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Un navío ruso con misiles patrulla el Mediterráneo patrulla la costa Siria en el Mediterráneo, 2015. Max Delany/AFP/Getty Images

¿Estamos a las puertas de un Mare Nostrum ruso? No, pero la creciente presencia militar de Rusia en el Mediterráneo es una realidad que hay que seguir de cerca.

La Unión Soviética durante la Guerra Fría intentó mantener una presencia militar a escala global, pero Rusia como Estado sucesor debió limitar significativamente este tipo de actividades durante los 90 del siglo pasado, y el Mediterráneo no fue una excepción. En 2013 el ministerio de Defensa ruso tomó la decisión de asignar unidades navales a esta región. Ha sido, en embargo, el inicio de las operaciones militares rusas en Siria en septiembre de 2015 lo que ha generado un sostenido incremento de la presencia militar rusa en el Mediterráneo.

En enero de 2017 los gobiernos de Damasco y Moscú firmaron un acuerdo que permite a Rusia mantener hasta 11 naves militares (incluyendo las de propulsión nuclear) al mismo tiempo en un sector de la zona del puerto de Tartus. El acuerdo tendrá una duración de 49 años pero podría ser renovado por otros 25 años. Rusia será responsable de la seguridad en los ámbitos navales y aéreos de la base mientras que Siria se encargará de la seguridad terrestre. Para poder ser plenamente operativa el sector de la base naval de Tartus que se ha asignado a los rusos deberá ser ampliado de manera que pueda alojar navíos más modernos de su flota. De la misma manera, ambos gobiernos llegaron a un acuerdo para que la base aérea de Hmeimim aloje fuerzas rusas de manera indefinida.

No se trata, como podría pensarse, de una acción asilada sino que forma parte de una estrategia a largo plazo para lograr una presencia militar de Rusia en el Mediterráneo. Con Líbano, por ejemplo, en febrero de este año ha comenzado a negociarse un acuerdo para ampliar las áreas de cooperación militar, incluyendo la posibilidad de que naves rusas puedan utilizar los puertos libaneses.

En 2010 se firmó un acuerdo de cooperación técnico militar entre Moscú y Beirut que entró en vigor en 2012. El nuevo acuerdo, por lo tanto, no es algo novedoso, pero el contexto se ha modificado de manera significativa y Rusia hoy tiene una presencia y una voluntad que no tenía en 2010. Para el Gobierno libanés, aumentar los vínculos con Moscú sería un paso más hacia la búsqueda de nuevos socios internacionales.

En el Mediterráneo se entrecruzan intereses militares con intereses económicos. No debemos perder de vista que en la última década no han dejado de agregarse nuevos descubrimientos de yacimientos de gas en aguas de Egipto, Chipre, Israel y Líbano.

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Un póster con la imagen del Presidente ruso, Vladímir Putin, en Líbano animando a la diáspora rusa en Líbano a votar en las elecciones de Rusia., 2018. Mahmoud Zayyat/AFP/Getty Images

En relación con los recursos gasíferos, el pasado mes de mayo el Gobierno libanés aprobó el acuerdo con el consorcio internacional formado por Total (Francia), ENI (Italia) y Novatek (Rusia) para comenzar la exploración en los bloques 4 y 9 del yacimiento offshore de gas en aguas libaneses. El bloque 9 se encuentra en aguas disputadas entre Líbano e Israel, y eso aumenta el interés de Rusia por mantener la mayor presencia posible en cuanto a los vínculos con ambos gobiernos.

Como varios analistas ya lo han señalado, la estrategia rusa, al vincularse con Estados que mantienen conflictos entre ellos, consiste en relacionarse con ambas partes y cooperar con ellas. De esa manera, esa neutralidad juega a favor de Rusia, ya que cada una de las partes busca profundizar sus vínculos con Moscú bajo el supuesto que de no hacerlo dejaría el espacio libre para su oponente, que se vería beneficiado por la inexistencia de un contrapeso. Esa espiral de cooperación acerca cada vez más a esos actores a Rusia. Así ha sucedido con Armenia y Azerbaiyán. Está ocurriendo con Irán e Israel y también podría pasar con Líbano e Israel.

Lo cierto es que muchos países no caen en esta lógica por falta de previsión, sino que el peso específico creciente de Rusia en los asuntos internacionales hace que actúe como un polo de atracción, máxime si consideramos que otros actores internacionales han decidido no involucrarse en la región.

La Unión Europea, si bien reconoce en su estrategia de política y seguridad la relevancia de temas como el terrorismo, las migraciones y la estabilidad de las estructuras estatales, carece de políticas específicas hacia cada uno de los países de Oriente Medio más allá de los esquemas e instrumentos generales como la Unión por el Mediterráneo y la Política Europea de Vecindad.

La posición de Estados Unidos en la región se ha visto disminuida en los últimos años, las intervenciones fallidas (en cuanto al resultado de estabilidad) en Irak y Afganistán y el abandono de aliados de larga data como Hosni Mubarak en Egipto no han fortalecido la imagen estadounidense en la zona. La Administración Obama, por su parte, decidió autolimitarse en cuanto a las acciones militares en Siria, Libia, Yemen y solo responder en casos puntuales como los ataques con armas químicas ocurridos en Siria. Por todo ello, en los países del Mediterráneo oriental se evidencia un interés por vincularse con Rusia en lo que muchos Estados consideran un escenario internacional cada vez más multipolar.

Egipto, que durante una parte de la Guerra Fría mantuvo excelente relaciones militares con la Unión Soviética, también se encuentra negociando un acuerdo para establecer una base en su territorio que permitiría a las aeronaves rusas desplegarse en esa zona estratégica que le permitiría acceder al Mar Rojo, al Canal de Suez, Libia y Sudán. Puesto que el acuerdo permite el uso de las bases de los dos Estados sería un gran avance para el Gobierno egipcio que busca fortalecer la imagen de un país con capacidad de proyección de fuerzas y así retomar la imagen de líder árabe que tuvo décadas pasadas.

La guerra civil en Libia ha dado a Moscú la posibilidad de tener un papel destacado en la zona controlada por el Ejército Nacional Libio (ENL) de Khalifa Haftar a través del apoyo técnico, militar y político. Si bien la inestabilidad en Libia podría hacernos pensar que cualquier acuerdo a largo plazo sería una apuesta demasiado arriesgada, lo cierto es que Rusia, en cooperación con Egipto, ha mostrado una clara intención de mantener una presencia en aquel país. La actuación rusa en Libia incluye, por cierto, el apoyo formal al Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN) de Trípoli. El ministro de Relaciones Exteriores ruso, Sergei Lavrov, ha recibido tanto a Haftar como al ministro de Relaciones Exteriores del GAN, Mohamed Siala. Moscú habla con todos los actores involucrados aunque uno de ellos, el ENL, muestra mayor cercanía.

Para Rusia, tener una presencia en Libia es vista como un regreso triunfal después del derrocamiento de Muamar al  Gadafi con quien tenían importantes acuerdos comerciales que desaparecieron con el fin de su gobierno. Cualquier influencia política y comercial en Libia abriría las puertas para una presencia militar rusa, un proyecto que ya se había discutido en la época de Gadafi.

No deberíamos dejar de lado la intensa cooperación de Rusia con Turquía, no solo en cuanto a las operaciones en Siria, sino en el ámbito estrictamente bilateral. Una verdadera cuña geopolítica en el seno de la OTAN. Desde 2016 las relaciones de Ankara con los países europeos se han resentido de manera considerable, algo que llevó al Gobierno turco a aumentar sus ya importantes vínculos con Moscú, que hoy incluso incluyen la venta de armamentos de ese origen (como los sistemas antiaéreos S-400) a un país miembro de la Alianza atlántica. Esto no significa que la relación turco-rusa esté exenta de dificultades, como lo muestran las diferencias surgidas a partir de la ocupación turca de la zona de Afrin en Siria.

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El Presidente ruso, Vladímir Putin (izquierda) y su homólogo egipcio, Abdel Fattah al Sisi, se saludan en un encuentro en El Cairo, 2017. Khaled Desouki/AFP/Getty Images

Un punto importante a considerar es que los esfuerzos realizados por Moscú en el Mediterráneo oriental en el ámbito militar tienen no solo que ver con proyección de fuerza sino también con la venta de armas rusas a esos Estados. Rusia tiene una ventaja competitiva en aeronaves y sistemas de defensa antiaérea, y son precisamente esas las ventas realizadas a países como Egipto, Siria, Turquía y Argelia.

La campaña rusa en Siria le ha permitido probar en combate nuevos desarrollos tecnológicos que ahora forman parte del arsenal de Moscú y están disponibles, en algunas versiones, para la venta.

¿Estamos a las puertas de un Mare Nostrum ruso? No, de ninguna manera. En primer lugar porque Moscú no actúa en un vacío estratégico total. No solo los Estados europeos ribereños tienen sus intereses sino que no debemos olvidar la presencia de la Sexta Flota de la marina de Estados Unidos y la importancia del denominado Flanco Sur de la OTAN (como el Comando Conjunto Aliado en Nápoles o la base hispano-estadounidense de Rota en España).

La Unión Europea, si bien ha reconocido el impacto que las acciones rusas pueden tener para los miembros, no ha establecido ninguna política concreta hacia la acción militar rusa en el Mediterráneo, lo cual no deja de reflejar las divergencias más que las concordancias de los Estados miembros hacia Moscú.

También existen dificultades propias que no deben ser dejadas de lado. En primer lugar, una presencia real y sostenida de fuerzas rusas en el Mediterráneo requerirá de un aumento sostenido de sus medios y capacidades. Eso necesita de inversiones a largo plazo. Hay que seguir con atención ese punto que separará un proyecto o una idea de una realidad.

Hasta este momento, las fuerzas navales rusas en el Mediterráneo si bien dependen operativamente de la Flota del mar Negro, sus unidades son proporcionadas por las otras flotas de la Armada rusa (Flota del Pacífico, del Báltico, del norte, es decir, del Ártico). En los últimos cinco años han estado asignadas diversas unidades, entre 10 y 20. El período de mayor despliegue fue entre finales de 2015 y mediados de 2017.

En segundo lugar, una presencia efectiva en el Mediterráneo requerirá que esas capacidades puedan resultar operacionalmente idóneas para alcanzar sus fines. Posiblemente en el campo de la fuerza de submarinos, por ejemplo, no podamos señalar muchas limitaciones, pero en el aeronaval sí. Recordemos que en 2016, el único portaviones ruso, el Almirante Kuznetsov, fue desplegado frente a las costas de Siria y en menos de tres semanas perdió dos de sus 12 aeronaves en accidentes de despegue o aterrizaje, lo que demostraría algunas limitaciones del poder aeronaval ruso. Ese portaviones está hoy en período de modernización en los astilleros de Murmansk hasta 2021. Seguramente no será la nave insignia de las fuerzas navales en el Mediterráneo.

Es probable que se haga hincapié en fuerzas submarinas con misiles crucero (los nuevo Kalibr), estructuras de defensa antiaérea (basadas en los sistemas S-400) y contratistas privados que eviten los problemas derivados de involucramiento directos en esos escenarios.

Más allá de estas consideraciones, la presencia actual y futura de Rusia en el Mediterráneo es una realidad que genera un escenario que no se presentaba desde la Guerra Fría. Desconocerlo sería un error. Sobredimensionarlo, también.