Marcha por el no a la guerra de Ucrania, en Madrid, España. (Isabel Infantes/Europa Press via Getty Images)

Un repaso a los dilemas y a las posibles opciones a corto y largo plazo que plantean aquellos que están en contra del envío de armas a Ucrania y que alertan de los peligros de alimentar la espiral de violencia en Occidente y Rusia.

Si la Unión Europea se había forjado alguna fama a la hora de actuar frente a cualquier crisis en los últimos años era la de ser una institución particularmente lenta y dividida. La invasión rusa de Ucrania, sin embargo, ha marcado un inesperado punto de inflexión en esta tendencia. Y uno de los ámbitos en los que el giro ha quedado más patente ha sido, aún más sorprendentemente, su política de seguridad. La propia presidenta de la Comisión Europea, la alemana Ursula von der Leyen, señaló el 1 de marzo ante el Parlamento Europeo que “la seguridad y la defensa europeas han evolucionado más en los últimos seis días que en las últimas dos décadas”. La guerra en Ucrania había comenzado el 24 de febrero.

Desde entonces, una veintena de países, la mayoría miembros de la OTAN y de la Unión Europea, han enviado grandes cantidades de armas a Ucrania para asistirles en su lucha contra el Ejército ruso. La Alianza Atlántica ha desplegado miles de soldados adicionales en los Estados miembro que hacen frontera con Rusia y Bielorrusia. Y los Veintisiete han recurrido al fondo europeo de defensa para adquirir armas sin preocuparse por el gasto.

Paralelamente, y poniendo de relieve que no se trata de medidas puntuales, al menos seis miembros de la OTAN prometieron poco después de que Moscú lanzara su ofensiva sobre Ucrania que aumentarían sus presupuestos de Defensa, incluida Alemania, que durante décadas ha optado por la contención en materia militar. Bélgica, Rumanía, Italia, Polonia, Noruega y Suecia han seguido a su vez los pasos de Berlín, sumándose así a una lucrativa espiral de rearme y de aumento de la inversión en gasto militar de carácter global.

Esta rápida militarización de la UE, inusualmente belicosa, sumada a la agresividad de Moscú y a las sobrecogedoras dosis de brutalidad que está dejando la invasión en Ucrania están planteando un gran desafío para construir consensos y proponer alternativas sobre las que articular un movimiento contra la guerra. Una falta de unión que amenaza con condenar además este espacio a la irrelevancia política.

 

Dilemas

La mayor parte de este debate se ha concentrado, y no por casualidad, en el campo de la izquierda. Tal y como avanzó en un artículo de finales de enero en El Diario Lluís Orriols, doctor en Ciencia Política centrado en la opinión pública y el comportamiento electoral, las actitudes en materia de defensa están muy ligadas a la ideología. Y mientras el votante conservador tiende a aceptar más fácilmente intervenciones militares, las posiciones de la izquierda se caracterizan por unas mayores cuotas de ambivalencia y contradicción.

En el caso de la respuesta a la invasión rusa de Ucrania en particular, la situación es aún más compleja porque la respuesta occidental ha involucrado a la OTAN, una organización que genera importantes divisiones en la izquierda. En este sentido, Orriols señala que, en el Estado español, el espacio de centro-izquierda tiene una visión más positiva que negativa de la Alianza Atlántica, mientras que entre quienes se sitúan más a la izquierda en el espectro ideológico la valoración que predomina es negativa.

Esta división en la izquierda se ha visto además manchada por el sector al que la autora y activista británico-siria Leila Al Shami llama, de forma intencionadamente crítica, el “antiimperialismo de los idiotas”. Al Shami se refiere a los círculos de la izquierda occidental que se opone a cualquier tipo de injerencia militar de Occidente mientras ignora de forma sistemática, o directamente apoya, las intervenciones de otras potencias imperialistas como Rusia, ya sea en Siria en la última década o ahora en Ucrania. Aunque es difícil de determinar, la incapacidad de algunos grupos que han abanderado el ‘No a la guerra’ de condenar sin matices la agresión de Moscú, y su insistencia en poner el foco solo sobre la OTAN, parecen haber generado un gran rechazo, al menos en las redes sociales.

 

Alternativas a corto plazo

Dejando de lado a este último sector, han sido numerosas las voces que desde el inicio de la invasión han reflexionado sobre las posibilidades, limitaciones y contradicciones del movimiento contra la guerra en el contexto bélico actual, y que han intentado proponer acciones y posturas más o menos concretas para afrontar un escenario adverso y hostil.

Pese al intenso debate que está teniendo lugar, hay numerosas cuestiones sobre las que existe un consenso considerablemente amplio. Estas incluyen, sobre todo, las demandas a mantener las fronteras abiertas y a apoyar a los refugiados que huyen de Ucrania, así como la movilización de ayuda humanitaria para quienes permanecen en el país. También las llamadas a cancelar la deuda externa de Ucrania para facilitar su futura reconstrucción.

Otro aspecto que genera consenso es el de contrarrestar la guerra de propaganda librada por Moscú. George Monbiot, columnista del medio británico The Guardian, ha señalado que el Kremlin usa la desinformación para confundir en el extranjero y reforzar el apoyo a su causa en casa. Por este motivo, el columnista juzga que “tenemos el deber de desacreditar y cuestionar las justificaciones engañosas [de Moscú]”, y que, al hacerlo, “podríamos, a nuestra pequeña manera, ayudar a la resistencia en Ucrania”.

Estados Unidos envía armamento a Ucrania. (Sean Gallup/Getty Images)

Pero son precisamente las fórmulas más directas de apoyar el derecho de Ucrania a resistir donde los consensos desde la izquierda son menos sólidos. Por un lado, la adopción de sanciones contra Rusia no es un instrumento contra el que el movimiento contra la guerra se oponga por principio. En cambio, el elemento realmente problemático y divisorio es el envío de armas, que ha sido defendido por algunos sectores alegando a la larga tradición de apoyo a guerras populares en las que países pequeños se enfrentan a grandes potencias imperialistas, como sería hoy el caso de Rusia.

Sin embargo, desde posturas antimilitaristas en defensa del no a la guerra se ha señalado el peligro que conlleva este envío de armas, no solo porque implica intervenir en la guerra, sino –y quizás, sobre todo– porque conduce a una escalada y ampliación del conflicto que convierte a los países involucrados en cobeligerantes y complica más una salida pacífica. En esta misma línea, el hecho de que la ayuda militar brindada hasta ahora a Ucrania haya contribuido incuestionablemente a frenar la primera envestida rusa parece estar dejando en un segundo plano cómo gestionar los peligros de la apuesta y de un cambio de curso.

“Los llamamientos del gobierno y del pueblo de Ucrania en materia de procura de armas son comprensibles y difíciles de ignorar”, constata en un artículo en la plataforma Open Democracy Niamh Ni Bhriain, coordinadora de Guerra y Pacificación en el Instituto Transnacional con sede en Holanda. “Pero, en última instancia, las armas solo prolongan y agravan el conflicto. La historia ha demostrado una y otra vez que distribuir armas en situaciones de conflicto no produce estabilidad y no contribuye necesariamente a una resistencia más efectiva. Es probable que las armas de origen europeo cambien de manos numerosas veces en los próximos años, alimentando nuevos conflictos”, agrega.

Frente a esta tesitura, hay quienes han asumido que la oposición al envío de armas a Ucrania equivale a una claudicación ante Vladímir Putin, en parte por las aparentes dificultades de algunos para plantear alternativas sólidas. Pero esto no significa que no existan. De hecho, otra forma de hacer frente a la invasión rusa, con igual o mayor efectividad, es la resistencia no violenta, que, además, cuenta con una amplia aprobación en Ucrania.

Una encuesta del Instituto Internacional de Sociología de Kiev realizada en 2015, justo después de la toma de Crimea y del Donbás por parte de Moscú, preguntó por primera vez a escala nacional sobre las formas de resistir preferentes entre los ucranios ante una hipotética invasión y ante una hipotética ocupación armada. La opción más popular en ambos escenarios fue la resistencia no violenta (el 29% y el 26%, respectivamente) mientras que el 24% y el 25% de los encuestados señalaron la resistencia armada.

Según la misma encuesta, quienes tendían a priorizar la defensa del territorio eran quienes optaban con mayor frecuencia por las armas, mientras que quienes priorizaban proteger a sus familias y comunidades preferían la resistencia no violenta. Por mucho que hayan podido cambiar en los últimos años, estos datos sugieren que, como mínimo, existía en Ucrania un considerable capital humano para la defensa de la resistencia no violenta, una opción que sin embargo los aliados occidentales de Kiev no han considerado seriamente.

