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El primer ministro búlgaro, Boyko Borisov, y su homóloga británica, Theresa May, junto al presidente frances, Emmanuel Macron, y la canciller alemana, Angela, Merkel, durante el Consejo UE- Balcanes Occidentales en Sofía. (Ludovi Marin/AFP/Getty Images)

Cuando las buenas noticias no son reales en una región que sabe, y mucho, de promesas incumplidas.

Los Balcanes regalan palabras de origen árabe o persa que expresan costumbres y actitudes hacia la vida. Mustuluk es una de ellas. Todavía se utiliza en el antiguo serbo-croata. Se trata de dar una buena noticia a alguien a cambio de alguna gratificación. La persona que reciba la buena noticia pagará por adelantado dinero, un dulce o algún regalo. Esa buena nueva, puede ser merecida, esperada o no, pero siempre tiene un precio.

No ha habido muchas buenas noticias para los Balcanes Occidentales desde aquel martes, 15 de julio, de 2014, cuando Jean Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, declaró que la ampliación quedaba congelada. Desde 2013, solo Croacia se ha integrado entre los miembros del club europeo. A partir de este anuncio, surgieron los problemas: la crisis del euro se enlazaba con tendencias cada vez más autoritarias, un descenso acusado en los barómetros sobre democratización, un retroceso en las libertades civiles y la región volvía a esos escenarios de cuitas históricas que tanto gustan a las redacciones locales y que desatan tantos hilos en Twitter. China, y sobre todo Rusia, parecían que iban comiéndole el terreno, cada vez más, a los países de la UE. Y, por si no fuera poco, EE UU volvió a intervenir en la región con motivo de la crisis macedonia, cuando ese papel resolutivo se le presuponía a la Unión.

Si la Unión Europea tenía como misión "europeizar" los Balcanes, más bien tendría que observarse a la inversa: Bruselas debería evitar balcanizarse. En la UE hay varias batutas que intentan ir al compás sin que la orquesta desentone –que a veces lo hace–. Por un lado, a Federica Mogherini, como Alta Representante de la UE y adalid de la ampliación, le queda poco en el cargo y busca un triunfo político a contracorriente del aumento del euroescepticismo en su país, donde su corriente, la Europa socialista, cada vez es menos influyente. Por otro lado, la Comisión Europea es presa de su propia maquinaria que avanza como un gigante burocrático consumiendo recursos para la ampliación pero sin ella y, finalmente, una miscelánea de países con intereses propios y relaciones dispares hacia la región. Parece cuestionable que se pueda hablar de esa "nueva estrategia", anunciada en febrero, cuando no existe un consenso de compromisos y voluntades de los Estado miembros más allá de la vaguedad de la perspectiva europea.

Si ponemos la lupa sobre los Estados miembros, España ha optado por ponerse de perfil. Los focos se han puesto en su negativa a que los seis países sean tratados como un todo, habida cuenta de que no reconoce a Kosovo como Estado independiente –Rumanía, Grecia, Chipre y Eslovaquia tampoco–. Solución: son tratados por la Declaración de la Cumbre de Sofía como socios (partners) y no como países. Las reuniones grupales se realizarán sin banderas y Mariano Rajoy solo ha acudido a la cena informal del día antes con los otros líderes del club europeo.

Sin embargo, de fondo la ampliación se encuentra con otros Estados que tampoco tienen un papel constructivo en la ampliación. Reino Unido se encuentra en la disyuntiva de estar inmerso en pleno Brexit, pero luego querer organizar la Cumbre Balcanes 2018 en julio, donde apostara por la integración en la UE del sureste europeo. Esta paradoja difícilmente digerible en diplomacia internacional tiene una explicación: afianzar una política de seguridad que aleje a Rusia del tablero balcánico –con la postura anglosajona van de la mano los miembros de la OTAN y países cercanos al gigante ruso: Polonia, Eslovaquia, República Checa….– Alemania, Francia, Bélgica u Holanda son contrarios a la ampliación y privilegian una refundación de la UE antes que integrar a nuevos miembros. Sus líderes se oponen a la ampliación, en la misma proporción que sus votantes. Dinamarca lucha por reducir sus contribuciones europeas, y, otros, como Austria, directamente apuestan por sacar a Turquía de los canales de integración, que reducirían, por si no es poco, casi la mitad de los fondos destinados a la ampliación (el presupuesto fue de 11.698,67  millones de euros para el IPA II entre 2014-2020).

Este entramado es, suficientemente, complejo como para que tenga particular sentido la proposición presentada por Jean Claude Juncker de que las decisiones en política exterior se tomen por mayoría cualificada y no por unanimidad. Poner a 28 países de acuerdo en un contexto global tan desordenado parece una tarea complicada, más complicado todavía si de lo que se trata es de afianzar una propuesta común para los Balcanes. Los años de ampliación han demostrado que los países de la región no ponen las cosas fáciles. Si Eslovenia se lo puso difícil a Croacia para entrar en la UE, Croacia ahora hace lo mismo con Serbia, quien, junto con Montenegro llevan la delantera en la ampliación –la Comisión ha sugerido que para 2025–. Albania y Macedonia, que en febrero recibían buenas noticias para que se abrieran negociaciones de adhesión, tal vez tengan que esperar más de la cuenta. No parece ser el momento de compromisos de este nivel, aunque el esfuerzo diplomático del segundo, después de la crisis con el Gobierno de Gruevski, se merezca algún premio. La firma del acuerdo de frontera entre Montenegro y Kosovo, que prometía el acceso a visados Schengen a los ciudadanos kosovares –los únicos que no lo tienen al oeste de Minsk–, parece que se va a ver paralizado por un tiempo, entre otras razones, por la cifra records de albaneses que han solicitado asilo en países como Francia. Otros temas, como el repunte del crimen organizado proveniente de esa zona de los Balcanes Occidentales, aumentan las reservas del eje franco-alemán a cualquier liberalización de visados. No digamos ya con la crisis de refugiados todavía en ciernes y el ascenso de los partidos de extrema derecha sacando partido de las fobias ciudadanas.

El mantra de la ampliación europea durante estos años había sido privilegiar la seguridad y la estabilidad, por encima de la democratización o la defensa de los valores europeos, pero con la vista puesta en premiar las reformas encaminadas a la convergencia con los países miembros. Esa política no ha cambiado en su esencia pero sí en su planteamiento: la Unión ha tomado conciencia de que, mientras resuelve sus incertidumbres, el mundo no se para, aunque para ello vaya traicionando por el camino algunos de sus presupuestos. La batalla geopolítica con Rusia, las conexiones islamistas, los arrebatos neotomanos de Turquía, el expansionismo comercial chino, las agendas multipolares de algunos líderes locales o las complejas relaciones de vecindad han provocado que Bruselas tenga que mantener una postura proactiva pero sin estar en posición de prometer nada a la región, ni tampoco de presionar a los políticos locales empujando a los países de la zona a escenarios de inestabilidad. El último tour de los mandatarios de la UE por los Balcanes ha terminado siendo como la visita de Papa Noel pero sin regalos de Navidad. Especialmente, ha sido así para la población local, que escucha buenas perspectivas en los micrófonos, pero no las sienten en forma de mejoras en las infraestructuras, salarios o asistencia social al nivel de lo prometido.

Esta dinámica de relaciones entre la UE y los Balcanes Occidentales se ha convertido en un juego de apariencias de oro parece plata no es. Con este escenario, la Declaración de Sofía queda vacía de contenido, sin promesas de relieve y con la única seguridad de que es una oportunidad política para el presidente búlgaro de poner su sello al evento y hacerse una foto entre la pompa y el boato de las grandes ocasiones. Sin embargo, con la mirada puesta en 2025, parece difícil que ninguno de los políticos locales vayan a poner su firma a la integración europea, la mayoría de ellos con inercias autoritarias, currículum en los 90, y discursos que conjugan etnonacionalismo en casa y europeísmo en las cumbres internacionales. No les puede interesar un cambio de status quo si estos cuatro años sin presión de Bruselas han sido los que les han proporcionado más poder político. Tal vez al único que le dé igual sea a Milo Đukanović en Montenegro, por ser sarcásticos, que va camino de superar las tres décadas en el poder. Difícilmente, la UE puede tener credibilidad más allá de su aparataje burocrático y sus mecanismos de financiación, si consiente que el proyecto europeo se construya con "políticos fuertes", "naciones fuertes" y "ciudadanos débiles", tanto en su propio patio como en el que se le espera.

Si el futuro de la política en letras grandes no es optimista, sí merece la pena destacar de la Declaración de Sofía una agenda que apuesta por la conectividad –lograr bajar el precio del roaming–, pequeños avances que imbrican a la región a nivel digital, economía y transportes, con la idea de eliminar barreras administrativas, y lograr la cohesión económica y un clima favorable para las inversiones. La declaración demanda, entre otras medidas que se implemente el Plan de Acción Plurianual para el Desarrollo de un Espacio Económico Regional. En un proceso de alta política en la que la sociedad civil parece estar al margen de las grandes decisiones, estas iniciativas sirven para calibrar si la UE es un agente reformador en la región o no lo es. Los últimos cuatro años no lo ha sido.

Más de quince años después de la Cumbre de Tesalónica, que afianzaba el compromiso de la UE con la ampliación al sureste europeo, nos encontramos en una fase de estancamiento y dudas pero, sin embargo, de muchos fuegos artificiales. Los países de la región son cada vez más diferentes entre sí, con problemáticas más diferenciadas y agendas más diversificadas. La UE tiene que adaptarse a los nuevos retos que se plantean en un escenario que no es el de 2003 ni para los Balcanes Occidentales, ni para Rusia ni para China. El problema de estar dando buenas noticias sin que realmente las haya, es cómo recuperar luego la credibilidad perdida en una región que, desde hace casi tres décadas, sabe como el que más de promesas incumplidas. Hemos pasado de dar malas noticias a inventarnos las buenas.