G7
Esculturas de los líderes del G7 con motivo de la cumbre de Cornualles. (Ben Birchall/PA Images via Getty Images)

El G7 se prepara para celebrar su primera cumbre desde el inicio de la pandemia de COVID-19. Si bien la resolución de conflictos no es una de sus grandes prioridades, tampoco puede olvidarse de ella por completo. He aquí siete problemas que tiene ante sí en este terreno y varias formas de abordarlos.

 

Los dirigentes del Grupo de los Siete (G7) países industrializados se reúnen esta semana en Cornualles, Reino Unido, por primera vez desde que estalló el brote de COVID-19. Sus prioridades van a ser problemas mundiales como la pandemia, el cambio climático y las amenazas contra la democracia, además de las preocupaciones económicas. Después de un periodo de fricciones entre los países de Occidente —en gran parte debidas a las excentricidades del expresidente de Estados Unidos Donald Trump, que perturbó las reuniones del G7 entre 2017 y 2019—, los líderes quieren mostrar su unidad frente a China y Rusia. Y el presidente Joe Biden hace su primer viaje al extranjero desde que tomó posesión, lo cual añade peso a la ocasión.

La paz y la seguridad internacionales no ocupan un lugar especialmente destacado en la agenda de la cumbre de Cornualles. Y eso no es habitual. Aunque el G7 se fundó como respuesta a la crisis económica de los 70, ya en 1980 hizo su primera declaración pública específicamente a propósito de una guerra en activo, cuando condenó la invasión soviética de Afganistán. En otras cumbres, sus dirigentes han abordado guerras como las de los Balcanes, Oriente Medio y Libia. Y en los últimos meses tampoco se han olvidado de estos temas. En mayo, los ministros de Exteriores del G7 se reunieron en Londres y emitieron un comunicado en el que fijaban posiciones comunes sobre problemas de seguridad que iban desde el acuerdo nuclear con Irán hasta el golpe en Myanmar. Esta semana, los jefes de gobierno dedicarán al menos parte del tiempo a la geopolítica. Pero, en un momento en el que la pandemia y las dudas sobre el futuro del modelo liberal occidental son lo que más importa a los políticos, los británicos, anfitriones de esta cumbre, han decidido no dar prioridad a la resolución de conflictos.

Es una decisión comprensible, pero la realidad es que los líderes reunidos en la costa de Cornualles no pueden separar muchas de sus prioridades globales de los problemas de la guerra y la paz. Las grandes campañas mundiales de vacunación contra la COVID-19 deben incluir planes para administrar esas vacunas en zonas de guerra y Estados frágiles donde viven muchos millones de personas y pueden aparecer nuevas variantes de la enfermedad. Las propuestas de adaptación y mitigación del cambio climático deben ir acompañadas de medidas para minimizar los crecientes riesgos de seguridad relacionados con el clima, como las tensiones por el uso de las tierras y el acceso al agua. La reunión de ministros del G7 en mayo prestó atención en parte a la inseguridad alimentaria y el peligro de hambrunas, y confirmó, con razón, que esos tipos de crisis humanitarias tienen sus raíces en guerras como las de Yemen y Etiopía. Por todo ello, los miembros del G7 no pueden relegar la gestión de crisis a un segundo plano.

Las discusiones sobre la estrategia de Occidente respecto a China y Rusia también pueden influir desmesuradamente en los intentos de controlar las crisis mundiales. El desafío de Pekín es implícitamente el tema central de Cornualles. El Reino Unido ha invitado a los dirigentes de Australia, Japón y Corea del Sur —además de Sudáfrica— a asistir a la cumbre. No es casual que sean posibles interlocutores en Asia para compensar el poder de China. En cuanto a Rusia, el presidente Biden se entrevistará con su homólogo, Vladímir Putin, poco después de la reunión del G7. Su gobierno ha dicho que va a seguir mostrándose firme contra lo que considera injerencias agresivas de Moscú en el extranjero y, al mismo tiempo, va a tratar de establecer unas “vallas de contención” para impedir que la situación se descontrole. Diversos expertos estadounidenses y británicos en estrategia política han subrayado la posibilidad de un nuevo “D10” de democracias capaz de contrarrestar el uso que hace Pekín de la coacción económica y el peso tecnológico y la supuesta intromisión de Moscú en elecciones de otros países para configurar un orden internacional más de su agrado. Las autoridades y los expertos de algunos otros miembros del G7, como Francia e Italia, se han mostrado incómodos con la idea, pero está en consonancia con el interés del gobierno de Biden en reunir a las democracias para debatir sus problemas internos y externos.

