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Vista aérea del rio Orinoco, Venezuela. DEA / C. DANI I. JESKE/De Agostini via Getty Images

La República Bolivariana explota desde 2016 las reservas del Arco Minero del Orinoco bajo la premisa de “desarrollo estratégico”. Parapetado en el silencio del “interés general”, el Gobierno de Nicolás Maduro desoye tanto las denuncias de violaciones de derechos humanos, documentadas por Naciones Unidas, entre otras organizaciones, como las críticas por ecocidio.

Da igual cuándo leas estas líneas. La minería lleva siglos instalada a lo largo del curso del río Orinoco, la arteria azul que atraviesa de oeste a este el corazón de Venezuela. Allí donde hubo extracciones descontroladas persiste hoy un extractivismo amparado por el Estado, pero igualmente sin control. Amado por unos y odiado por otros, la polarización se extrema en torno a un proyecto, el Arco Minero del Orinoco (AMO), que desde hace casi cinco años pretende explotar los recursos naturales sin estrangular la vida, tanto de la propia naturaleza como de la humanidad misma.

Cronológicamente hablando la historia comienza mucho antes, pero desemboca allí donde yacen cada uno de los al menos 149 cadáveres que han dejado las disputas por el dominio de las minas entre marzo de 2016 y marzo de 2020, según ha documentado en su último informe el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH). Esa horquilla representa los primeros cuatro años de la “zona de desarrollo estratégico nacional” que el presidente Nicolás Maduro aprobó con el decreto 2.248 el 24 de febrero de 2016 y que cumple su primer lustro de vigencia en pocas semanas, intervalo que da para comprobar lo que da de sí la megaminería cuando viene impuesta desde un paradigma autoproclamado alternativo.

La primera instantánea del Arco Minero del Orinoco ofrece una panorámica nítida: se trata del 12% del territorio venezolano, 111.843 kilómetros cuadrados o, lo que es lo mismo, una extensión equivalente a la de Bulgaria, en una superficie compartida por los estados de Bolívar, Amazonas y Delta Amacuro. Parte de estas tierras conforman la Amazonia venezolana, con lo que ello implica de diversidad ecosistémica y humana. En concreto, el enclave es el hábitat de vida de 197 comunidades indígenas de 17 pueblos originarios, según el censo del propio Gobierno. En esta misma postal se cuelan grandes reservas de minerales, principalmente, oro, cobre, diamante, coltán, hierro y bauxita.

 

Una tradición minera arraigada

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Mina de oro en Venezuela. Independent Picture Service/Universal Images Group via Getty Images

Las primeras crónicas que describen tareas de extracción se remontan a cuando el colonialismo esquilmaba mediante esclavitud lo que posteriormente se enviaba a España. La minería ha formado desde entonces y hasta la actualidad parte del paisaje del Orinoco, el tercer río más caudaloso del mundo y la principal fuente de agua dulce de Venezuela. El arraigo de esa cultura minera es uno de los principales argumentos que levantan los defensores del proyecto. Un razonamiento que apenas admite contestación. “Si uno revisa la historia, efectivamente es de vieja data y hay municipios, como El Callao, con una tradición minera importante”, corrobora Aiskel Andrade, directora del Centro de Estudios Regionales de la Universidad Católica Andrés Bello en Guayana.

Sin réplica pero con matices porque, como explican las fuentes consultadas, el otrora modelo de minería artesanal dio progresivamente paso a una serie de concesiones que recayeron principalmente en empresas canadienses. Cuando Hugo Chávez alcanzó la presidencia en 1999, mantuvo un discurso ligado al desarrollo endógeno sustentable y al respeto por la Madre Tierra. El chavismo llevó a cabo un proceso de expropiaciones masivas durante sus primeros años de mandato al acusar a estas compañías extranjeras de cometer delitos ambientales.

