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He aquí el debate en torno a la política monetaria verde que viene.

La presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde, quiere poner "el cambio climático y la protección del medioambiente" en el corazón de la actividad de la autoridad monetaria. Todas las instituciones, argumenta,  deben contribuir a lograr los objetivos del Acuerdo de París y que las temperaturas no suban más de dos grados centígrados por encima de los niveles preindustriales. También el BCE, con su inestimable capacidad de fuego. Su apuesta, además de aplausos, ha cosechado escepticismo y críticas y levantado un complejo debate sobre la política monetaria verde del siglo XXI, que gira en torno al mandato de los bancos centrales, la neutralidad de su acción en los mercados, el papel de la política en la lucha contra el cambio climático y la legitimidad democrática de una institución que, sin pasar por las urnas, cuenta con una enorme discrecionalidad y poder.

Lo dijo en cuanto tuvo oportunidad. Y lo reiteró cuantas veces hizo falta hasta que resultó evidente que no era una ocurrencia o un mensaje para no aparecer continuista o carente de perfil al calzarse los zapatos de su predecesor, Mario Draghi. "El cambio climático y la protección del medioambiente deben estar en el centro de toda institución", aseguró Lagarde tras ser designada presidenta del BCE. Posteriormente, frente al Parlamento Europeo, subrayó que "contribuir a mitigar el cambio climático" debía ser una "prioridad" del banco central porque "es uno de los retos globales más acuciantes que afronta la sociedad actual". En una entrevista en el diario The New York Times, casi un año después de acceder al cargo, consideró que su llegada a Fráncfort había llevado una "sensación de urgencia" al BCE y la "determinación para centrarse" en el reto del calentamiento global. Los escépticos empezaron a preocuparse.

El debate ha ido polarizándose en los últimos meses y consolidándose en torno a tres grandes cuestiones. Los polos de la conversación están íntimamente relacionados entre sí y son hitos de un único discurso lógico. Se trata de valorar si es necesario que el BCE intervenga en la lucha contra el calentamiento global, tanto desde el ámbito cualitativo del reto como del legal y competencial. Pero también de analizar las consecuencias económicas, políticas y medioambientales de su acción y, en el plano político, estudiar el significado profundo de este paso para la estructura institucional de la UE y la solidez democrática del proyecto comunitario.

 

Necesidad

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En el centro, Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo en Fráncfort, 2020. Thomas Lohnes/Getty Images

El calentamiento global es el mayor reto que tiene ante sí la humanidad. Su escala es incomparable y hace palidecer incluso al disruptivo desafío político, económico y social que está suponiendo la pandemia de la covid-19, con sus millones de contagiados y muertos. La ONU, siempre alérgica al pesimismo, asegura que es necesaria una "acción urgente y sin precedentes" por parte de "todas las naciones" para evitar las consecuencias más catastróficas del cambio climático. Y que, de ponerse ya, todos a una, aún estamos a tiempo. La UE, pionera en la lucha contra el calentamiento global, acaba de comprometerse a alcanzar la neutralidad climática para 2050, un objetivo tan difícil y ambicioso como necesario para cumplir con el Acuerdo de París.

El reto está ahí. Y apenas un puñado de negacionistas se atreven a ponerlo en duda. Lo que un grupo de economistas, incluido el gobernador del Bundesbank (banco central alemán), Jens Weidmann, señalan es que no es la tarea del BCE intervenir en la lucha contra el calentamiento global. Que esta cuestión, por apremiante que sea, está en el ámbito competencial de los gobiernos nacionales y la Comisión Europea (CE). En el terreno de juego de la política y de los representantes democráticos de la sociedad. "Es y siempre será tarea de los políticos elegidos democráticamente hacer realidad la necesaria transición", señaló Weidmann en un discurso sobre la cuestión en 2019 . Hace unas semanas se reafirmaba en el mismo punto en el Congreso de la Banca Europea: "Cuando se trata de izar la espada que necesitamos para derrotar al coloso, debemos reconocer que los bancos centrales no somos los adecuados a los que acudir".

Los argumentos de los críticos se basan en el mandato del BCE. El Tratado sobre el Funcionamiento de la UE especifica en el artículo 127 que "el objetivo principal" del Sistema Europeo de Bancos Centrales (SEBC) -que incluye al BCE y a los bancos centrales de los Estados miembros- es "mantener la estabilidad de precios". Cualquier acción para atajar el calentamiento global queda por tanto fuera de su ámbito competencial, razonan. Pero esta frase ya se ha interpretado con laxitud previamente en Fráncfort cuando ha sido imperativo. Como cuando Draghi lanzó su programa de expansión cuantitativa haciendo honor a su promesa de llevar a cabo "lo que fuese necesario" para asegurar el euro en plena crisis de la deuda.

Aquí se aferran los defensores de la política monetaria verde. Porque a su juicio la estabilidad del sistema financiero y, por ende, de los precios, será imposible de garantizar si no se contemplan las consecuencias del cambio climático. Ni las derivadas de una transición hacia una economía neutra en términos de CO2 (por ejemplo, la caída del precio de activos contaminantes y el derrumbe de sectores hasta ahora clave para las economías) ni los daños al capital físico y humano (por ejemplo, migraciones forzadas e infraestructuras destruidas). Sobre este punto han incidido múltiples economistas. El informe "El cisne verde. Bancos centrales y estabilidad financiera en la era del cambio climático", publicado en enero de 2020 por el Banco de Pagos Internacionales (BPI), es muy claro a este respecto: "Los bancos centrales tienen un papel que jugar" en la lucha contra el calentamiento global y los subsiguientes factores de distorsión para el sistema financiero. Pese a la complejidad de la tarea y sus potenciales riesgos, prosigue el estudio, su acción es "esencial para preservar la estabilidad financiera a largo plazo (y la de los precios) en la era del cambio climático".

Pero es que además el artículo 127 describe un segundo mandato para el BCE, apuntan los favorables a una política monetaria verde: "El SEBC apoyará las políticas económicas generales de la Unión con el fin de contribuir a la realización de los objetivos de la Unión establecidos en el artículo 3 del Tratado de la UE". Y entre estas metas se encuentra ya la consecución de una política económica que persiga "una elevada protección del medioambiente" y "la mejora de la calidad medioambiental". Por tanto, señalan Stanilas Jourdan y Marc Beckmann, de la ONG Positive Money Europe, una proactiva política monetaria verde no sólo no infringiría el marco de actuación previsto para el Eurosistema, sino que tan sólo "tendría en cuenta el objetivo secundario" del BCE.

 

Neutralidad

El filtro verde del BCE podría afectar enormemente su actividad. No se trata de reciclar papel, usar bombillas LED o lograr una sede central neutra en términos de CO2. Se trata de tener en cuenta el desafío que supone el cambio climático en todas y cada una de las actividades que lleva a cabo la institución. Como expresó la gobernadora de la Reserva Federal estadounidense, Lael Braindard, es preciso que los bancos centrales integren el cambio climático en toda su actividad, del establecimiento de la política monetaria a la estabilidad y supervisión financiera. Ya lo apuntó Lagarde ante el Parlamento Europeo: "Es necesario como mínimo que los modelos económicos de evaluación de riesgos incorporen el riesgo del cambio climático”. También consideró que habría que incluirlo en los modelos analíticos, en los exámenes a la banca y en las guías que emplea el BCE para sus inversiones y sus programas de compra de activos.

Este último punto puede servir de ejemplo para ver la entidad de la apuesta. Porque no se trata simplemente de que el BCE inste a los actores financieros a evitar los sectores con más riesgos ligados al cambio climático. Lo que se pretende es que la propia entidad, en sus programas de compra de activos, no incurra en enormes riesgos financieros por desatender las consecuencias a medio y largo plazo del calentamiento global. Esto sería contraproducente, añadiendo leña al fuego y fomentando esa espiral que lleva al planeta a los dos grados centígrados por encima de los valores preindustriales y más allá.

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Una ONG proyecta sobre la sede del Banco Central Europeo como parte de una acción a favor de la descarbonización de la economía, Fráncfort, Alemania, 2020. Roessler/picture alliance via Getty Images

Según un estudio de Greenpeace y la New Economic Foundation, los programas de expansión cuantitativa del BCE -y especialmente el Programa de Compras del Sector Corporativo (CSPP)- tienen un claro sesgo que favorece a los activos más contaminantes (de mineras y petroleras al sector del motor, pasando por manufactureras intensivas en energía y las eléctricas). "Estos sectores están sobrerrepresentados en las compras del BCE si se atiende a su contribución al empleo y la actividad económica en la zona euro", asegura este informe de octubre de 2020 titulado "Descarbonizar es fácil. Más allá de la neutralidad de mercado en la expansión cuantitativa corporativa del BCE".

Pero aquí es donde los críticos de esta iniciativa verde marcan otra de sus líneas rojas. En la llamada "neutralidad de mercado", el principio por el cual, para evitar ser una interferencia inversora, los bancos centrales tratan de reflejar fielmente en su cartera de activos la actuación general del mercado financiero. Para algunos, como Weidmann, los bancos centrales deben evitar a toda costa ser un factor de distorsión del mercado. El presidente de Bundesbank considera que la neutralidad de mercado es un "fundamento" de la acción de los bancos centrales y que favorecer la compra de bonos verdes sería ir contra el doble mandato del BCE.

El informe de Greeenpeace y la New Economic Foundation aboga precisamente por que en Fráncfort se destierre este dogma, que ven como una falacia porque las operaciones de los bancos centrales sí que influyen en los mercados. Incluso las que replican sus movimientos. Algunos, como Chiara Colesanti y Pierre Monnin, investigadores del think tank Consejo de Política Económica (CEP), califican de "mito" la neutralidad de mercado. Un BCE verde, prosiguen sus defensores, sin temor a no replicar al mercado, tendría en cuenta los riesgos asociados a ciertos sectores especialmente contaminantes y huiría de ellos en lugar de comprar su deuda. Adquirir bonos corporativos, prosiguen, supone en el fondo una forma de subvención y un aliciente para preservar el status quo contaminante en lugar de promover la transición hacia un futuro neutro en términos de CO2.