Independientemente del valor que pueda tener un grupo de democracias en el escenario mundial, su propuesta suscita dudas sobre el futuro que prevén Estados Unidos y sus aliados para los organismos multilaterales más inclusivos —entre ellos la ONU— a la hora de gestionar conflictos y peligros naturales como la COVID-19. Aunque el nuevo equipo estadounidense y el Reino Unido han intentado colaborar con China para resolver la crisis de Myanmar, en especial en el contexto de Naciones Unidas, las posibilidades de revitalizar muchas instituciones internacionales siguen siendo escasas por las tensiones geopolíticas. En este contexto, no es extraño que los miembros del G7 quieran reafirmar su renovado sentimiento de tener un objetivo común. Pero deben explicar cómo van a poder controlar las crisis actuales y, al mismo tiempo, hacer lo que consideren necesario para compensar la agresividad de China y Rusia sin descartar del todo la idea de cooperación con Pekín y Moscú cuando convenga.

¿Qué medidas pueden tomar los líderes del G7 en Cornualles para abordar los problemas en siete ámbitos? Son medidas para: gestionar las fricciones con China y Rusia, respaldar las campañas de vacunación contra la COVID-19 en zonas de conflicto, abordar las amenazas para la seguridad por razones climáticas antes de la 26ª Conferencia de la ONU sobre el Cambio Climático (COP26) que se celebrará en Glasgow a finales de este año, y ocuparse de las causas políticas que derivan en hambrunas provocadas por guerras. Asimismo, destacamos varias crisis —Afganistán, el Golfo Pérsico, Libia y Sudán— en las que los líderes del G7 podrían sumar su peso para iniciar o impulsar procesos políticos y diplomáticos necesarios o ya en marcha. Por más que los miembros del G7 estén preocupados por estar perdiendo influencia en favor de China y otras potencias emergentes, en conjunto tienen todavía, si se esfuerzan, el peso diplomático y económico necesario para empujar a las partes de un conflicto y a Estados rivales a alcanzar acuerdos políticos.

1. Gestionar las fricciones con China y Rusia

El uso cada vez más agresivo que hace China de una amplia variedad de herramientas económicas, políticas y militares para hacer que el contexto internacional sea más favorable a sus intereses ha producido inquietud en gran parte del mundo y ha alimentado los temores a las intenciones y los propósitos de Pekín a largo plazo. En su periferia, especialmente en los mares del Sur y el Este de China, el Estrecho de Taiwán y la frontera con India, China es cada vez más agresiva y utiliza las presiones militares y los incentivos económicos para salirse con la suya en varias reivindicaciones de soberanía revisionistas. Cuando los ministros de Exteriores del G7 se reunieron en mayo, explicaron que, en opinión de sus gobiernos, las acciones chinas debilitan el orden mundial, incluidos los que el grupo considera principios, derechos y normas universales. Después de declarar su intención de involucrarse más en el Indo-Pacífico y en la cooperación con la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), indicaron su voluntad de no ser meros espectadores mientras Pekín exhibe su fuerza.

Aclarar la posición del G7 respecto a China en varios temas como las sociedades abiertas, el comercio libre y justo, el ciberespacio y la salud mundial es importante para lograr un consenso sobre la forma que debe tener el orden internacional. Pero también puede agravar los roces con Pekín, en la medida en que se refuercen las diferencias entre distintas concepciones.

