Manifestantes en una protesta durante la cumbre de la COP26 en Glasgow. (Jane Barlow / PA Images via Getty Images)

Tres piezas que hacen que la crisis climática no tome impulso.  

Estos días hemos oído decir que la Conferencia sobre el Clima COP26 de la ONU es nuestra “última esperanza” para evitar una catástrofe climática total, pero, aunque se han anunciado algunos acuerdos, los activistas presentes en Glasgow aseguran que son penosamente insuficientes.

El secretario general de la ONU, António Guterres, ha pedido reforzar el multilateralismo, pero la COVID es un temible recordatorio de nuestra incapacidad de cooperar como comunidad global frente a amenazas transnacionales. Han corrido ríos de tinta contando las razones por las que tenemos que encontrar formas de cooperar por encima de las fronteras nacionales, para no hablar de los interminables tópicos en discursos y conferencias, pero esa es la parte más fácil de entender. No es extraño que, en los primeros días de la conferencia, los manifestantes indignados gritaran “Basta de bla bla bla” mientras los líderes pronunciaban sus discursos.

¿Por qué nos cuesta tanto, entonces? Esta es una pregunta difícil pero que podemos aclarar y que más personas, no solo analistas de política exterior y ciertos dirigentes, deberían poder entender. En este artículo voy a centrarme en tres piezas fundamentales de este rompecabezas, los aspectos internacional, nacional y personal, y prometo concretar y evitar los clichés habituales.

Para empezar con el aspecto internacional, las instituciones como la ONU están física y democráticamente alejadas de los ciudadanos. El politólogo Robert Dahl escribió en 1994 sobre este dilema democrático y situó las instituciones internacionales en un marco histórico de transformaciones democráticas, comenzando con la transformación de las ciudades-Estado no democráticas en democracias en la Grecia del siglo V a.C. Si bien en aquellas primeras democracias no todos podían ser ciudadanos, la ciudadanía entrañaba una participación muy intensa y activa. La segunda transformación fue el paso de ciudad-Estado a nación-Estado, un cambio de dimensión que obligó a sustituir la democracia asamblearia por la representativa. Este era un concepto profundamente radical; de hecho, algunos siguen pensando que no es una forma aceptable de democracia, pero es la que quienes tenemos la suerte de vivir en ellas conocemos y esperamos. Y hoy, por último, estamos viviendo una tercera transformación, con unos sistemas transnacionales que reducen y limitan el poder de las naciones-Estado de la misma manera que estas reducían y limitaban el papel de las ciudades-Estado.

La democracia representativa era necesaria para conseguir la eficacia a gran escala de las naciones-Estados pero, al mismo tiempo, disminuía la participación directa de la ciudadanía. En el mismo sentido, los sistemas transnacionales y las instituciones internacionales también están forzosamente más alejadas de la participación ciudadana. En realidad, Dahl contemplaba con escepticismo la posibilidad de que las organizaciones internacionales como la ONU pudieran llegar a ser democráticas de verdad. Fundamentalmente porque es muy difícil que los ciudadanos ejerzan un control popular sobre ellas.

Las instituciones como la ONU adquieren su legitimidad democrática de forma indirecta, a través de sus Estados miembros, algunos de los cuales son democráticos y otros no. Pero la idea esencial, es que los ciudadanos eligen el gobierno nacional y esos, a su vez, designan representantes en esos órganos transnacionales. La Unión Europea es distinta a otras organizaciones supranacionales en muchos aspectos, entre otros, que cuenta con un Parlamento Europeo elegido democráticamente. Aun así, dichas elecciones, que suelen tener bajos índices de participación, tienden a centrarse en preocupaciones nacionales más que europeas, por lo que es difícil decir que son todo un éxito de participación ciudadana.

La legitimidad indirecta agudiza las asimetrías existentes en nuestras relaciones internacionales. Un ejemplo es el de las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016: aproximadamente, 63 millones de ciudadanos votaron por Donald J. Trump, frente a unos 66 millones que lo hicieron por Hillary Clinton. Como en Estados Unidos el Colegio Electoral distorsiona los resultados nacionales, el resultado fue que menos del 20% de la población eligió al hombre que decía “Estados Unidos primero”, con profundas consecuencias para el multilateralismo y la capacidad mundial de combatir la crisis climática.

Tampoco ayuda el hecho de que denigrar el multilateralismo como algo débil o incluso femenino se pusiera de moda entre ciertos realistas desde mucho antes de que apareciera Trump. El famoso ensayo de 2002 de Robert Kagan Poder y debilidad tomaba prestada la idea central de un libro muy popular en aquella época, Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus, cuando afirmaba que “los estadounidenses son de Marte y los europeos vienen de Venus: están de acuerdo en pocas cosas y se entienden cada vez peor”. Como tantos otros miembros de la orden —bastante machista— de los expertos realistas en relaciones internacionales, su concepción del poder se centra en el poder duro, militar y económico, y considera que el mundo es un lugar peligroso en el que no se puede confiar en nadie.

Si bien confundir el poder con los hombres y la debilidad con las mujeres es descaradamente sexista, lo que muchas veces se nos olvida a propósito de la cooperación internacional y el multilateralismo, es que tienen sus raíces en la Conferencia Internacional de Mujeres, celebrada en 1915 en La Haya, para protestar contra la Primera Guerra Mundial e insistir en la incorporación de las mujeres al proceso de construcción de la paz tras la guerra y la creación de una “Sociedad de Naciones”. Recordamos a Woodrow Wilson por su sueño de crear una Liga de las Naciones, pero su propuesta se inspiró en las resoluciones que salieron de la conferencia de La Haya. Desde luego, no es la primera vez que se atribuye a un hombre el mérito de una idea que se le ha ocurrido a una mujer.

Más interesante es quizá el activismo internacional que desembocó en esa Conferencia Internacional de Mujeres en 1915 y, con el tiempo, consiguió el derecho al voto para las mujeres. Los actores no estatales, incluidas las ONG internacionales, han demostrado su capacidad de contribuir de forma fundamental a integrar la participación ciudadana en las organizaciones internacionales. El Acuerdo de París sobre el cambio climático es un ejemplo de multilateralismo tal como lo describió un artículo del Council on Foreign Relations, “cada vez más interconectado, desagregado y de abajo arriba”, puesto que en el pacto tuvieron gran influencia diversos actores no estatales que también serán cruciales para su aplicación. La campaña contra la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión, que habría sido el mayor acuerdo comercial del mundo, es otro ejemplo de que el activismo multinacional de los actores no estatales puede tener mucho peso. ONG, sindicatos y partidos políticos de todos los Estados miembros de la UE colaboraron para sembrar suficientes dudas sobre el acuerdo, hasta que se consideró derrotado en agosto de 2016, meses antes de la elección de Trump.

El primer ministro británico, Boris Johnson (izq.), y el secretario general de la ONU, Antonio Guterres (der.), saludan al presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, durante la cumbre de la COP26 en Glasgow. (Christopher Furlong via Getty Images)

El activismo cívico transnacional es el mejor método del que disponemos para conectar a los ciudadanos con las organizaciones internacionales. Pero, debido a las restricciones de la COVID, muchas organizaciones ecologistas se han quedado fuera de la COP26, lo que es muy negativo para la negociación. Las organizaciones no solo transmiten las aportaciones de los ciudadanos, sino también su experiencia en las negociaciones y, más adelante, una ayuda fundamental para llevar los planes a la práctica.

Un factor que dificulta enormemente el multilateralismo es que vivimos hoy en las burbujas de las naciones-Estado. Como ya he indicado, una minoría de votantes en un país con un poder excepcional puede influir de forma desproporcionada en el mundo entero. Incluso los líderes favorables al multilateralismo, como el presidente Joe Biden, van a dar prioridad a su propio país, porque la necesidad de presentarse a la reelección les obliga constantemente a ofrecer resultados a sus votantes. Pero las burbujas tienen también otros inconvenientes, desde las concepciones equivocadas de soberanía nacional a los medios de comunicación que consumimos, pasando por las cosas a las que prestamos más atención y las que interpretamos en el ámbito político. Las burbujas deben estallar.

