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La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, durante la propuesta de un nuevo Pacto de Migración y Asilo. (Pool/Getty Images)

La Comisión ha tomado la iniciativa con políticas verdes y de migración para aunar y cohesionar posiciones, pero ambas generan resistencias en las esferas domésticas y exterior de la UE. ¿Cuáles son las dificultades que hacen entorpecer la toma de decisiones y las políticas?   

En el contexto de la actual pandemia no todo es COVID19, pero casi. En el ámbito local, regional y nacional todos los esfuerzos están centrados en las políticas de contención del virus y de paliación de sus efectos sobre la sociedad y la economía.

La Unión Europea, como no podría ser de otro modo, también está poniendo el foco en intentar que la grave crisis a la que se enfrentan Estados y ciudadanía cuente con un colchón social que permita que la caída sea amortiguada. Para ello ha puesto en marcha un cambio de filosofía estratégica que ha dado un giro de 180º al planteamiento sobre el que se regía el semestre europeo y la capacidad de endeudamiento de los Estados miembros. Además, la nueva Comisión liderada por Von der Leyen quiere ser proactiva tomando la iniciativa en temas como el Pacto Verde o la política de migración y asilo para mostrar su capacidad política y determinación para aunar y cohesionar las distintas posiciones.

Tanto la nueva política verde, como el Pacto de Migración y Asilo, generan resistencias en el ámbito doméstico y en la esfera exterior de la UE. Si bien es cierto, que las posturas en torno a la política migratoria ocupan más espacio en los medios de comunicación y en los Consejos Europeos, no lo es menos que las posiciones enfrentadas están más polarizadas en torno a la cuestión verde. Aunque pueda sorprender, lo cierto es que existe un total consenso entre los gobiernos de los Veintisiete en relación con cuál debe ser el marco sobre el que desarrollar la política migratoria, el marco de la seguridad. Esto es lo realmente importante, la matriz sobre la que se construye. El resto son ajustes, no rupturas. En cambio, el Pacto Verde que a priori genera un mayor consenso, genera oposición en cuestiones troncales que, de no resolverse, pueden llegar a paralizar la propuesta. Las resistencias, en este caso, provienen de algunos gobiernos, sí, pero una buena parte procede de las sociedades que no se terminan de creer el lema de la transición justa. Tanto en un caso, como en el otro, estas grietas internas impiden que la Unión actúe en el ámbito global con una sola voz y posición, ganando peso específico, y, sobre todo, protagonismo propositivo.

Una de las principales dificultades con las que se encuentra el aparato institucional y procedimental de la UE es, como se repite de manera recurrente, que, obviamente, no se trata de un estado consolidado, sino de una “organización no identificada” como gustaba llamarla Delors. Su principal papel es de regulador de políticas, no el de redistribución de recursos. Y de lo anterior se deriva su ingente dependencia de los gobiernos de los Estados miembros que, en la mayoría de las ocasiones, han sido los que han dicho la última palabra.

Uno de los casos más paradigmáticos para el análisis de la situación actual es lo que ha sucedido en torno a la política migratoria. La reciente presentación del Pacto Migratorio y de Asilo es un paso más en el proceso de construcción de una política sostenida sobre el eje de seguridad y control que observa al migrante como amenaza para las sociedades. Esta propuesta de la Comisión, construida bajo el nombre de Pacto, ha de analizarse tanto en sus contenidos, como en su formato.

El formato pretendía indicar que se ha alcanzado una posición común entre los Estados. Von der Leyen y su Comisión han negociado de manera feroz la conclusión de un texto que quería contentar a todos, algo que rememoraba el Pacto sobre Migración y Asilo de 2008 liderado por la Francia de Sarkozy.  El problema es que en esta ocasión la propuesta no viene de los países, sino de la propia Comisión lo que desvirtúa el concepto en sí mismo. La idea era que la cuestión migratoria no fuera un motivo de ruptura en el momento tan crítico por el que atraviesa la UE en la actualidad. Además, a pesar de que la búsqueda de consensos forma parte de la propia naturaleza de la política europea, no es la Comisión la encargada de alcanzarlos, sino de proponer para su aprobación políticas que representen el interés general. El formato de Pacto parece indicar una suerte de consulta tutelada en torno a la redacción de una propuesta controlada por los Estados.

En este punto es imprescindible recordar que fue, precisamente, gracias a los gobiernos europeos, y, más en concreto, al apoyo de los países de Visegrado, lo que permitió que Von der Leyen se hiciera con la presidencia de la Comisión. La falta de acuerdos en el Parlamento Europeo en relación con los spitzenkandidaten, provocó que los Estados tomaran las riendas de los nombramientos, provocando el enfado de los eurodiputados que veían socavada parte de sus capacidades.

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Un grupo de migrantes son atendidos por Cruz Roja española en la Gran Canarias.(DESIREE MARTIN/AFP via Getty Images)

El contenido del Pacto de Migración, al contrario que otros documentos marco presentados en su momento por la Comisión, como la Agenda Europea de Migración de 2015, ha resultado ser un texto menos garantista en derechos y más generoso en políticas de control. Tradicionalmente, la Comisión ofrecía para el debate propuestas en este ámbito que, más tarde, eran recortadas por parte del Consejo. En esta ocasión no hay demasiado que ceder ante la intransigencia de los gobiernos. El texto del Pacto es una total rendición a las posiciones más reaccionarias en relación con las políticas de migración y asilo. Es una cesión al discurso y propuestas de aquellos gobiernos más antinmigración que apuestan por la securitización de la política migratoria y por una aproximación punitiva al fenómeno de la movilidad humana.

La limitación de la propuesta al ámbito del control, incluida la aceleración de las deportaciones de aquellas personas que no tengan “derecho al asilo” a través de un mecanismo denominado pre-entry screening (evaluación previa), además de generar muchas dudas sobre su eficacia, responde a las demandas de gobiernos como el de Hungría o el de la República Checa que han apostado por este tipo de instrumentos para evitar la entrada de los migrantes en territorio europeo. Es muy importante recordar aquí, que las propuestas en relación con el retorno inmediato han demostrado, en numerosas ocasiones, no ser más que un mero eslogan retórico por parte de la clase política. Para poder repatriar, expulsar o deportar, es imprescindible el concurso de los países terceros de origen y tránsito. El Pacto presupone que estos países serán capaces de cumplir bajo el chantaje de la reducción de concesión de visados a través del Mecanismo de Suspensión de Visados. Cómo si en muchos casos, el Estado tuviera una suficiente capacidad de control sobre sus ciudadanos. En quién piensa la UE ¿en Malí? ¿en Libia? ¿Mauritania quizás?

Así, el enfoque exclusivo sobre el control de fronteras y la externalización, dejando a un lado las políticas relacionadas con la apertura de vías legales y seguras, que ya aparecía en el marco de la Agenda Europa de Migración de 2015, supone un retroceso más. Especialmente, si lo comparamos con los objetivos que se marcaron en Tampere en 1999 que incidían en la importancia de la migración legal y segura, la cooperación con los países terceros, una política común de asilo y el trato justo a los nacionales de países terceros. En la propuesta actual los migrantes quedan excluidos.

Se trata de un documento que pone de manifiesto una visión eurocéntrica y postcolonial de la política de migración como herramienta externalizadora. Una herramienta que sirve de excusa para reducir la exigibilidad democrática de los países terceros a cambio de mantener la estabilidad y la seguridad en las fronteras. No hay en este documento una aspiración a construir una política común de migración y asilo, sino una política común de control de fronteras que contente a los Estados miembros. Esta cesión en el discurso y en la política queda además reflejada en la ausencia de instrumentos y propuestas procedentes del Parlamento Europeo, como, por ejemplo, la utilización de los visados humanitarios.

Este caso sirve para ilustrar los intereses y equilibrios políticos por los que está atravesando el proyecto europeo, en función de intereses coyunturales. Así, se observa la incapacidad de aplicación de condicionalidad interna en el ámbito de la migración, frente al intento de ponerla en marcha en el caso de la implementación de las políticas verdes, al vincularlas al plan de reconstrucción y a la transición justa. Las razones son políticas y también económicas. La política de migración y asilo solo forma parte de la Europa geopolítica para condicionar a los países de la vecindad en torno al concepto de seguridad. Las políticas verdes quieren ser utilizadas como el motor de cambio del modelo productivo europeo, algo que permitirá competir en el plano global.

Si esta aproximación no varía el rumbo, habrá, por un lado, en el mejor de los casos, una Europa más geopolítica, más tecnológica y más industrial, que no deja a ningún europeo atrás, frente a una Europa menos humana, menos social y menos garantista en materia de defensa de los derechos humanos y que se empeña en no afrontar el fenómeno migratorio como un fenómeno estructural y vinculado a las amenazas a la seguridad, sino como coyuntural y, por tanto, controlable.