En lugar de dejar que la animosidad creciente impida cooperar en general, el G7 debe seguir explorando formas de colaborar con China en los grandes problemas mundiales en los que tienen intereses comunes, en particular el cambio climático. Los gobiernos occidentales y Pekín pueden encontrar una causa común inmediata en la lucha contra la COVID-19. Ahora que solo está vacunado el 6% de la población mundial, todos los gobiernos deberían olvidarse de los aspectos políticos del reparto de vacunas y colaborar a través de mecanismos internacionales como COVAX —la iniciativa multilateral concebida para enviar vacunas a los países pobres— para asegurar la ayuda necesaria para las poblaciones más vulnerables del mundo. Además, el G7 y China deben colaborar en el fortalecimiento de las instituciones mundiales de salud pública con el fin de que el planeta esté mejor preparado para la próxima pandemia.

Rusia es otro problema. Desde 2014, cuando los demás miembros del entonces G8 expulsaron al país como castigo por su anexión de la península ucraniana de Crimea, las relaciones entre Moscú y el G7 han seguido deteriorándose. Las potencias occidentales están unidas frente a las acciones militares, políticas y de los servicios secretos del Kremlin, que consideran perjudiciales para los procesos democráticos y para un orden internacional legal, en primer lugar, en Ucrania, donde prosigue la guerra, pero también en el resto de Europa, en todo el mundo y dentro de la propia Rusia. Por su parte, esta acusa a los miembros del Grupo de lo que Moscú califica de injerencia en los asuntos internos de otros Estados (incluido los del suyo propio) y de una campaña coordinada para debilitar y coaccionar a Rusia. Las discrepancias son de fondo y no es probable que vayan a resolverse ni pronto ni fácilmente.

No obstante, dejar que las relaciones se degraden todavía más no beneficia a nadie. El momento de la cumbre del G7, días antes de que el presidente Biden se reúna con su homólogo Putin, puede allanar el terreno para que las relaciones sean menos volátiles. Los aliados del G7 pueden dotar al líder estadounidense de un frente unificado permanente y, con suerte, alguna innovación estratégica que permita actuar con más eficacia frente a Rusia. Esto es especialmente importante en la cuestión de la guerra en el Donbás, la región oriental de Ucrania. El Kremlin ha empezado a retirar miles de soldados adicionales que desplegó esta primavera cerca de su frontera con Ucrania. Pero esos despliegues de tropas y el potencial de escalada que representaban han sido un recordatorio inequívoco de que el Donbás sigue siendo un foco de tensión muy peligroso.

El Gobierno de Biden ha expresado su deseo de tener una relación más previsible con Rusia, con “vallas de contención” que impidan, mediante el diálogo y el entendimiento, que las crisis de descontrolen. El hecho de que el G7 mantenga su posición alineada puede ayudar a erigir esa estructura. Por ejemplo, los líderes occidentales podrían ponerse de acuerdo en refinar las políticas de sanciones, y fijar tanto las líneas rojas para Moscú como las condiciones para flexibilizar las medidas existentes, en particular —como ha propuesto Crisis Group— con el objetivo de reactivar el debilitado alto el fuego y el moribundo proceso de paz en Donbás. Unos planes creíbles en este sentido, con salvaguardas que garanticen la rápida reimposición de las sanciones en caso de que Rusia dé marcha atrás, podrían contribuir a fomentar el compromiso. Además, serían una forma de contrarrestar el mensaje de Rusia de que las sanciones no tienen nada que ver con su comportamiento, sino que son un instrumento para herir al país y a su pueblo. Los miembros del G7 también pueden exponer en qué están dispuestos a cooperar con Moscú, por ejemplo, en el control de armamento, la lucha contra el cambio climático o la respuesta a la pandemia; todos ellos ámbitos en los que la cooperación no es un premio para Rusia, sino crucial por naturaleza para todas las partes implicadas.