Nuestro ideal de soberanía nacional se apoya en los cimientos de la democracia moderna sentados en Westfalia. En teoría, permite que los países estén en igualdad de condiciones en el mundo y protege las fronteras de las invasiones, aunque en la práctica no es del todo verdad ninguna de las dos cosas. La soberanía también hace que cada país, en general, maneje sus asuntos internos como considere apropiado, salvo que se estén violando los derechos humanos de sus ciudadanos. Y hay muchos otros condicionantes: las naciones-Estado ceden parte de su poder de decisión a cambio de pertenecer a organizaciones multilaterales como la ONU, la OTAN o la OMC y asumen la posibilidad de multas, sanciones e incluso acción militar si no obedecen las normas o las leyes.

Incluso aunque se gestionen mejor los límites de la soberanía nacional, todos somos propensos a vivir en nuestras burbujas nacionales. El consumo de medios de comunicación suele ser sobre todo nacional, por razones lingüísticas y por costumbre, si bien algunos grandes medios como la BBC, The New York Times o CNN consiguen atravesar las fronteras. Pero incluso en esos casos suelen hacerlo con ediciones internacionales o ediciones específicamente preparadas para un país determinado.

Y en todo el mundo, dentro de ese consumo de informativos nacionales, la gente se informa fundamentalmente sobre la política nacional y local, no los asuntos de fuera. Eso no tiene por qué querer decir que no nos interesen las noticias internacionales: un estudio hecho en 2019 por Gallup, el Council on Foreign Relations (CFR) y la National Geographic Society (NGS) llegó a la conclusión de que, aunque a los estadounidenses les faltan conocimientos sobre temas internacionales, sí consideran que son cuestiones importantes.

Se informa mucho sobre la actualidad internacional, pero los que escribimos sobre ella, los periodistas y nuestros jefes, tenemos el deber de hacer que sea accesible para un público más amplio. Y, seguramente, es más importante una educación cívica que no se limite a la política nacional y se ocupe también de lo internacional. Este campo no puede estar solo al alcance de los que han estudiado una o dos asignaturas de relaciones internacionales en la universidad.

Por último, está la dimensión personal. Varios datos muy interesantes de Pew Research muestran que la falta de confianza en otras personas se traduce en falta de confianza en las instituciones internacionales. Esa conclusión nos permite entender a qué se refiere la teórica feminista de las relaciones internacionales, Cynthia Enloe, cuando afirma que “lo internacional es personal”. Los datos de Pew muestran que, en conjunto, hay más confianza que desconfianza interpersonal y un sólido apoyo a las instituciones internacionales en los 14 países estudiados.

En definitiva, aunque la mayoría de la gente no dedique mucho tiempo a seguir la actualidad extranjera, sí se interesa por la cooperación internacional y la apoya. ¿Por qué eso no se plasma en más cooperación? Los datos obtenidos en Estados Unidos indican que el apoyo a las instituciones internacionales depende mucho de los partidos: una mayoría abrumadora de demócratas está a favor de ellas, mientras que los republicanos están divididos y se muestran escépticos. Es una situación lógica dados los principios de los realistas (el mundo es un lugar peligroso) que inspiran las ideas republicanas en materia de política exterior. También hay que tener en cuenta las consecuencias que tiene para las relaciones internacionales el efecto de “todo para el vencedor” en las elecciones nacionales, que hace que el partido que gana decida cómo ejercer la política exterior del país.

Asimismo, hay desde hace mucho tiempo un debate académico sobre si se tiene en cuenta o incluso debería tenerse en cuenta la opinión pública en la política exterior. Como muestran los datos sobre el consumo de noticias, el ciudadano medio suele estar poco preparado para opinar sobre política internacional. Pero, a veces, sobre todo en tiempos de guerra, hay más personas atentas, lo que obliga a los líderes a contar con su opinión si quieren permanecer en el poder. Es decir, la opinión pública puede manejar las palancas del poder nacional, pero solo cuando hay suficientes personas indignadas por alguna cuestión.

Por desgracia, la crisis del clima no ha despertado la misma indignación general que las guerras. Pero comprender mejor por qué es tan difícil el multilateralismo puede ayudarnos a desempeñar nuestras funciones como ciudadanos del mundo. La opinión pública es anterior a las políticas y las hace posibles, no al revés. La crisis climática es aterradora y deberíamos estar tan indignados que nuestros gobiernos nacionales no tengan más remedio que sentir las llamas y ponerse seriamente a colaborar.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia