Obelisco a la independencia en Pristina, Kosovo. ARMEND NIMANI / AFP / Getty Images
Obelisco a la independencia en Pristina, Kosovo. ARMEND NIMANI / AFP / Getty Images

En el Sarajevo de entreguerras, asociaciones judías como Ezrat Jetonim o La Benevolencija cuidaban de los suyos. Una actividad centrada en la protección de los más desfavorecidos. Otra, Misgav Ladah, significaba en hebreo “refugio para el sufrimiento”. Una actividad que compensaba la disfuncionalidad de la Administración para hacerse cargo de la asistencia social de todos sus ciudadanos en los tiempos del Reino de Yugoslavia. La calle La Benevolencija recuperó su nombre en 1994, cuando todavía continuaba el asedio a la capital bosnia de las fuerzas serbobosnias, medio siglo después de la ocupación nazi.

La palabra pleme en el antiguo serbo-croata puede tener significados contradictorios. Se puede entender como “tribu”, lo que nos lleva tanto a una acepción primitivista, como también a un sentimiento de pertenencia y solidaridad colectiva. Si esto no es exclusivo del serbo-croata, una palabra derivada etimológicamente como plemenit significa: elegante, humano o noble. Lo tribal tiene mucho de condición humana. Cada vez más, los estudios demuestran que los seres humanos estamos hechos de fábrica para la cohesión social. En realidad, estar equipado contra el mal de la soledad debería ser algo atípico.

El historiador croata Vjekoslav Perica apuntaba en una entrevista que: “la tribu es la gran deidad en los Balcanes, el ídolo al que todos prestan culto: la nación, la tribu, el clan”. Durante siglos, este sentido de pertenencia en torno a la confesión religiosa ha sido el mecanismo de supervivencia, y al mismo tiempo, de control, organización y dominación política. No tiene carta de naturaleza balcánica: son constructos sociales fáciles de reactivar, en cualquier latitud, como nos ha demostrado el nacionalismo populista en toda Europa, de norte a sur, porque esa psicología colectiva apela a emociones y sentimientos, y no a razones, que es un estado de comprensión que no opera de forma automatizada.

Cuando se desintegró Yugoslavia, las sociedades locales se convirtieron en grupos inmaduros y acomplejados. Se produjo una fuerte crisis de identidad, explotada por la clase política, pero también una herida que había que suturar. Como sabemos desde que nos sentamos delante de un pupitre, no hay mejor manera de que agarre bien el grupo que inventarse un enemigo. Los nacionalismos en los Balcanes no existen los unos sin los otros, reaccionan como componentes químicos en una mesa de laboratorio. Y no son odios históricos, ni siquiera animadversiones intergrupales, son relaciones de pertenencia que se retroalimentan dentro de cada grupo al ritmo de la agenda política de medios de comunicación y líderes.

Hace unos meses la primera ministra serbia Ana Brnabić dijo que lo ocurrido en Srebrenica era “un terrible crimen”, pero “no un genocidio”, aunque las pruebas que obraban en el TPIY son bastante sólidas (Pueden leer el punto 590).

Primeraministraserbia

Ana Brnabic, primera ministra serbia, durante su intervención en la Asamblea General de Naciones Unidas. ANGELA WEISS/AFP/Getty Images

Hace más de diez años no se encontraron pruebas para condenar a Belgrado, básicamente porque no se logró demostrar una intención específica de cometer la acción criminal, aunque hubiera una responsabilidad moral evidente. La primera ministra contribuía a asentar ese sentimiento endogámico, aunque también podría haber aceptado la sentencia, con todos los beneficios que reportaría para la región y los ciudadanos que representa. Por último, cabe destacar que esta no osa condenar a la sociedad serbia.

Con independencia de las consecuencias del inmenso dolor causado, las élites bosníacas en la era posyugoslava han constituido su momentum fundacional en Srebrenica como principales víctimas de la guerra de Bosnia y de la política de Radovan Karadžić, como también las serbias constituyeron el suyo propio como víctimas de la Primera Guerra Mundial o del Holocausto ustaše. Se trata de una sensación de quebranto que encaja en la inercia dolorosa de la fragmentación indeseada de Yugoslavia, la campaña mediática antiserbia durante los bombardeos de la OTAN o la pérdida de Kosovo. Dichos relatos nacionales, interiorizados y volcados sobre el espacio público, terminan por ser una competición de victimismos. Así, no solo se impiden los análisis desapasionados, sino que también se forja la idea tóxica de que una generación debe sufrir el duelo de la generación precedente.

El Gobierno bosníaco no tuvo más problema en recuperar a Mustafa Busuladžić, intelectual antisemita y colaborador de las SS durante la Segunda Guerra Mundial, poniéndole una calle y el nombre de una escuela. Por su parte, en el lado serbo-bosnio se le ha puesto el nombre de una residencia estudiantil a Radovan Karadžić. En Serbia se ha rehabilitado políticamente al líder cetnik Draža Mihajlović y en Croacia al arzobispo proustaše Alojzije Stepinac, ambos  representantes de proyectos nacionales que no han hecho a sus sociedades mejores, sino que abanderaron, politizaron o legitimaron con su actuación el conflicto étnico. No se trata de equiparar o equilibrar responsabilidades: se trata de revelar la utilización interesada y la veneración de personalidades que significaron un nacionalismo excluyente y esencialista, porque ya se sabe que las ideas se escapan entre los barrotes de una cárcel o echan a volar desde un sepelio funerario si se les da eco en ruedas de prensa y libros de texto, ahora o dentro de medio siglo.

El genocidio es un crimen regulado después de la Segunda Guerra Mundial y comprende la destrucción total o parcial de un colectivo de forma intencionada. Considerado el delito más grave de la justicia internacional, protege la integridad colectiva de una nación y apunta que las víctimas son exterminadas en cuanto miembros de un grupo. En el contexto balcánico, es objeto de una realidad paralela que paradójicamente se pretende evitar o castigar: con el objetivo de luchar contra la empresa criminal, el genocidio, fuera de los tribunales, es munición pesada para la artillería de los señores de la guerra de los 90, reproducida por la nueva generación política según sus intereses coyunturales, reforzando, en cualquier caso, el nosotros (mi) contra el ellos (oni).

El riesgo, y así se ha asentado, consiste en pensar que los individuos son víctimas en tanto que miembros de ese grupo. Se trata de una condición heredable, inspirando la adhesión acrítica de generación en generación, y, por tanto, siendo manipulable de igual modo en futuros conflictos. En el espacio balcánico esto genera un problema para la convivencia porque no hace otra cosa que provocar la voladura de puentes entre individuos con intereses personales ajenos a las deudas nacionales impuestas por la agenda política. En 2017, el líder bosníaco Bakir Izetbegović presentó un recurso contra la sentencia que exoneraba de responsabilidad a Serbia por el genocidio de Srebrenica. Lo hizo casi fuera de plazo y sin nuevas evidencias que pudieran cambiar el sentido de la decisión judicial de 2007. Apenas hay quienes dentro de la sociedad serbia-bosnia se atrevan a cuestionar por qué más de 100.000 serbios tuvieron que salir de Sarajevo presionados por sus propios líderes.

El líder de la Republika Srpska, Milorad Dodik, después de la sentencia a cadena perpetua contra Radovan Karadžić de este pasado 20 de marzo dijo que esta era «cínica y arrogante». Seguidamente, desde diferentes foros, se reclamaba la eliminación de la Republika Srpska, la entidad de mayoría serbia en Bosnia y Herzegovina, alegando que la sentencia ratificaba que esta era el resultado de la limpieza étnica perpetrada con bandera serbia durante la guerra. La experiencia de las últimas dos décadas nos demuestra que esta proposición intensifica la narrativa autoreferenciada de la que se alimenta la jefatura en Banja Luka y su red clientelar.  También se debe a que los serbo-bosnios han reconocido su espacio de seguridad y autogobierno, entre los que también se encuentran víctimas de la guerra. Al fin y al cabo, hubo más de medio millón de refugiados serbios durante la guerra en Bosnia, – más del doble eran refugiados bosníacos. En política no son tan trascendentales las verdades, lo realmente importante es cómo las sociedades las configuran, las comunican y las integran en el diálogo político.

Sería recomendable reflexionar si merece la pena hipotecar el futuro de las nuevas generaciones para defender el legado político de una generación yugoslava que llevó a las sociedades locales al desastre. El TPIY merece críticas a su gestión y algunas de sus decisiones son cuestionables, pero el trabajo de investigación y documentación está ahí para quien lo quiera leer en la oscuridad de su cuarto, para que cada uno se forme una opinión sobre los hechos probados, incluso en caso de discrepar con el resultado de la sentencia, aunque sin trompetas políticas que confundan la razón.

No habrá ninguna catarsis reconciliadora en los Balcanes. La transición y el sufrimiento individual han inutilizado la empatía como medio de interacción política. El ambiente político y económico no ayuda. La “tribu” no debería cuidarse a sí misma, sino que deberían de hacerlo los gobernantes y las instituciones de acuerdo con las leyes. Reclamarlo no es una deslealtad, sino un sentido de compromiso cívico, más todavía en sociedades multiétnicas salidas de un conflicto. El resultado, en su defecto, es la soledad de los que reclaman, desde la autocrítica, ser sociedades más justas y compasivas. Lo expresó de forma poética el escritor serbio de origen judío Danilo Kiš, citando al nobel Ivo Andrić, cuando recibió el premio homónimo: "Escribo poco y me cuesta. No existe nada sin nuestra tierra, ni puedo vivir con ella, ni puedo vivir sin ella".