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Un grupo de personas espera para ser vacunado en Nueva Delhi. (Sonu Mehta/Hindustan Times via Getty Images)

2. Apoyar explícitamente los planes de alto el fuego para llevar a cabo las vacunaciones

La cumbre de Cornualles va a centrarse en la campaña mundial para controlar la pandemia. Los ministros de Sanidad del G7 ya se han comprometido a contribuir más a COVAX “cuando la situación interna de nuestros respectivos países lo permita”. Aun así, los líderes deben pensar por un momento en los problemas concretos que estorban el envío de vacunas a los países frágiles y asolados por guerras.

La COVID ha tenido menos efecto en las grandes guerras del que parecía posible hace un año, pero es posible que lo peor esté aún por venir. Los combatientes enmarañados en guerras que vienen de muy atrás, en general, han despreciado los efectos de la enfermedad y han continuado luchando. Ahora bien, la crisis económica provocada por la pandemia ha ayudado a agravar las tensiones políticas en Estados débiles como Líbano e incluso en países de renta media-alta como Colombia. En este país, los ciudadanos, que ya estaban enfadados por las desigualdades, la brutalidad policial y la inseguridad, ahora sienten que las élites tienen acceso injusto a las vacunas —gracias a su capacidad de viajar a Estados Unidos—, lo que ha alimentado las protestas callejeras y la violencia. Todo ese malestar puede ser un preludio de lo que nos espera si no se envían rápidamente vacunas al sur del planeta.

Desde el punto de vista de la salud pública internacional, las zonas de conflicto persistente también suponen un obstáculo para los intentos de frenar la COVID. Pueden surgir nuevas variantes de la enfermedad en regiones difíciles de vacunar, como el este de la República Democrática del Congo, el enclave de Idlib en Siria o partes de Yemen y Afganistán. El Consejo de Seguridad lo reconoció así en una resolución de febrero en la que pedía a las partes en conflicto que facilitaran las campañas de vacunación y amenazaba (de forma bastante vaga) con denunciar a quienes las obstaculizaran. Los miembros del Consejo alcanzaron un acuerdo sobre esta propuesta, que es bastante más concreta que el vano llamamiento del Secretario General de la ONU a un “alto el fuego global” en respuesta a la COVID-19, con una facilidad inusual.

Un motivo por el que la resolución de febrero del Consejo no ha tenido gran repercusión hasta ahora es que no hay suficientes vacunas para llevarla a la práctica. Pero los líderes del G7 deben reafirmar sus compromisos con COVAX reiterando su apoyo a “altos el fuego por vacunación” en zonas de conflicto, para que puedan desarrollarse campañas rápidas, y comprometiéndose a ofrecer ayuda diplomática y práctica: por ejemplo, apoyo logístico a la ONU y la Organización Mundial de la Salud. También necesitan subrayar que todos los Estados y la OMS deben proporcionar a todos los ciudadanos un acceso justo e igualitario a las vacunas.

3. Destacar los riesgos de seguridad relacionados con el clima

Todas las miradas están puestas en la COP26, prevista para el mes de noviembre en Glasgow, y la necesidad de garantizar las cero emisiones de carbono en todo el mundo de aquí a 2050 y limitar el calentamiento global a 1,5 grados para cumplir los objetivos del Acuerdo de París. Sin embargo, se presta menos atención a los riesgos de seguridad derivados del cambio climático. En febrero, el Reino Unido organizó un debate virtual de máximo nivel sobre la seguridad climática en el Consejo de Seguridad, pero los responsables de preparar la COP26 no han considerado prioritario este aspecto.