Las constantes recaídas de los precios del crudo y también las sanciones impuestas por Estados Unidos suponían un obstáculo mayúsculo para las aspiraciones de un país eminentemente petrolero como Venezuela. Una década después, “el discurso proambientalista del Gobierno fue progresivamente entrando en contradicción con sus propias políticas, que fueron profundizando el extractivismo y el desarrollismo que previamente había denunciado”, resume el coordinador general de Clima21-Ambiente y Derechos Humanos, Alejandro Álvarez. En 2012 Hugo Chávez ya hablaba abiertamente del Orinoco como “un gran eje de transformación económica”. Así fue como buena parte de los movimientos sociales y ambientalistas que nutrieron al chavismo antes de aquel “punto de inflexión”, como lo denomina Andrade, fueron distanciándose del oficialismo, hasta transformarse en los principales grupos que hoy se oponen al AMO, como la Plataforma contra el Arco Minero y el Observatorio de Ecología Política.

El AMO se puso finalmente en marcha con Maduro, quien esgrimió criterios de “soberanía, sustentabilidad y visión sistémica”. La oposición no se hizo esperar, incluso entre los afines. Así reaccionó en un artículo Víctor Álvarez, ministro de Industrias Básicas y Minería entre 2005 y 2006: “La actividad minera ha demostrado ser incompatible con los propósitos de proteger la naturaleza y la salud de los seres humanos. Los costos sociales y ambientales suelen exceder los beneficios. Hay que romper con el falso dilema de ‘extractivismo o pobreza’”.

 

Violaciones de los derechos humanos

Hoy sigue la minería y, con ella, siguen las violaciones de derechos humanos en la zona del Orinoco, aseguran todas las fuentes consultadas. El colonialismo dejó innegables regueros de sangre, cuyo rastro puede seguirse en la abundante bibliografía y testimonios existentes sobre la época. Publicado a mediados del pasado julio bajo la dirección de Michell Bachelet, expresidenta de Chile, el citado informe de la ONU actualiza las violaciones de los derechos humanos con el siguiente “patrón de explotación laboral”: sin contrato ni protección alguna, los mineros descienden a las grutas para recoger las rocas y subirlas en sacos, con turnos regulares de 12 horas, en los que son habituales los accidentes. Una parte del mineral extraído debe ser entregado a grupos criminales y otra al propietario del molino donde se trituran las piedras para la posterior extracción. Los compradores ofrecen precios inferiores al mercado internacional, mientras los mineros pagan muy cara la comida y el agua a los vendedores, quienes a su vez también deben rendir cuentas ante las facciones armadas de la zona.

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Mineros preparados para caminar hacia las yacimientos de oro en el estado de Bolívar, Venezuela. Michael Robinson Chavez/The Washington Post via Getty Images

Alrededor de este entramado de poder y abusos jerárquicos se acumulan migrantes de todo el país, en una cuantía incalculable dada la ausencia de información oficial. Atraídos por la promesa de una mejor vida, se instalan en improvisados refugios levantados con lonas de plástico y tablas de madera, sin servicios de agua ni de saneamiento ni de luz eléctrica. Son frecuentes enfermedades como el paludismo y afecciones como la diarrea, además de envenenamientos por mercurio, el metal con el que se separa el oro de los otros minerales en un procedimiento expresamente prohibido. Aunque las mujeres ocupan todo tipo de tareas relacionadas con la minería, los hombres dibujan el perfil predominante, con presencia también de “niñas y niños de hasta siete años, a menudo no acompañados, en situación de vulnerabilidad ante diversas formas de explotación”, corrobora la ONU, que también da testimonio de un “fuerte aumento de la prostitución, la explotación sexual y la trata, incluso de niñas adolescentes”.

Esta radiografía en crudo del Arco Minero del Orinoco lleva tiempo siendo documentada por activistas e instituciones, algunas de cuyas voces ha testado esglobal. El informe de Bachelet ha sido el que ha posicionado al Orinoco en el escaparate internacional, si bien sus cifras de homicidios se antojan cortas, a tenor de monitoreos de “ejecuciones extrajudiciales” como los que periódicamente lleva a cabo la Comisión para los Derechos Humanos y la Ciudadanía (CODEHCIU) y de investigaciones periodísticas como Fosas del silencio. Andrade asevera que “puede hablarse sin duda de una violación sistemática de los derechos humanos y sociales en la zona. Básicamente por omisión por parte del Estado, que es el que estaría obligado a garantizarlo”.

Frente a estas acusaciones, el Gobierno venezolano se ampara en el silencio del proclamado “interés general”, que previene de cualquier crítica. “Los sujetos que ejecuten o promuevan actuaciones materiales tendentes a la obstaculización de las operaciones totales o parciales de las actividades productivas de la zona creada serán sancionados”, reza el decreto 2.248. “Tal vez incluso esta conversación podría ser considerada como un acto de alta traición a la patria”, lamenta una de las fuentes consultadas, que explica que “es muy complicado levantar la información porque la gente tiene miedo. La única opción es la que se va armando ganándole la partida al miedo. El Gobierno simplemente no presenta datos, en una práctica para relativizar los que uno pueda ir sacando”. Bajo el anonimato de las redes sociales, grupos de investigación como SOS Orinoco se hacen eco de lo que sucede a pie de mina.

 

Un territorio sin control

Hoy sigue la minería y, con ella, sigue el desorden y el caos en la zona del Orinoco. Durante más de un siglo, “hubo una política que contribuyó al saqueo de los recursos naturales y minerales, que redujo los pueblos mineros a pueblos fantasma en condiciones miserables de vida”. La defensa que hace el Ejecutivo venezolano del AMO, como esta, publicada en la web del Ministerio del Poder Popular para el Desarrollo Minero Ecológico, recuerda los innumerables conflictos que provocaban las concesiones arbitrarias del uso de la tierra. Para paliar esa situación, entre los argumentos más repetidos por quienes defienden el proyecto figuran el ordenamiento territorial, la protección de las comunidades autóctonas y el combate a los mercenarios que pervierten la actividad minera. “El AMO ha dejado de ser un proyecto y se ha convertido en una política de Estado. Valdría la pena promover en las comunidades indígenas iniciativas de consulta y si ellas se han visto favorecidas o no por el mismo”, considera Vladimir Aguilar Castro, integrante del Grupo de Trabajo sobre Asuntos Indígenas de la Universidad de Los Andes.

Un par de semanas antes de la publicación del decreto 2.248, Maduro militarizó el extractivismo, con la creación de la Compañía Anónima Militar de Industrias Mineras, Petrolíferas y de Gas (Camimpeg). Sobre este brazo de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) recae el rol de “salvaguardar, proteger y mantener la continuidad armoniosa de las operaciones y actividades” mineras. Casi cinco años después, la cuenca del Orinoco se la disputan “grupos criminales organizados”, que imponen las reglas mediante castigos físicos “crueles” y también quienes se llevan el rédito económico, “incluso recurriendo a prácticas de extorsión”. Organizaciones que, afirma la ONU, a su vez “pagan a algunos jefes militares para mantener su presencia y sus actividades ilegales”. Y es que, en la mitad de los 16 enfrentamientos violentos acreditados por el ACNUDH, “miembros de las fuerzas de seguridad del Estado estuvieron involucrados en algunas de las muertes”.

La directora Centro de Estudios Regionales de la Universidad Católica Andrés Bello en Guayana completa que, “en muchos municipios, la distribución de la justicia la hacen las Fuerzas Armadas, que aplican castigos y la venganza privada. La presencia indiscriminada de esos grupos, claramente identificados con nombres, formas de actuación y de operación, da cuenta de que hay una ausencia por parte del Estado a la hora de controlar el tema de la violencia”. Ninguna de las instituciones gubernamentales consultadas ha querido responder a este medio, una “falta de transparencia” que también denuncia la ONU en su informe, en el que lamenta igualmente la ausencia de estudios de impacto ambiental y sociocultural, al igual que tampoco existe información actualizada sobre los volúmenes de minerales que se exportan ni sobre su destino.

