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Manifestación contra el presidente serbio, Aleksandar Vucic, y carteles que dicen "Počelo je” (Ha empezado), diciembre 2018. ANDREJ ISAKOVIC/AFP/Getty Images

¿Qué hay detrás de las protestas contra el presidente serbio? Un paisaje político, económico y mediático desolador.

Decía el periodista Petar Lazić, con la vis satírica que siempre destilaba, que “el optimista cree en el fin del mundo, mientras que el pesimista no puede confiar ni en eso”. Son las aptitudes hacia la vida las que suelen predeterminar el balance de resultados, pero también son el resorte emocional con el que afrontar las miserias de cada día. Tiene su lógica, sobre todo para el que se ve a sí mismo demasiados años en el averno. Ser optimista para muchos serbios es un lujo, pero un lujo candoroso.

Decía también, en una de sus últimas entrevistas, el presidente serbio, Aleksandar Vučić, “que todo el mundo se va… tenemos que cambiar el ambiente en la región”. Lo que parecería un ejercicio de autocrítica, no hace sino ocultar tres realidades difíciles de disimular: primero, que él es uno de los responsables, segundo, que él rentabiliza ese renuncio y, tercero, relacionado con lo primero y también con lo segundo: que probablemente no estaría en el poder si los que desearan emigrar articularan un partido político que los representara o si, en democracia, computaran los votos en contra, que no.

Los movimientos de protesta emergen a partir de una oportunidad política (esta vez dos) y se sustentan a partir de constantes vitales: el 23 de noviembre le propinaron una paliza al político opositor Borko Stefanović, mientras andaba por las calles de Kruševac, y el 12 de diciembre le quemaron la casa al periodista crítico con la corrupción, Milan Jovanović, por si el ámbito de la disidencia y de la verdad no estuvieran ya suficientemente pisoteados en Serbia. La constante es que la mayoría de la población está insatisfecha con sus condiciones de vida y el país no deja de caer en los indicadores de salud democrática como de aumentar, al mismo ritmo, en la centralización del poder en torno a su presidente.

El paisaje mediático local es sencillamente desolador. Todas las televisiones con frecuencia nacional están controladas por gente afín al Gobierno y la prensa de máxima tirada apenas deja espacio para información abiertamente crítica con el mandatario serbio. Recientemente, se publicaba un informe donde se indicaba que solo en 2018 tres de los tabloides más leídos en Serbia habían falseado 700 de las noticias de sus portadas. Es decir, un reguero de mentiras a diario.

Desde el 8 de diciembre, y con regularidad, los manifestantes protestan cada sábado en Belgrado y las manifestaciones se han extendido a otras ciudades como Novi Sad, Niš, Kragujevac o Čačak. El frío invernal no ha aplacado los ánimos. Son las manifestaciones más numerosas desde la época de Slobodan Milošević. Una de las consignas es “Počelo je” (Ha empezado). De hecho, resuenan como el mítico “Gotov je” (Está acabado), tan vindicado en la época de Otpor!, movimiento opositor a Milošević y que protagonizó el derrocamiento del mandatario serbio en octubre de 2000.

Las protestas reúnen a una masa heterogénea de indignados, pero también de caras conocidas de la política nacional, que en su momento quedaron manchadas por el buitreo de las instituciones, el elitismo de la capital o la corrupción. Vučić ha ofrecido celebrar nuevas elecciones, sabedor de que la oposición no tiene un líder que aúne sentimientos y que pueda ofrecer una alternativa sólida. Existe la plataforma Alianza de Serbia: partidos políticos, sin tirón suficiente, que van desde la socialdemocracia de corte belgradense hasta una extrema derecha que huele a alcanfor. Un remilgo, en definitiva, sin nada más en común que ser antiVučić, como lo fueron otros en su momento, desde el nacionalismo o desde el autoritarismo, antiMilošević. Muchos se preguntan si, como ha sido históricamente en la vida política serbia, no hay otra opción que una alternancia con desórdenes y tumultos.

Ante las primeras manifestaciones, el presidente declaró que nada le haría cambiar de opinión aunque el número de manifestantes alcanzara la cifra de 5 millones. Desde entonces, cada manifestación va acompañada del eslogan 1 de 5 millones (#1od5miliona). Al serbio medio pocos europeos ganan en centímetros de altura, pero tampoco en sarcasmo.

Los manifestantes mostraron su apoyo a las movilizaciones en Banja Luka, lideradas por el padre de David Dragičević: asesinato vinculado al entorno de los cuerpos de seguridad del gobierno de la Republika Srpska y que han evidenciado las formas feudalistas y pandilleras del líder serbo-bosnio Milorad Dodik. También se rindió tributo a Oliver Ivanović, político serbo-kosovar, crítico con Belgrado, asesinado hace poco más de un año. Si la construcción de una sociedad civil pasa en el postsocialismo por la ruptura con el Estado, tanto los gobiernos de Banja Luka como de Belgrado siguen echando fichas.

Sin embargo, hilando más fino, las actuales protestas recuerdan más bien a las de finales de 1996 y principios de 1997. No solo por los copos de nieve y el gorro de lana, sino porque por aquel entonces la oposición estaba muy dividida y se tenía a Milošević como garante de la paz de Dayton –los acuerdos para Bosnia y Herzegovina que finalizaron la guerra–.

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El presidente serbio, Aleksandar Vucic, (derecha) con su homólogo ruso, Vladímir Putin, en Belgrado, enero de 2019. ANDREJ ISAKOVIC/AFP/Getty Images

Y Vučić sigue ese mismo patrón. Representa para las cancillerías de Bruselas o Washington un factor de paz y estabilidad, algo que él mismo predica, como un mantra, en cada entrevista –pirómano y bombero a la vez–. No obstante, mientras los serbios sigan consintiendo que Kosovo sea el particularismo nacionalista que lo emborrona todo, la sociedad serbia no logrará liberarse de las ataduras étnicas y establecer un orden de prioridades que saneen la vida política en su propio Estado. Para explicar esto, cabría preguntarse si detrás del apoyo occidental a Vučić se encuentra un político obediente que prepara el terreno para que Belgrado y Pristina cierren su litigio.

La sociedad civil, mientras tanto, queda empotrada por la geopolítica. Bruselas apoya a Vučić, y las relaciones de entendimiento que éste mantiene con Vladímir Putin –el 17 de enero el mandatario ruso realizaba su cuarta visita diplomática a Belgrado, mientras que el último presidente estadounidense en visita oficial fue James Carter en 1980–, sitúan a Serbia, como campo de batalla entre la OTAN y Rusia, relegando el Estado de Derecho, el avance en derechos civiles o la reforma judicial en un grito sordo respecto a los intereses de las grandes potencias, escenario del que se beneficia el mandatario serbio.

En este contexto, se revela un problema no menos importante para el futuro del país, muy asentado en la cultura política de toda la ex Yugoslavia 2.0: una vez accede a las instituciones, el partido en el Gobierno conforma su propio ejército de votantes, financiado a base de concesiones públicas, sueldos en la administración, autobuses para ir a las contramanifestaciones y sándwich con pan rancio y extra de margarina.

El director de cine Goran Paskaljević tiene en su excelso repertorio la obra Los optimistas. En su escena más destacable, un hombre, de los que saben ir bien enchaquetados, promete a un grupo de enfermos que encontrarán el remedio a su enfermedad en una fuente con poderes milagrosos. Todos podemos intuir el final. Lazar Ristovski fue premiado por este papel; uno de los mejores actores serbios de las últimas décadas. En 2017 apoyó con entusiasmo en plena campaña electoral a Aleksandar Vučić. Poco después, llegaba a los periódicos que la televisión nacional serbia financiaba su último proyecto cinematográfico sobre el rey Petar I, dirigido, además, por su hijo. Interpelado por este extremo, el famoso actor, desatado, llegó a declarar y sin rubor ninguno: “De no ser por Vučić no habría habido película”. Hace pocos días, preguntado sobre la continuación de la película, respondía que si el Estado la financiaba habría secuela. Ser optimistas sale caro. Pero todo hay que decirlo: a algunos menos que a otros.