Ya hay motivos para inquietarse. Es cierto que la influencia del clima en las guerras no es sencilla ni diáfana. Los patrones meteorológicos que avivan la violencia en una zona pueden tener escasas consecuencias en otra, y los resultados de los conflictos suelen depender, en gran medida, de las respuestas políticas. Los Estados gobernados de manera integradora, que están bien preparados para mediar en los conflictos por el acceso a los recursos o pueden sostener a sus ciudadanos cuando peligra su sustento, son más capaces de gestionar los conflictos derivados del clima. Aún así, en los países más frágiles de todo el mundo, las olas de calor sin precedentes, las precipitaciones extremas e irregulares y la subida del nivel del mar están afectando ya a millones de personas. Estos fenómenos meteorológicos pueden crear inestabilidad porque agudizan la inseguridad alimentaria, la escasez de agua, las disputas por los recursos y los desplazamientos de población. Ya están influyendo en la dinámica de los conflictos actuales en ciertas partes de África, pero tampoco son inmunes varias regiones de Asia, Latinoamérica y Oriente Medio.

Los líderes del G7 deben aprovechar esta cumbre para tomar nota de los riesgos de seguridad que provoca el calentamiento global y garantizar que en la COP26 se discuta sobre la influencia del clima en las guerras, que en la COP27 —prevista para 2022 en África— sea una prioridad y que también lo sea en la relación del grupo con el continente africano. Deben comprometerse a trabajar con los países frágiles para elaborar unas estrategias de adaptación que permitan reducir y prevenir las posibilidades de conflictos mortales. También serán necesarios fondos para financiar esas políticas.

Mientras tanto, los líderes del G7 podrían comprometerse también a reactivar una propuesta de resolución del Consejo de Seguridad para impulsar la cooperación multilateral en materia de seguridad climática, que Alemania defendió en el Consejo el año pasado pero que el gobierno de Trump bloqueó. Los actuales miembros del Consejo están debatiendo la presentación de una resolución similar, que podría instituir un nuevo enviado especial de la ONU para la seguridad climática con el fin de concienciar sobre el tema, quizá coincidiendo con el plenario de la Asamblea General de la ONU en septiembre. Aunque las repercusiones iniciales de esta iniciativa sean más bien simbólicas, podría crear un marco para que las organizaciones internacionales y los gobiernos proporcionen más datos y análisis sobre los problemas de seguridad derivados del clima. China y Rusia parecen mirar la idea con escepticismo, pero un gesto positivo del G7 podría impulsar este debate.

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Un niño con malnutrición severa es tratado en el hospital de Sanaa, Yemen. (Mohammed Hamoud/Getty Images)

4. Encontrar soluciones políticas a las hambrunas que provocan guerras

El G7 destacó hace poco los peligros de seguridad alimentaria y hambruna, un tema crucial en la reunión de ministros de Exteriores en mayo. Con la atención centrada sobre todo en casos como los de Yemen, Sudán del Sur y Nigeria, los ministros afirmaron inequívocamente que los riesgos de hambruna en esas situaciones se deben más a los conflictos armados que a la mera escasez de alimentos. Es de agradecer que lo subrayaran, como también lo es que el G7 se comprometiera a dedicar nuevos fondos para acciones humanitarias. Pero la mayor contribución del grupo para aliviar el sufrimiento y minimizar esos riesgos sería redoblar los esfuerzos para encontrar soluciones políticas a los conflictos en cuestión.

Los ministros de Exteriores del G7 ya han hablado sobre la situación en el Tigray, en el norte de Etiopía, donde las fuerzas etíopes y eritreas permanecen inmersas en una campaña para reprimir a los líderes disidentes regionales desde finales de 2020. La guerra sigue adelante, con todo su sufrimiento y con acusaciones por todas partes —especialmente contra las fuerzas eritreas— de haber cometido terribles abusos. El secretario general de la ONU, António Guterres, subrayó en una carta enviada la semana pasada a los líderes del G7 que millones de personas corren peligro de sufrir hambruna y, en concreto, más de cinco millones tienen urgente necesidad de ayuda. El Consejo de Seguridad de la ONU está dividido y ha dicho poca cosa. Los primeros intentos de solucionar el conflicto por parte de la Unión Africana toparon con el rechazo del primer ministro etíope, Abiy Ahmed. El G7 emitió una declaración en la que instaba a la retirada de las fuerzas eritreas y subrayaba la amenaza de hambruna en abril.