 

Ecocidio

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Una familia indígena de la Amazonia venezolana. Majority World/Universal Images Group via Getty Images

Hoy sigue la minería y, con ella, sigue la esquilmación de la naturaleza. A base de abrir enormes cráteres en la superficie terrestre, la técnica de extracción más utilizada en el arco del Orinoco es la minería a cielo abierto. Ante la ausencia de cifras oficiales, imágenes satelitales de los mapas que elabora la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (RAISG) son, junto a informes como “Minando Derechos: tierras indígenas y minería en la Amazonía”, la fuente más visible para comprender la envergadura de la práctica.

Álvarez, biólogo de formación, habla de que “el problema minero es el daño ambiental más grave desde que Venezuela es una República. Pudo haber un impacto ambiental previo, con la llegada de los europeos a América en el siglo XV y posteriormente en el XVI, donde el agravio ambiental y también social fue gravísimo. Pero, en la época más reciente, no hay nada comparable a lo que está produciéndose al sur del Orinoco. El balance es catastrófico. El impacto en este momento, aunque el término ha sido más de uso periodístico y político que científico, es de ‘ecocidio’”. Según explica, “el extractivismo es falsamente sustentable en ninguno de sus aspectos, dicho para cualquier país de cualquier gobierno e ideología. La minería produce un daño social que no es compensado por ningún beneficio económico que, además, va realmente a una elite, al dueño de esas concesiones, sean empresas o gobiernos, pero no a las comunidades ni mucho menos a las locales, que frecuentemente son destruidas”.

Como coordinador general de Clima21, Álvarez realizó en 2011 un primer balance ambiental de Venezuela (“teníamos una situación grave”, asegura) y está ahora ultimando un nuevo estudio para 2021. Adelanta algunas conclusiones: “Se están deteriorando todas las cuencas hidrográficas al sur del país y se acelera de manera vertiginosa la tasa de deforestación de los bosques amazónicos. Muchos de los daños de la actividad minera son a perpetuidad”. Y aporta otro dato clave: “La minería afecta ya a una superficie cercana al 40% del territorio nacional”.

Y es que, aquel 12% del territorio venezolano que dibujaba la primera instantánea del AMO fue oficialmente rebasada cuando, el pasado mes de abril, el Ministerio del Poder Popular para el Desarrollo Minero Ecológico amplió la superficie de extracción, autorizando además la explotación de los espacios fluviales de seis ríos (Caura, Cuchivero, Aro, Yuruari, Cuyuní y Caroní) del ecosistema amazónico. Una ampliación que la ONU ya ha pedido que sea revocada, argumentando que “la apertura a la explotación de áreas geográficas donde se encuentran las fuentes de agua potable y de alimento de los pueblos indígenas, así como las vías de navegación tradicionales de la población, menoscabará sus derechos y dañará sus territorios”.

Mientras tanto, Venezuela mantiene “el desarrollo sustentable del Arco Minero del Orinoco” como uno principales motores que conforman su Plan de la Patria 2019-2025: “El arco minero es una propuesta política para construir un eje productivo que sirva para promover y proteger los derechos humanos, los derechos ambientales y los derechos económicos. Es un proyecto de vida para sus pobladores, para el país. Aunque ciertamente no existe una minería ecológica, el reto es hacerla de la forma más responsable y sin comprometer la salud de la naturaleza y de los humanos, así como tampoco las necesidades de las generaciones futuras”, afirma el ministerio competente en una información oficial sobre la que ninguna de las instituciones oficiales consultadas para este artículo ha querido posicionarse. Fuentes próximas al gobierno de Maduro sí se mostraron dispuestos a explicar el plan AMO, pero al ser preguntadas por el modo de llevar a cabo una minería sostenible y responsable decidieron declinar la invitación.