Esta idea ha permeado ya dentro de las paredes de la autoridad monetaria. "Tenemos que preguntarnos si la neutralidad de mercado debe ser el principio que rige nuestra política de gestión de cartera", aseguró Lagarde este octubre. Sin tomar ya postura en esta cuestión, prudente ante los sectores críticos, agregó que en su opinión los bancos centrales tienen que plantearse si "no están asumiendo un riesgo excesivo" al simplemente confiar en un mecanismo "que no ha asumido el coste del riesgo masivo" que supone el cambio climático.

 

Legitimidad

Una vez discutido si el BCE puede actuar y cómo podría hacerlo, queda debatir el si debe. La cuestión de la legitimidad democrática de la autoridad monetaria reemerge en este asunto tal y como lo hizo en la crisis de la deuda, cuando ante la incapacidad y la indecisión de muchos gobiernos nacionales para tomar las medidas para estabilizar la situación, Draghi sacó la bazuca monetaria para acabar con las dudas sobre la viabilidad del euro. Pero, ¿quién es ese economista (o su sucesora para el caso), elegidos sin ninguna transparencia por el Consejo Europeo, sin ningún voto popular directo, para asumir en un momento crucial, sin ningún tipo de contrapeso legal o político, las riendas del mayor proyecto democrático de la historia?

Para los escépticos, los bancos centrales no son el actor adecuado para el problema, por acuciante que éste pueda ser. La lucha contra el cambio climático es una cuestión exclusivamente política "que los gobiernos y parlamentos elegidos democráticamente deben responder", asegura Weidmann, que argumenta que "esas decisiones no deben ser tomadas por gobernadores de bancos centrales, porque no están legitimados democráticamente para ello". Los defensores de un BCE verde creen, sin embargo, que la institución sí está en posición de actuar en base a su doble mandato, que en todo caso podría ser concretado de forma más específica por el Parlamento Europeo para evitar las incertidumbres. Esto no debería ser en absoluto un problema, añaden, tras las múltiples resoluciones aprobadas en la Eurocámara desde 2017 para apoyar una labor medioambiental de la autoridad monetaria.

 

Una propuesta constructiva

La ambición de los anuncios comunitarios sobre cambio climático debe llevarse ahora a la práctica. De forma urgente y comprensiva. Y, para tener la opción de lograrlo, es imperativa la cooperación coordinada de todas las instituciones nacionales y comunitarias (así como de la sociedad civil y del sector privado). La Unión no puede permitirse prescindir de la contribución de ninguna institución, especialmente la del BCE, con su inigualable capacidad para conformar la realidad,  garantizar la estabilidad y generar confianza. Su implicación para cumplir con los objetivos de París debe ser plena. No basta con que sea un mero observador bienintencionado. El BCE debe mancharse las manos por el clima. Como lo ha hecho en la crisis de la deuda y en la del coronavirus. Aunque, como bien apunta Weidmann, no debe ser la autoridad monetaria -como sucedió en la crisis de la deuda- quien lleve la batuta. Esta función, agregó, debe anidarse en la clase política: "las finanzas verdes pueden complementar a una buena e inteligente política climática, pero no sustituirla".

Para que el BCE pueda ejercer este papel instrumental en la lucha contra el cambio climático es preciso preparar el terreno. En varios aspectos. Sería conveniente que el Parlamento Europeo definiese con mayor claridad el segundo objetivo de la autoridad monetaria, incluyendo sin ambigüedades la cuestión del calentamiento global para acabar con la controversia en torno al mandato. El resto de este trabajo de fondo lo debe realizar el propio BCE, en dos ámbitos. Por un lado, presentando una revisión estratégica de su política monetaria -trabajo que ya ha iniciado bajo Lagarde- que incluya su apuesta verde. Era ya una necesidad, pues la  anterior y única revisión previa es de 2003, y el contexto económico y financiero ha cambiado cualitativamente. Por otro lado, adoptando una taxonomía verde, esto es, una clasificación financiera en base a criterios ecológicos, que sirva de base para una nueva neutralidad de mercado que sí tenga en cuenta todas las externalidades y riesgos.

La cuestión de la legitimidad democrática es la más espinosa. La más compleja de resolver. Porque implica la revisión de los tratados, algo siempre difícil de consensuar a 27. Pero es imprescindible para la consolidación del proyecto europeo. Lo óptimo sería una revisión que integre las funciones del BCE dentro de los objetivos a largo plazo de la UE de una forma más orgánica y comprensiva -más allá de lo estrictamente financiero- pensando en la sociedad comunitaria, que dote de mayor transparencia a la institución y de mejores mecanismos de rendición de cuentas. Todo esto redundaría en la solidez democrática de la Unión. Esta apuesta imprimiría por supuesto en el ADN del BCE su función verde, parte imprescindible dentro de una política coherente e integral de la UE frente al cambio climático.