Los líderes del grupo deben reiterar este llamamiento en Cornualles, sobre todo porque las organizaciones humanitarias consideran ya que la situación de hambruna es inminente o incluso se está produciendo ya. Tienen que hacer hincapié en que Etiopía, a la que se invitó a varias cumbres anteriores del Grupo como modelo de progreso, debe instaurar un cese total de las hostilidades para permitir la entrada de ayuda sin restricciones. Asimismo, tienen que indicar a otros actores influyentes, como los Emiratos Árabes Unidos, que ha llegado el momento de presionar tanto a Addis Abeba como a Asmara para que haya un alto el fuego y esforzarse en convencerles de que actúen en consonancia con esta petición.

También es una prioridad actuar en Yemen, el caso más grave de posible hambruna en todo el mundo. Todas las partes están enzarzadas en una “guerra económica” cada vez más intensa en la que compiten por el control de los suministros de combustible, los ingresos aduaneros y fiscales, el sector bancario y los flujos de divisas. Esto ha hecho subir el precio de los alimentos y otros productos básicos y ha provocado que a los yemeníes vulnerables les sea más difícil comprar alimentos, combustible y agua potable. Hasta ahora, los intentos de mediación de la ONU no han conseguido resolver estos problemas, y los miles de millones de dólares en ayudas no han servido más que para mitigar temporalmente alguno de los efectos socioeconómicos. El gobierno de Biden —que respalda los esfuerzos de Naciones Unidas— y otros miembros del G7 deben presionar a todos los implicados para que acuerden un alto el fuego humanitario que permita aliviar los sufrimientos de la población. El G7 también puede expresar su apoyo a la creación de un grupo internacional de contacto bajo los auspicios de la ONU que coordine las gestiones diplomáticas para poner fin a la guerra y a impulsar un proceso de paz más integrador que incluya a otras facciones políticas y armadas y a representantes de la sociedad civil, además del gobierno y los hutíes.

5. Reforzar el Estado en Afganistán

La decisión que tomó el presidente Biden en abril de retirar todas las tropas militares estadounidenses de Afganistán, que precipitó la retirada de todas las demás fuerzas de los aliados, ha promovido un agravamiento de los combates, espoleado por las ofensivas de los talibanes y las represalias del gobierno. Aunque los defensores del proceso de paz de Afganistán, incluidos los miembros del G7, siguen apoyando la consecución de un acuerdo político para acabar con la guerra, no es probable que ninguna de las partes del conflicto haga concesiones serias a corto plazo, y los talibanes, en concreto, quieren poner a prueba la correlación de fuerzas en el campo de batalla. Los dirigentes políticos afganos continúan divididos y la posibilidad de que el Estado sufra un colapso o los talibanes se hagan con el poder ha fomentado la creación de milicias y el fortalecimiento del separatismo político. Los interlocutores extranjeros y las organizaciones humanitarias temen un brusco deterioro del contexto de seguridad. Australia ya ha cerrado su embajada.

Dado lo improbable de que haya avances inmediatos, los miembros del G7 deben apoyar y contribuir a un marco sostenible de negociaciones de paz a largo plazo, que incluya una vía oficial entre los países de la región y un mediador imparcial. El mandato del enviado especial recién nombrado por el secretario general de la ONU podría ajustarse a esta función. Los Estados de la región deberían desempeñar un papel más destacado y coordinado y presionar a las dos partes para que se repartan el poder político. Ante la posible escalada del conflicto y la tensión a la que seguramente estará sometido el orden político tras la retirada de Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte, los miembros del G7 —entre los que se encuentran varios de los principales donantes del país— deben dar prioridad a apuntalar el Estado afgano. Cualquier perspectiva seria de proceso de paz exige la supervivencia del gobierno afgano incluso aunque se intensifique la guerra. Además de esto, los líderes del G7 deben prepararse para reaccionar ante las posibles crisis humanitarias.

6. Promover la diplomacia entre Irán y los Estados árabes del Golfo

Los periodistas presentes en la cumbre de Cornualles estarán atentos, sin duda, a cualquier señal por parte del presidente Biden y sus homólogos de los países del “E3” (Gran Bretaña, Francia y Alemania) sobre los avances para revitalizar el acuerdo nuclear de 2015 con Irán, que el gobierno de Trump abandonó en 2018. Pero, aunque hay indicios de que las conversaciones en Viena, en las que participan Estados Unidos, el E3, China, Rusia e Irán, están avanzando, es poco probable que se hagan anuncios importantes sobre el tema en la cumbre.

No obstante, los líderes del G7 pueden aprovechar para estimular una reflexión más amplia sobre la estabilidad en el Golfo Pérsico, tanto en paralelo como después de que se reactive el acuerdo nuclear. La enconada enemistad entre Irán y algunos Estados árabes del Golfo, especialmente Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, lleva mucho tiempo desestabilizando amplias zonas de Oriente Medio, pero hoy puede haber una oportunidad para empezar a pasar página. En parte, debido al fracaso de la campaña de “máxima presión” del presidente Trump para cortar las alas a Irán. Muy al contrario, Teherán se volvió más agresivo, puesto que este o sus representantes se dedicaron a atacar las infraestructuras y el transporte marítimo saudí y emiratí. El presidente Biden, desde su llegada al cargo, ha adoptado una estrategia diferente y está intentando negociar para volver al acuerdo nuclear. Todo esto, unido a la pandemia de COVID-19 y sus consecuencias económicas, parece haber convencido a Riad y Abu Dabi de que deben intentar dialogar con Irán para calmar la situación. Los máximos responsables de seguridad saudíes e iraníes se han reunido recientemente en encuentros organizados por Irak.

El G7 debe buscar maneras de lograr que el diálogo sea permanente y ampliar los canales de comunicación. Una de esas formas sería respaldar una estrategia en varias etapas para fomentar la confianza y la transparencia entre los países del Golfo. Un grupo central de países europeos —probablemente más pequeños, fuera del G7, que se consideran más neutrales—, con el apoyo de Estados Unidos, debería negociar primero con los Estados del Golfo para conseguir un diálogo regional integrador, mediado por un convocante relativamente neutral como Kuwait u Omán. Al mismo tiempo, los países del Golfo participantes deberían tomar medidas para crear confianza que beneficien a todos, como acabar con la retórica hostil en los medios de comunicación estatales y facilitar el acceso a los lugares sagrados para la peregrinación religiosa. Con el tiempo, el diálogo debería ampliarse para abarcar vías paralelas sobre cuestiones políticas, económicas, culturales y medioambientales. A la larga, los participantes deberían institucionalizar el diálogo mediante declaraciones de principios, acuerdos de no injerencia y debates sobre la seguridad marítima y las fuerzas armadas convencionales, lo que, si todo va bien, desembocaría en una arquitectura de seguridad regional.

Es poco probable que el G7 pueda dirigir este proceso desde fuera. Algunos de sus miembros están demasiado involucrados en los conflictos de la región como para pretender ser intermediarios honrados en estos diálogos. Pero, con sus relaciones económicas y de seguridad en la zona, los líderes del G7 podrían animar a otros actores mejor situados —como los países nórdicos— a comprometerse con las primeras iniciativas de creación de confianza si demuestran que apoyan seriamente la idea. También podrían empujar al Secretario General de la ONU, Guterres, que en el pasado ha hablado sobre la importancia de un proceso de seguridad regional en el Golfo, a ocuparse más en serio de la situación.