La resistencia no violenta no es una apuesta abstracta, sino que existen decenas y decenas de acciones que se enmarcan en este tipo de lucha. Sin ir más lejos, en Ucrania se han documentado incontables muestras de acciones de resistencia no violenta, desde bloqueos de convoyes militares a protestas, pasando por cambiar las señales de carretera. Desde el exterior también se puede asistir a este tipo de resistencia con la movilización de líderes políticos y sociales, el apoyo a la protección civil desarmada, puentes aéreos humanitarios, formaciones en resistencia civil para mejorar su organización y su coordinación, o una financiación sólida, por enumerar algunos ejemplos citados.

La defensa de la resistencia no violenta, además, no se fundamenta solo en una cuestión moral, sino también, si se quiere, solamente práctica: un registro histórico de las luchas contra ocupaciones ocurridas entre 1900 y 2006 indica que las de carácter no violento demostraron ser más del doble de efectivas que las violentas a la hora de alcanzar sus objetivos. Asimismo, aquellos escenarios en los que tuvo lugar una resistencia armada el conflicto se alargó de promedio tres veces más, conllevó grandes pérdidas humanas y materiales, y presentaron posibilidades mucho menores de evolucionar en democracias una vez acabado, en parte porque dejaron una sociedad civil destruida o traumatizada. Las resistencias no violentas, por el contrario, gozan de mayor legitimidad, amasan más apoyos nacionales e internacionales, facilitan más cambios de lealtad entre quienes fueron partidarios del ocupante, y pueden ser efectivas para neutralizar las fuerzas de seguridad.

Uno de los ejemplos más citados en esta línea es la resistencia de Checoslovaquia frente a la invasión de las tropas de la Unión Soviética y del Pacto de Varsovia en 1968. Pese a no contar con un plan estratégico, en última instancia el país forzó a Moscú a ceder y a prestarse a perfilar un acuerdo negociado, visto como una victoria notable en la época y convertido desde entonces en un ejemplo ilustrativo del poder de la resistencia no violenta.

 

Alternativas más allá de lo inmediato

A largo plazo, son numerosas las voces que llevan años llamando a que Europa y Estados Unidos accedan a negociar con Moscú para definir un nuevo orden de seguridad europeo, que incluya el papel que Rusia debe tener en él y que sea aceptable para todas las partes. La oposición a una respuesta militar frente a la ocupación rusa de Ucrania no solo está siendo a menudo interpretada como una entrega de las llaves del país a Putin, sino incluso como la entrega de las llaves de Europa. Pero esta lectura implica considerar que hay que gestionar una Rusia en expansión en lugar de gestionar una Rusia en declive, algo que la propia ocupación de Ucrania está exhibiendo y que exige una actitud diferente.

En 2015, Jeremy Shapiro, investigador  entoncesdel think tank Brookings, resaltó la importancia de esta negociación precisamente porque “el declive de Rusia significa que poco importa si [su] plan a largo plazo es reconquistar toda Europa del Este [porque] no tendrá la capacidad para hacerlo. Por lo tanto, no debemos preocuparnos por la fuerza rusa, sino por lo que hará cuando comience a percibir que es débil”.

Ruptura Rusia-Occidente (Getty Images)

Llegado el momento, Shapiro recordaba que Rusia contará con armas nucleares y la percepción de amenaza, por lo que llamaba a “darnos el lujo de acomodar a Rusia a corto plazo y trabajar hacia una mejor relación entre este país y Occidente que facilitará la gestión del declive ruso”. Shapiro también señaló a los escépticos con la fiabilidad de Putin para mantener acuerdos que, precisamente porque no podemos confiar en él, “debemos encontrar un acuerdo que crea que es lo mejor para [sus intereses]” como única garantía.

En este proceso, numerosas voces han apuntado a la necesidad de afrontar también cuestiones incómodas para Europa como su responsabilidad en el desorden global que ha llevado hasta el escenario actual, sobre todo por lo que respecta al rol de la OTAN y de forma más general a la lógica de bloques, alianzas militares y esferas de influencia.

Paralelamente, se ha reivindicado que el movimiento contra la guerra debe luchar por un orden internacional consistente basado en reglas compartidas, diplomacia y cooperación, notando que el incumplimiento de las normas por parte de grandes potencias, ya sea en Ucrania, en Siria o en Palestina, ha allanado el camino hasta el escenario actual.

“Nuestra única esperanza reside en un movimiento mundial contra el militarismo”, ha señalado la ucraniana Polina Godz, directora de arte del medio Tribune. “El caso es más difícil de plantear en momentos como este, cuando cada sentimiento de tu cuerpo quiere ver a Putin derrotado militarmente. Pero también es ahora cuando es más importante”.