceda, el presidente Ortega debería acceder a ciertas reformas electorales y garantizar el debido proceso de los manifestantes detenidos. Los países de la región, la UE, EE UU y el Vaticano deberían, por el momento, evitar imponer nuevas sanciones y presionar al Gobierno para que se comprometa con estas reformas como paso previo a un nuevo diálogo.

Ortega culpa al golpismo estadounidense y a células terroristas locales del levantamiento de abril a la vez que resucita la retórica de los 80, cuando los sandinistas enfrentaron un movimiento insurgente financiado por EE UU. Sus opositores en las universidades, el sector privado, el movimiento campesino y la sociedad civil denuncian la erosión de la democracia desde que el presidente fue reelegido en 2006, un proceso que culminó recientemente en una especie de régimen dinástico unipartidista al instalar a su esposa, Rosario Murillo, como su vicepresidenta y heredera política. Pero Ortega y Murillo, que pese a la represión violenta aún cuentan con el apoyo de casi un tercio de la población, se niegan a hacer concesiones alegando un intento de golpe de Estado por parte del movimiento opositor, formado al calor de las protestas, el cual aún reclama que ambos abandonen el cargo y se vayan al exilio. El intento de negociaciones entre Gobierno y manifestantes se fue desmoronando a medida que las fuerzas de seguridad restablecieron el control de las calles en julio, llevando a muchos de los líderes de las marchas a enfrentar detenciones, juicios, o su salida inminente del país.

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Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, y Rosarillo Murillo, su mujer y videpresidenta del país.INTI OCON/AFP/Getty Images

Aunque muchos se muestran críticos con Ortega, no es tan evidente quién representa realmente la oposición al presidente. El ecléctico movimiento opositor que nació de las manifestaciones no cuenta con liderazgos claros, mientras que los partidos políticos opositores están debilitados tras años de limitación de sus capacidades por parte del partido de gobierno. Incluso si Ortega accediera a retomar el diálogo, lo cual parece poco probable, sigue siendo una incógnita quién sería su contraparte en una eventual negociación. Mientras tanto, el Gobierno continúa ampliando sus competencias antiterroristas para contener el movimiento y anunció la prohibición de las protestas. Recientemente, el sector empresarial también denunció un control estatal invasivo sobre sus negocios.

El Gobierno nicaragüense ha pagado un alto coste por la represión. Retomar el control por la fuerza ha erosionado su apoyo popular. Quienes fueran sus dos aliados clave en la última década, el sector privado y la Iglesia católica, le han dado la espalda. El impacto económico a largo plazo de la crisis ha sido devastador tanto para los sandinistas como para los empresarios, con un descenso estimado del 4% del PIB en 2018. Ortega también ha sufrido el desprestigio internacional después de que la mayoría de los líderes latinoamericanos y occidentales condenaran la represión del Gobierno.

Aunque Washington haya impuesto sanciones, es muy poco probable que éstas alteren los cálculos en Managua dado que no van orientadas a que el Gobierno haga concesiones concretas ni incluyen condiciones claras sobre qué tendría que ocurrir para que se levantaran. De hecho, Ortega ve estas sanciones como un fantasma de la guerra fría que EE UU está usando como estratagema para un cambio de régimen. La alusión a Nicaragua junto con Cuba y Venezuela por parte de la Administración estadounidense como la “troika de la tiranía” en América Latina no hace sino reforzar la versión de los sandinistas. Pero incluso si hay un declive económico, Ortega tiene varias opciones. El presidente podría contrarrestar la presión de Occidente apoyándose más en China y Rusia, o fomentar su apoyo por parte de las clases más populares haciéndolas depender más de los subsidios gubernamentales en un eventual deterioro de la crisis.

Una diplomacia más silenciosa podría resultar más eficaz. El hecho de que Nicaragua se encuentre aislada en América Latina, y que Ortega haya manifestado preocupación por la reputación del país en el extranjero, sugiere que la aplicación cautelosa de influencia externa podría empujar al presidente a una posición más conciliadora. A la larga, estas interacciones permitirían crear las condiciones necesarias para un retorno al diálogo. El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, mantiene contactos con Ortega y podría designar un enviado para Nicaragua que facilite los esfuerzos de mediación; Vinicio Cerezo, el jefe del Sistema de la Integración Centroamericana, una organización subregional, también goza de la confianza de Ortega y podría desempeñar un papel de mediador.

Reiniciar el diálogo es fundamental para abordar las principales disputas entre el Gobierno y la oposición, entre ellas obligar a rendir cuentas a los responsables de la represión y allanar el camino para reformas democráticas más ambiciosas. Los esfuerzos frustrados de negociación que tuvieron lugar entre mayo y julio son la mejor muestra de que un futuro diálogo no será fácil: dependerá de una presión continua sobre el Gobierno y de que la oposición establezca un liderazgo más firme y adecúe sus expectativas. Por ahora, es improbable que presionar para que haya un diálogo dé resultado, dada la resistencia del Gobierno y la falta de cohesión y agenda en la oposición. No obstante, las potencias extranjeras deberían pedir al Ejecutivo nicaragüense que volvieran a comprometerse con las reformas electorales e implementarlas. Tanto la UE como la Organización de los Estados Americanos (OEA) han documentado los pasos necesarios para rehacer el sistema electoral, que incluye cambios en la composición del Consejo Supremo Electoral. Hace años, Ortega ya había accedido a este tipo de medidas, que garantizarían que los próximos comicios presidenciales previstos para 2021 se celebrarían en igualdad de condiciones. También podría pedir que garantizara el debido proceso de las personas detenidas en los últimos meses. Si bien el Gobierno ha expulsado a los observadores del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sigue activa y presente en el país. El Gobierno debería proporcionarle un listado completo de los nombres y ubicación de los manifestantes detenidos, cuyo número se estima en hasta 600, y garantizar juicios justos para los detenidos.

Tales medidas, que idealmente irían seguidas de la reanudación del diálogo con la oposición, indicarían un cierto compromiso por parte del presidente Ortega y reducirían el riesgo de nuevas protestas. Además, podrían ayudar a restaurar el prestigio internacional y el legado de los sandinistas. Para los partidos opositores de Ortega, no tiene sentido pedir la salida del presidente o elecciones anticipadas. Tan improbable es que Ortega deje el poder voluntariamente como que la oposición política y los manifestantes estén preparados para hacer campaña política por el momento. Una estrategia más efectiva podría ser prepararse para unas elecciones, en teoría más justas, en 2021. Si surgiera la oportunidad, la oposición podría también reanudar las negociaciones sobre las profundas reformas judiciales que debería implementar la nueva legislatura que comenzará dentro de tres años.

 

El artículo original ha sido publicado en International Crisis Group