Así es cómo el presidente montenegrino ha pretendido convertir una ceremonia religiosa en una amenaza a la soberanía montenegrina.

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Protesta en la carrerta que va al Monasterio de Cetinje, septiembre 2021, Montenegro. Rusmin Radic/Anadolu Agency via Getty Images

El arzobispo metropolitano Joanikije II, el representante de la Iglesia ortodoxa serbia en Montenegro, era entronizado en el monasterio de Cetinje hace unos días, después de graves altercados entre la policía y un grupo numeroso de ciudadanos montenegrinos. Las imágenes del lanzamiento de objetos, neumáticos quemados y gases lacrimógenos han tenido un enorme eco internacional. Lo que aparentemente es un conflicto entre la defensa de la soberanía montenegrina y la injerencia de Belgrado a través de la institución ortodoxa, muestra la evolución del país durante los últimos años de la mano del presidente Milo Djukanović.

El estallido de estas protestas en Montenegro refleja un conflicto que se viene gestando desde 2019, cuando, Djukanović, movilizó al nacionalismo montenegrino contra la Iglesia ortodoxa serbia, con el objetivo de ganar las elecciones parlamentarias de 2020 frente a sus principales adversarios políticos, formaciones proserbias estrechamente vinculadas al presidente del país vecino, Aleksandar Vučić. Si la formación política de Djukanović, el Partido Democrático de los Socialistas (DPS), perdió aquellos comicios después de tres décadas de gobierno, ahora no solo no ha logrado imponer su relato victimista, sino que aparece como instigador de un potencial conflicto etno-religioso entre montenegrinos y serbios.

Para entenderlo, hay que conocer que, hasta las elecciones de 2020, Djukanović había hecho de la política montenegrina una suerte de feudo personal, que para una mayoría de los analistas de la región podía ser definido como cleptocracia. Desde 1997, decidió dar un giro político y distanciarse de la Serbia de Slobodan Miloševič, orientando la política montenegrina hacia la UE y la OTAN. Este discurso fue comprado por las minorías no serbias en el país, los medios locales prodemocráticos y las ONG liberales locales. No obstante, después de la independencia montenegrina en 2006 muchos de ellos se fueron bajando gradualmente de ese barco conforme la naturaleza autoritaria del gobierno se hacía más palmaria.

Como resultado de esa evolución, aquellos que osaban cuestionarle a él o a su partido, eran tildados públicamente de antimontenegrinos. Esa estrategia fabricada de etnicización —montenegrinos contra antimontenegrinos— no caló en la sociedad civil, no solo por las prácticas corruptas o los malos indicadores socioeconómicos desde la crisis de 2008, que el gobierno no lograba disimular, sino también por la propia estructura social montenegrina. En torno a la mitad de la población se declara montenegrina, pero un tercio lo hacen como serbios. No obstante, cuando hacemos referencia a la cuestión religiosa, alrededor del 70% se declaran ortodoxos, y de ese total la inmensa mayoría se declara afín a la Iglesia ortodoxa serbia —con ocho siglos de historia—, frente a una minoría que lo hace a la Iglesia ortodoxa montenegrina —con apenas tres décadas—, que no es reconocida por el Patriarcado Ecuménico en Constantinopla. Para completar el escenario general, no es extraño que en una misma familia una persona se declare montenegrina y sea defensora de la Iglesia ortodoxa serbia, o que la mayoría de la población declarada montenegrina tenga familiares que se declaren serbios, sin que esa distinción étnica genere ningún tipo de división o animadversión que pueda politizarse.

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El Presidente montenegrino, Milo Djukanović, en una rueda de prensa. Filip Filipovic/Getty Images

El DPS intentó en 2019 aprobar una ley que buscaba debilitar la posición de la Iglesia ortodoxa serbia en Montenegro, porque en la práctica transfería las propiedades eclesiástica serbias al Estado montenegrino, en aquellos casos en los que la comunidad religiosa no fuera capaz de probar ser la legitima propietaria antes de 1918. La parte que disponía dicha regulación, los artículos 62 y 63, ya había sido cuestionada por la Comisión de Venecia, que establecía que había que garantizar y proteger la propiedad de las comunidades religiosas. De igual modo, de acuerdo al artículo 16, prescribía que las organizaciones religiosas no podían hacer referencia a otros países, en un claro signo de prohibición de las actividades de la Iglesia ortodoxa serbia en Montenegro y en una clara voluntad de fortalecer la autocefalía de la Iglesia ortodoxa montenegrina. La ley generó una ola de movilizaciones lideradas por la propia Iglesia ortodoxa serbia que terminó con el DPS fuera del gobierno en las elecciones de 2020, y la conformación de un nuevo Ejecutivo fragmentado entre frentes conservadores y nacionalistas serbios, pero también liberales y de izquierdas, asociados principalmente por su rechazo a Djukanović.

La entronización del arzobispo metropolitano Joakinije II estaba anunciada para el domingo 5 de septiembre en el monasterio de Cetinje: esta ciudad representa la capital simbólica y emocional de la autonomía montenegrina desde tiempos medievales, y la celebración fue interpretada como una provocación inadmisible. Las protestas de los seguidores del DPS principalmente se activaron de forma violenta el sábado anterior, para impedir el acceso de la comitiva ortodoxa a la carretera desde Podgorica a Cetinje, donde iba a estar también la máxima autoridad ortodoxa serbia, el patriarca Porfirije. Los asistentes se enfrentaron a la policía bajo gritos de "¡Esto no es Serbia!" y "¡Viva Montenegro!" —aunque hubo miembros policiales que comulgaron con la iniciativa—, y levantaron una barricada con neumáticos y fuego en la carretera. El primer ministro Zdravko Krivokapić denunció la movilización como un "acto de terrorismo", mientras que Djukanović apoyó las protestas. De hecho, su asesor de seguridad, Veselin Veljović, fue detenido junto a una decena más de manifestantes por enardecer la movilización. Al final, el patriarca Porfirije y el arzobispo metropolitano, llegaron el domingo al monasterio, pero lo hicieron en helicóptero, totalmente protegidos y acordonados por las fuerzas especiales antiterroristas en una escena esperpéntica.

Lo cierto es que el Gobierno montenegrino tenía la obligación de garantizar la libertad religiosa de las autoridades eclesiásticas, con independencia de las lecturas que los sectores montenegrinistas y pro DPS hicieran al respecto. Pero también el Ejecutivo tenía que garantizar que tiene un completo dominio sobre el territorio y la administración, frente a los recursos que se le presumen a Djukanović, con una fuerte ascendencia entre los cuerpos policiales y las fuerzas de seguridad del país. Djukanović tanto en 2019 como en la actualidad ha buscado instrumentalizar sin éxito la influencia de Belgrado sobre la Iglesia ortodoxa serbia en Montenegro, en una suerte de juego político que, al mismo tiempo, beneficia al presidente serbio, Aleksandar Vučić, como aparente rival político. Djukanović insiste en elevarse como defensor de la soberanía montenegrina, pero también nominar a Vučić como único interlocutor válido para garantizar la estabilidad regional en futuras crisis políticas. Todo ello en perjuicio de una sociedad montenegrina que está familiarizada con la convivencia multiétnica entre montenegrinos, serbios, bosníacos o albaneses, y que vivió la transición entre tensiones, pero sin una sola gota de sangre en comparación con sus vecinos. La ceremonia se celebró y las protestas no cambiaron el escenario político, pero hicieron presentarse a Djukanović como un factor de desestabilización cuando, en puridad, se trataba de una mera ceremonia religiosa.

La situación de Montenegro es moderadamente delicada a nivel geopolítico, porque su membresía en la OTAN no esconde que existen importantes sectores afines a Rusia, a los que no les interesa tanto el conflicto como mantener la tensión y la influencia en el pequeño país balcánico, y las tensiones en torno a la religiosidad ortodoxa generan ese tipo de fricciones que alteran la política de manera inmediata y sin grandes esfuerzos. Especialmente, en Bosnia y Herzegovina o en Kosovo, la debilidad estatal provoca que la movilización étnica sea una carta política atractiva para los líderes del nacionalismo serbio, para mover el tablero político a veces con la connivencia foránea. Pero todo esto, en este caso, solo es un dibujo del gran paisaje político, frente a la derrota simbólica más concreta de Djukanović. Con este movimiento, ha demostrado más sus debilidades que su fortaleza política fuera de las fronteras montenegrinas. Ya no controla todos los resortes como antaño, y su protagonismo se ha vuelto un peligro para la seguridad local desde el momento en el que apela al conflicto religioso, algo que en Washington o Bruselas te hace perder enteros, que era aquello en lo que él más basaba su perfil político cuando su partido, el DPS, gobernaba casi indiscutidamente el país.