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Rebeldes del Movimiento de Liberación del Pueblo de Sudán-En Oposición (SPLM-IO). SUMY SADURNI/AFP/Getty Images

El 15 de diciembre de 2018 se cumplieron cinco años de guerra civil en Sudán del Sur. Para garantizar que el acuerdo de paz de septiembre no corra la misma suerte que otros intentos frustrados anteriores, se necesita un acuerdo político más amplio que reparta el poder entre los diferentes grupos y las regiones del país.

La noche del 15 de diciembre de 2013, se oyeron disparos en el límite de la capital de Sudán del Sur, donde dormía la selecta guardia presidencial. Juba ya era un polvorín. Y aquella fue la chispa.

El Ejército de Sudán del Sur se desintegró. A la mañana siguiente, grupos de soldados leales al presidente Salva Kiir recorrieron las calles en busca de miembros de la etnia nuer, considerados fieles al vicepresidente recién destituido, Riek Machar, que pretendía arrebatar el liderazgo a Kiir. La noticia de la matanza se extendió. Y con ella, las revueltas.

La guerra de Sudán del Sur no ha cesado desde entonces, ha llegado a distintos rincones del país y ha hecho que cada vez más grupos sucumbieran a una desesperada lucha por el poder. Un estudio reciente calcula que el número de muertes asciende a 400.000.

No obstante, esta Navidad se presenta más esperanzada que la última. En septiembre, las facciones enfrentadas aprobaron un nuevo acuerdo de paz que permitirá, en teoría, que el líder rebelde, Machar, regrese a Juba para ser uno de los cinco vicepresidentes antes de las elecciones generales previstas para 2022.

Sin embargo, dado que otros intentos similares de lograr la paz o asegurar un alto el fuego en los últimos cinco años han fracasado, existen dudas sobre si este pacto será distinto y se asentará.

Un acuerdo de paz de corta y pega

El impulso para “revitalizar” el acuerdo surgió en junio de 2018, cuando el nuevo primer ministro etíope, Abiy Ahmed, puso las negociaciones sobre Sudán del Sur en manos del presidente sudanés, Omar al Bashir.

Al Bashir tenía más influencia con ambas partes y estaba deseoso de multiplicar la producción de petróleo de Sudán del Sur, que su propio país exporta a través de sus oleoductos a cambio de un pago sustancial. Para ello, era necesario garantizar cierta estabilidad, sobre todo en las zonas petrolíferas del estado natal de Machar, Unity.

El líder sudanés pidió al presidente de Uganda, Yoweri Museveni, aliado de Juba, que convenciera a Kiir para que aceptara el regreso de Machar como vicepresidente, y Kiir accedió. Por su parte, Machar, debilitado y ansioso por poner fin a su exilio, no se atrevía a decir que no a Al Bashir, que, como ha reconocido en privado a otros jefes de la oposición, es el último amigo que le queda en la región.

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Salva Kiir, presidente de Sudán del Sur (derecha) y Riek Machar, rival de la oposición, durante los recientes diálogos de paz en Entebbe.SUMY SADURNI/AFP/Getty Images

Kiir se ha resistido menos esta vez al acuerdo de paz porque está en una posición de fuerza. Pero eso quiere decir que puede resistirse a ponerlo en práctica. El mes pasado, envió a su responsable de seguridad, Akol Koor, a reunirse con Machar en Jartum, para decirle que la oposición tendría que integrarse en el Ejército actual. Machar protestó y alegó que el acuerdo de paz contemplaba la formación de un Ejército nuevo. Los dos bandos no se han puesto aún de acuerdo.

Según el nuevo texto, Machar y otros líderes de la oposición volverán a Juba y formarán un gobierno “de transición” hasta las elecciones. El Gobierno se ampliará para incluir a cinco vicepresidentes, de los que Machar sería el primero. Kiir seguirá controlando dos vicepresidencias y los demás grupos de oposición ocuparán las dos restantes.

El objetivo era que el acuerdo de 2018 fuera más integrador que otro similar firmado en 2015, que no incluyó a los grupos de la oposición. Sin embargo, los puestos adicionales no han servido más que para fragmentar todavía más a la oposición, que está debilitada por las luchas internas y los sectarismos. Ninguno de los demás grupos opositores signatarios tienen peso militar.

Si bien el acuerdo introduce varios elementos nuevos —acelera los plazos para formar un Ejército unificado e incluye cláusulas para determinar las fronteras internas de Sudán del Sur muy manipuladas durante la guerra)—, el modelo sigue siendo básicamente el mismo de 2015: el fin de los combates seguido de un gobierno con reparto de poder y, a continuación, elecciones. El nuevo acuerdo es en gran parte un corta y pega del anterior.

“Un país nuevo”

En febrero de 2016, poco después de que se firmara el acuerdo de paz de 2015, tras dos años de guerra, me entrevisté con representantes de los rebeldes que habían ido a Juba a preparar el regreso de su líder, Machar. La desconfianza era patente.

Sentado en un patio de arena, un gobernador rebelde agitado trazó con un palo una línea por la mitad de un mapa de Sudán del Sur burdamente dibujado en la arena. “Este tendrá que ser un país nuevo”, proclamó, indicando la mitad sur, en la que sus fuerzas continuaban movilizadas.

Machar volvió a Juba dos meses después, en abril de 2016. Al cabo de unas semanas, en julio, estallaron nuevos combates entre los dos ejércitos y el acuerdo se vino abajo.

“¿Cree que hemos olvidado 2016?”, pregunta un jefe rebelde que ha vuelto ahora a Juba. Durante la carnicería provocada por el fracaso del acuerdo anterior, se escondió en un campamento civil bajo la protección de la ONU, pero luego entró clandestinamente en territorio rebelde.

Otros huyeron a pie con Machar, perseguidos durante semanas por soldados de élite del Gobierno a través de la espesa jungla hasta que, siguiendo los senderos de los cazadores furtivos, cruzaron al Parque Nacional de Garamba, en la República Democrática del Congo. Por el camino murieron decenas de guardaespaldas de Machar. Algunos de inanición; otros se envenenaron al comer raíces silvestres en una selva desconocida, lejos de su territorio.

Como siempre, los que más sufrieron fueron los civiles. Después de julio de 2016, la violencia obligó a un millón más de personas a huir de sus hogares. Murieron cantidades incalculables. Ardieron pueblos enteros. Las mujeres y las niñas sufrieron violaciones a manos de todos los bandos. En Juba, los diplomáticos y trabajadores humanitarios se refugiaron como pudieron, sin poder acceder al aeropuerto para ser evacuados. Las tropas gubernamentales irrumpieron en un complejo de viviendas de trabajadores humanitarios y los violaron en masa.

Dos posibilidades

Es evidente que el nuevo acuerdo de paz no va a aplicarse del todo ni a tiempo. Los acontecimientos se van a desarrollar probablemente en una de estas dos direcciones.

La primera posibilidad sería la formación del gobierno de unidad, aplazada por el retraso o el estancamiento de los demás elementos del acuerdo. En principio, esos elementos —disposiciones provisionales de seguridad, unificación del Ejército, reparto del poder local y establecimiento de las fronteras internas de Sudán del Sur— deberían quedar resueltos antes de que se forme el gobierno, pero están especialmente disputados y van muy retrasados. Si se aplaza el gobierno de unidad, existe el peligro de que el acuerdo pierda fuerza. Eso minará la confianza en el proceso, tanto por parte de los firmantes como por parte de los donantes a los que se ha pedido que lo financien.

Por consiguiente, habrá muchas presiones, en el propio Sudán del Sur y en la región, para que se materialice la segunda posibilidad: la formación del gobierno de unidad a pesar de las discrepancias pendientes sobre otros elementos del acuerdo. Es posible que el mismo Machar decida sacar el máximo partido posible a la situación, regresar como segundo de Kiir y empezar a moverse con el propósito de presentarse a las elecciones presidenciales en 2022.

Estas son aguas conocidas y traicioneras. En 2016, presionado por el fracaso en la aplicación del acuerdo de paz, Machar dijo a su grupo de fieles que iba a volver a Juba para impulsar el acuerdo de paz desde dentro. Cuando lo hizo, el Gobierno se bloqueó y se desmoronó.

Es decir, ambas perspectivas están llenas de inconvenientes. Para sortearlos habrá que presionar a todas las partes con el fin de seguir avanzando sin que se derrumbe la frágil tregua. Es un reto especialmente difícil para los diplomáticos occidentales, cansados de la crisis y marginados de las negociaciones en Jartum pese a que sus países son los que pagan los alimentos que están manteniendo con vida a los habitantes de Sudán del Sur.

Los viejos riesgos de un acuerdo nuevo

La población del país desea desesperadamente que termine la guerra. Pero, aunque existe un pacto sobre el papel, todavía queda mucho camino que recorrer hasta llegar a un acuerdo político definitivo.

Para las potencias externas involucradas en el proceso, la preocupación inmediata es impedir que estalle la violencia si fracasa el acuerdo. En segundo lugar, resolver la lucha de poder y la profunda hostilidad entre Kiir y Machar.

Kiir aspira a marginar a Machar incluso aunque éste regrese a Juba. El plan a largo plazo de Machar es derrotar a Kiir en las elecciones. Es la misma dinámica que en 2013 dio pie a una crisis política que escaló hasta convertirse en guerra civil, y la misma que también socavó el pacto de 2015.

Este ciclo no tendrá fin mientras no se encuentre, como mínimo, una solución al bloqueo político creado por la rivalidad entre Kiir y Machar. Pero lo que hace falta, con el tiempo, es un acuerdo político que incluya un reparto de poder más amplio entre todos los grupos y regiones de Sudán del Sur.

De momento, lo más urgente es que haya un verdadero trabajo diplomático y de mediación por parte de los jefes de Estado de la región que tienen influencia sobre los políticos de Sudán del Sur pero que, hasta ahora, han respaldado a distintos bandos y han perseguido sus intereses concretos casi más que un acuerdo de paz.

Las autoridades regionales, en privado, reconocen que les cuesta encontrar consensos y cambiar de rumbo cuando es necesario, sobre todo porque las estrategias políticas solo se negocian al máximo nivel y las reuniones entre jefes de Estado son poco frecuentes. Las decisiones cruciales se aplazan hasta que surge una crisis. Debería haber un tercero ajeno y con poder suficiente para viajar entre Jartum, Kampala, Addis Abeba y Nairobi, ayudar a labrar una estrategia regional coherente y presionar para que se actúe de forma sostenida.

El compromiso internacional en ese sentido ya no existe. Estados Unidos no cuenta con ningún enviado especial de categoría dedicado a Sudán del Sur desde 2016, y ningún otro gobierno ni organismo ha ocupado el lugar de Washington. Esta dejación es incomprensible, porque la diplomacia es mucho más barata que la factura anual de miles de millones de dólares que supone una crisis humanitaria interminable.

Los diplomáticos se apresuran a decir que los dirigentes del país “carecen de la voluntad política” para poner fin a la guerra. Si es así, es un mal contagioso. Cinco años después de que comenzara el conflicto, el mundo también parece haber perdido la voluntad de ayudar a acabar con esta pesadilla.

Este artículo apareció publicado originalmente en IRIN News, una agencia especializada en informaciones sobre crisis y emergencias humanitarias, y en International Crisis Group. El artículo puede leerse aquí.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia