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Unas niñas pasan al lado de una valla con pósteres del Presidente ruso, Vladímir Putin, en Mitrovica, Kosovo, 2018. ARMEND NIMANI/AFP/Getty Images

Una obra que destripa la influencia rusa con los países de la región, unas relaciones de ida y vuelta donde no caben las generalizaciones.


Rival_Power_coverRival Power: Russia’s Influence in Southeast Europe

Dimitar Bechev

Yale University Press, 2017


Hay ciertos costumbrismos mediáticos que tienen difícil reconversión. Uno puede encontrar muchas explicaciones para justificarlos: lugares comunes con los que llegar más fácilmente a la audiencia, falta de información compensada con alarmismo o conjeturas basadas en acontecimientos que ya ocurrieron y que, por tanto, otorgan verosimilitud, pero a costa de sacrificar la verdad del momento.

Las relaciones de Rusia con el sureste europeo han sido objeto de este mismo marco de pensamiento, porque, precisamente, los Balcanes, por crípticos, dado un largo pasado de conflictos y una geografía política alienada, generan toda suerte de sensacionalismos alimentados por el mercado mediático. Al fin y al cabo, si la política actual cada vez es más compleja y los políticos pretenden persuadir al electorado con soluciones cada vez más simples, el análisis a salto de mata es víctima también de los mismos patrones de aproximación.

En esa misión arriesgada se embarcó el especialista Dimitar Bechev con la publicación de Rival Power: Russia’s Influence in Southeast Europe: en destripar la influencia rusa sobre el sureste europeo y servirla cruda y sin aderezos. Bechev es una voz reputada para hacerlo. Lleva muchos años investigando y siguiendo la política balcánica, incluida Turquía, y la política exterior rusa. Desde la obra Russia and The Balkans de James Headley en 2008, no se había realizado una publicación de esta naturaleza.

No es extraño, sin embargo, que salga ahora. Desde la congelación de la ampliación de la UE y la crisis ucraniana en 2014, este tema ha estado en el foco de atención de una manera recurrente. “Russia is back” (Rusia está de vuelta), así comienza el autor el libro, con cierto regodeo sarcástico hacia un titular que se repite hasta la saciedad por los medios de comunicación y la prensa escrita. Y la respuesta es bastante clara: no es que se hubiera ido. Estuvo siempre a su manera, según sus posibilidades e intereses. El problema básico, y Bechev lo reconoce así, es que estas relaciones de ida y vuelta no pueden estar sometidas a etiquetas ni generalizaciones.

El autor divide el libro en dos partes. La primera dedicada a analizar la presencia rusa en la ex Yugoslavia, Rumania y Bulgaria –en bloque–, Grecia y Chipre en el siguiente y, finalmente, Turquía. La segunda parte es un trabajo destinado a evaluar el impacto real del poder blando ruso sobre el sureste europeo y cómo se manifiesta. Todo ello explicado de una manera ligera y concisa, salpicado de datos y sin florituras, más allá de algún guiño a expresiones en lengua local; incluso sin un aparato teórico o ideológico, lo que algunos podrán echar en falta y otros podrán agradecer.

Desde el inicio, Bechev nos deja claro que el propósito de este libro es situar esta relación en el marco del pragmatismo político, dándole una importancia relevante pero también relativa a otros aspectos que, por recurrentes, tienden a desviar la atención del juego de intereses políticos, como la simbología, la religión o los vínculos culturales paneslavos. En este sentido, se agradece que el autor haga una aproximación histórica en sintonía con el objetivo final, y podamos confirmar como estas relaciones nunca fueron unidireccionales, ni siquiera lineales, sino repletas de altibajos y virajes marcados por una diplomacia de costes y beneficios desde el siglo XVIII.

El mérito del libro reside en dos aspectos. Primero, un ángulo que con asiduidad pasa desapercibido a los observadores: los países del sureste también sacan provecho de esta relación según la coyuntura, sobredimensionando las maniobras rusas, o acercándose a Moscú para seducir a otros actores rivales. Lo dice Bechev: estos países no son objetos pasivos, juegan sus cartas y no ponen todos los huevos en una cesta. Así, Rumanía y Bulgaria, tradicionalmente bajo la esfera de influencia rusa, ingresaron en la OTAN, no porque estuvieran en contra de Moscú, sino porque Rusia no podía ofrecerles los réditos estratégicos y la seguridad que les proveía la Alianza Atlántica o la Unión Europea. Ya no hay dos bloques ideológicos que dividían el mundo como en la Guerra Fría. Los socios de Rusia también buscan rentabilizar buenas relaciones en el mundo occidental. Es decir, hay varios niveles de interacción política, pero también de desorden global, y los intereses empresariales y políticos a veces convergen, a veces no, a un lado y a otro de los Urales.

¿En qué consiste la política de Moscú hacia la región? No la hay en cuanto a objetivos, pero sí en cuanto a prácticas. Según Bechev, no se trata de coerción, sino de cooptación. Rusia defiende su esfera de influencia en Ucrania, Georgia, Serbia o Transnistria y utiliza todo tipo de incentivos para atraer a nuevos socios. La energía parece ser el vector que atrapa la atención del autor, aunque no es el único, y con él recorremos cómo Rusia ha extendido sus tentáculos energéticos por el espacio vecinal con éxito desigual. Una cosa parece dejarnos claro: la época dorada de dominación energética rusa va tocando a su fin. Los clientes no son completamente leales, ni grandes consumidores –Montenegro y Kosovo no reciben gas ruso– pero el gasoil seguirá generando oportunidades políticas para ambas partes a corto plazo.

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El Presidente ruso, Vládimir Putin, con el embajador de Montenegro en Rusia, Ramiz Basic, Moscú, 2018. SERGEI ILNITSKY/AFP/Getty Images

La política exterior rusa ofrece más planos de análisis. Por un lado, un modelo vertical de infiltración en las élites políticas, que esquiva la liberalización y la reglamentación occidental, sin que ello no siempre depare resultados provechosos. Estamos viendo como la política en la región de un tiempo a esta parte parece un escaparate y subasta de machos-alfa. El presidente de Montenegro, Milo Dukanovic, con tendencias pro-rusas en sus inicios políticos, ahora es un fiel aliado de la OTAN y de la UE. Del otro lado, el líder serbo-bosnio, Milorad Dodik, orientado a la Unión Europea al comienzo de su carrera política, ahora es un puntal de la política rusa en Bosnia y Herzegovina. Las mismas relaciones entre Turquía y Rusia han vivido diferentes fases, desde el enfrentamiento, la interdependencia, la coexistencia y la ambivalencia en temas de energía o seguridad.

A otro nivel, de abajo arriba, Rusia se sirve de las flaquezas de sus rivales en el mundo occidental. Explota las contradicciones occidentales para diluir la imagen de fortaleza de Estados Unidos o de la UE. Para ello, recurre a la sociedad civil. A través de los movimientos de protesta o a través del ultranacionalismo, frentes que dirigen sus ataques a los poderes occidentales, denunciándolos por encubrir con una fachada de derechos humanos y de valores democráticos su imperialismo desaforado, Rusia atrae para sí el desencanto o la oposición al establishment, el islam o la globalización económica y cultural.

Las relaciones simbólicas son un envoltorio retórico, pero tiene su impacto sobre la opinión pública. La putinización de la sociedad, el vínculo religioso ortodoxo o la identidad paneslava tienen su espacio en el libro. Para ello, entidades como Russia Today, Sputnik y RISI actúan según los intereses de Moscú tanto para mejorar la imagen rusa, como para empeorar la occidental. Bechev incluye toda una lista de medios que recogen y reciclan contenidos dándole difusión en aquellos Estados donde Rusia busca ser influyente. No en vano, estos países muestran niveles muy elevados de rusofilia, aunque no por ello el autor se deja arrastrar por esa tendencia y confirma que entre la juventud local la cultura occidental sigue siendo preponderante.

Una encuesta de Gallup en Serbia en 2014 decía que los serbios creían que el mayor donante era Rusia. No obstante, se encontraban muy lejos de la realidad. Estaba en décimo lugar. Con poco, la política exterior del gigante ruso obtiene mucho. No importa la realidad política, si el público cree otra cosa. El libro relata como el perfil medio de un rusófilo en los Balcanes nunca ha estado en Rusia, pero encuentra en ella una referencia de valores tradicionales y conservadores antioccidentales con los que identificarse o expresar resentimiento hacia Berlín o Washington. Es decir, Moscú solo tiene que airear las contradicciones del mundo occidental sin tener que exportar ninguna ideología, porque, como el propio Bechev reconoce, Rusia no tiene ningún modelo de integración que le vertebre políticamente con sus aliados.

Para finalizar, el libro de Bechev deja entrever lecciones que aprender, acerca de cómo tapar las grietas que resquebrajan la casa occidental. La vulnerabilidad de este modelo no residiría tanto en la violencia militar, la desinformación mediática o en los ciberataques –que Bechev incluye en esta obra con prudencia y reconociendo que no todas las acusaciones vertidas arrojan datos concluyentes–, con independencia de que puedan afectar al escenario político y al tablero internacional, sino a través de las corruptelas y de la quiebra del Estado de Derecho, que permiten a las élites políticas y económicas aumentar su margen de maniobra y, por tanto, ser objeto también de instrumentalizaciones externas que Rusia puede y sabe rentabilizar.