7. Respaldar los avances políticos en Libia y Sudán

Aunque el G7 se dedique sobre todo a temas como el cambio climático y la pandemia, poseen la capacidad colectiva suficiente para contribuir a impulsar determinadas iniciativas de paz y diplomáticas. A pesar de sus dificultades y divisiones recientes, los miembros del G7 conservan un peso diplomático considerable y, como principales donantes de ayuda, poder económico. Otros dos ejemplos de países y regiones en los que el G7 puede influir para transformar la situación en el próximo año son Libia y Sudán, de los que el grupo ya se ha ocupado en determinados momentos.

En el caso de Libia, sobre el que ya se ha debatido con detalle en reuniones anteriores del G7, incluso antes de que se derrocara al presidente Muamar Gadafi en 2011, los mediadores de la ONU, en los últimos meses, han conseguido ayudar a los líderes libios, con éxito notable, a implantar un alto el fuego e iniciar un proceso político para reunificar el país. Sin embargo, las facciones libias siguen discrepando sobre la celebración de elecciones a finales de este año, tal como prevé el plan de la ONU, y sobre la aplicación de las cláusulas económicas y de seguridad del acuerdo de paz, que incluyen la salida de las fuerzas extranjeras de Libia. Los miembros del G7, muchos de los cuales han mantenido estrechos vínculos con las partes enfrentadas en Trípoli y Bengasi, deben hacer un llamamiento conjunto a desbloquear la situación y asegurarse de que sus diplomáticos y responsables de inteligencia hagan el seguimiento de los principales actores sobre el terreno.

En Sudán, las autoridades de transición encargadas de dirigir el país tras la caída del presidente Omar al Bashir en 2019 siguen luchando con una situación económica nefasta, la violencia localizada y las frágiles relaciones entre civiles y militares. Las tensiones con la vecina Etiopía han aumentado a medida que Addis Abeba avanza en el segundo llenado de la Gran Presa del Renacimiento Etíope (GERD) y como resultado de la crisis del Tigray. El uso de la fuerza militar por parte de Sudán en la región de Al Fashaga también ha perturbado el acuerdo de “frontera blanda” que existe desde hace tiempo con Etiopía. Sin embargo, ha habido alguna buena noticia. En una reunión del Fondo Monetario Internacional celebrada en mayo, varios acreedores de Sudán prometieron condonar sus deudas o se ofrecieron a discutir medidas para aliviarlas. Este tipo de apoyo económico puede reforzar a los líderes civiles de Sudán en su intento de celebrar unas elecciones democráticas, una fase crucial en la transición, porque demostrará lo que son capaces de ofrecer al pueblo.

En este contexto, los líderes del G7 deberían ofrecer ayuda adicional, porque eso contribuiría a impulsar la transición, entre otras cosas, reforzando a la pequeña y mal dotada misión de la ONU presente en Jartum para ayudar al gobierno. Contribuir a una transición sin problemas también favorecería la seguridad regional. Asimismo, el G7 debe presionar a Etiopía y a Sudán para que rebajen su enfrentamiento militar en Al Fashaga e instar a ambos países y a Egipto a que lleguen a un acuerdo temporal sobre el GERD mientras siguen buscando un acuerdo global sobre la gran presa de Etiopía y la gestión de la cuenca del Nilo.

Para cerrar

Hay muchas otras cuestiones de seguridad sobre las que los líderes del G7 podrían opinar o al menos hablar a puerta cerrada. La gran cantidad de temas en su agenda significa que es poco probable que los presidentes y primeros ministros reunidos traten todas o siquiera alguna en profundidad. Los asesores de los líderes querrán centrarse en unos cuantos mensajes claros sobre cuestiones como la COVID, en lugar de hacer una mezcolanza de declaraciones sobre distintas preocupaciones. Pero, aunque este año el G7 no dé tanta prioridad a los conflictos mortales como en otras ocasiones, la intención del grupo de ser una fuerza internacional importante sigue dependiendo, en parte, de su capacidad para abordar los asuntos de seguridad además de los acontecimientos económicos y medioambientales.

 

El artículo original ha sido publicado en inglés en International Crisis Group

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia