Michael Delefortrie a la salida del juicio en el que se le acusa de pertenecer a Sharia4Belgium. (Dirk Waem/AFP/Getty Images)

El islámologo Olivier Roy explica por qué Daesh no es fruto de la pobreza, ni de la situación en Oriente Medio, ni de un conflicto entre el islam y Occidente, sino de un radicalismo nihilista y juvenil que glorifica la muerte como la salvación ante un inminente Apocalipsis.

Jihad and Death

Olivier Roy

Hurst, 2017

Los días posteriores al atentado en Barcelona circuló por las redes sociales un largo artículo del islamólogo Olivier Roy, en el que explicaba cuál era el perfil de los “nuevos yihadistas” que estaban cometiendo atentados en Europa y Estados Unidos. El artículo fue publicado en abril, pero el prototipo que describía Roy encajaba bastante con el grupo de jóvenes que planearon y ejecutaron el ataque con furgoneta en Cataluña. Pero, más allá de describir el perfil sociológico de los miembros de Daesh, Roy también explicaba cómo veían el mundo estos nuevos yihadistas. Algo que respondía a una pregunta que mucha gente se hacía después del atentado: ¿por qué nos quieren matar?

En su ensayo Jihad and Death Roy responde a esta pregunta de manera rigurosa y precisa. El libro son apenas cien páginas que sirven para entender cuál es la mentalidad y el perfil de los miembros de Daesh nacidos en Occidente, tanto los que se han quedado como los que se marcharon a Oriente Medio. El autor explica de manera clara su tesis, y no necesita tirar de academicismos o de amontonar ejemplos y datos para justificarla. Se nota que conoce muy bien los temas de los que habla. El libro sólo está en francés e inglés, pero ojalá alguien se anime a traducirlo pronto al castellano.

Roy desmiente varios tópicos acerca de los motivos que tienen los miembros de Daesh para atentar en Occidente. Son lugares comunes que repiten bastante los periodistas, y que suelen calar en la opinión pública. Lo hace a través del análisis de un centenar de casos de terroristas que han actuado en Francia y Bélgica, o que se marcharon de territorio francés para participar en la yihad global. A través de estos datos, el autor niega, en primer lugar, que haya una vinculación entre yihadismo y pobreza. Los radicalizados no vienen de las familias más humildes o con mayores problemas económicos. Tampoco se trata de un problema de integración, de una revuelta de musulmanes jóvenes de barrios europeos socialmente marginados. Hay muchísimos más jóvenes seguidores del islam que trabajan en las fuerzas policiales o el Ejército francés (concretamente, el 10% de los militares de ese país) que los que se unen al Estado Islámico, y ambos vienen de esas mismas barriadas y comunidades supuestamente “poco integradas”.

Las acciones de Daesh en Europa tampoco tienen una vinculación con la situación en Oriente Medio. El argumento de “nos atacan porque nosotros los bombardeamos” es falso. Todos estos terroristas no han militado jamás en ninguna organización contra la guerra, ni de apoyo a Palestina, ni tampoco en ningún colectivo islámico. Estos nuevos yihadistas no lanzan proclamas anticoloniales, ni contra la presencia de ejércitos occidentales en Oriente Medio, apunta Roy. Casi no conocen la situación política de la zona, ni tampoco suelen hablar el árabe. Los motivos de su violencia no están arraigados a ningún conflicto ni comunidad real.

Tampoco, como mucha gente piensa, realizan estos atentados como una estrategia para provocar una guerra entre occidentales y musulmanes. Ni el islam es un monolito -Daesh se fundó originalmente para matar “herejes” musulmanes chiíes, no infieles, recuerda Roy-, ni la cosmovisión de estos nuevos yihadistas apunta en esta dirección. No dividen el mundo entre civilizaciones, sino entre auténticos creyentes (ellos) y el resto, ya sean musulmanes o de cualquier otra religión. Tanto los traidores como los infieles deben ser eliminados.

El perfil

Roy extrae de su estudio unos patrones sociológicos muy claros sobre estos nuevos yihadistas. La mayoría son de segunda generación (casi no hay de primera o tercera), nacidos en un Occidente donde sus padres emigraron, aunque también hay un número importante de conversos -aproximadamente el 25%-. Estos jóvenes radicales no tienen ningún lazo real con el país de origen de su familia. Su islam no está unido a ninguna tradición, cultura, etnia o geografía real. Su “patria” es el pequeño grupo que forman con sus hermanos o amigos íntimos radicalizados, con el que luego atacarán. Su lugar de socialización no suele ser la mezquita, sino los gimnasios de boxeo o artes marciales.

Su entrada en la religión y el radicalismo suele ser imprevisible, secreta y rápida, un cambio brusco en la vida secular que llevaban antes, donde el alcohol, la fiesta, las chicas o el tráfico de drogas a pequeña escala son parte del pasado de la mayoría. Durante su conversión siguen vistiendo ropa deportiva, escuchan la misma música rap y no se dejan la barba larga. Esta transformación súbita y apenas perceptible es lo que hace que los familiares y amigos se sorprendan tanto al ver sus caras en los telediarios después de un atentado. El “nadie se lo esperaba” es completamente real.

Pese a las similitudes en cuanto a su fundamentalismo, los miembros de Daesh son diferentes a los salafistas. En primer lugar, se saltan todas las normas de la sharia que son absolutamente sagradas para este colectivo, como los cinco rezos al día o tomar comida halal. Apenas tienen conocimientos básicos de su religión: su doctrina son varias frases mezcladas y descontextualizadas, con el objetivo de sustentar y racionalizar su visión (por lo que, afirma Roy, es inútil buscar la radicalización de estos jóvenes en relación a la lectura del Corán, como si hubieran “malinterpretado” los textos sagrados, precisamente porque nunca los han leído ni estudiado). Otro hecho que los diferencia de los salafistas es el desprecio a sus padres, a los que ven como musulmanes débiles y traidores que han abandonado la verdadera fe. Su supremacismo joven es más parecido al de los Guardias Rojos maoístas, los Jemeres Rojos o las brigadas Baader-Meinhof, que a los sectores ultraconservadores de su propia religión. Por consecuencia, este rechazo a sus mayores hace que se salten el papel de la familia en la elección de una esposa. La mujer de los nuevos yihadistas es también una creyente radical con un rol violento y activo, en contra de la absoluta pasividad femenina que predica el salafismo (que, por cierto, también es una doctrina condenada por Daesh, como cualquier otra que no sea la suya, recuerda el autor).

Pero incluso el Estado Islámico tiene diferencias respecto a otros grupos yihadistas. Es distinto de los guerrilleros islámicos que luchaban en Afganistán, que tenían como propósito expulsar a los soviéticos e imponer un régimen teocrático en el país. También se diferencia de Al Qaeda (aunque no en sus métodos y violencia), cuyo objetivo principal era atentar contra Estados Unidos y Europa para que retiraran su presencia militar del Golfo Pérsico y Oriente Medio. La ideología de Al Qaeda tampoco incluía declarar la guerra a la inmensa mayoría de musulmanes que no adoptaran su visión, afirma Roy. En ambos casos, tanto los muyahidines como Al Qaeda tenían metas ligadas a una situación real, que querían cambiar mediante la violencia. Pero Daesh no vive en la realidad, sino en la virtualidad.

El Apocalipsis y el califato

El objetivo de un miembro de Daesh no es cambiar una situación, ni siquiera construir una utopía radical islámica, sino simplemente salvarse antes de la llegada del Apocalipsis. La búsqueda deliberada de la muerte asesinando infieles, morir matando, es el camino a la redención antes de que llegue el fin del mundo. Sus miembros no buscan construir un mundo islámico, sino destruir todo lo que puedan antes de la llegada del Anticristo. No es una visión nueva, ni exclusiva del islam: en 2001, el académico Mark Juergensmeyer ya analizó casos de terrorismo religioso cristiano, judío, islámico, hindú y budista que compartían esta visión milenarista de una guerra cósmica cercana al fin de los tiempos (una ideología que también comparten ciertas sectas “seculares”). En el caso de Daesh, la performance redentora es profundamente contemporánea: antes y durante sus actos de salvación mediante la muerte se hacen selfies y cuelgan sus últimas palabras en las redes sociales.

El califato expansivo inventado por el Estado Islámico es una entidad virtual inexistente -recuerda Roy- no ligada a ningún territorio ni grupo humano, que sólo tiene como objetivo crear un estado de guerra previo al Apocalipsis. La comunidad musulmana global a la que los terroristas dicen vengar tampoco existe. No está vinculada a ninguna etnia ni tradición, no tiene ningún lazo más allá del imaginario creado por ellos. Los únicos musulmanes reales son ellos, los guerreros. La estética del héroe violento, extraída de los videojuegos y las películas de tiros, fascina a estos jóvenes, que ven la oportunidad de salvar su alma y la de su familia a través del nihilismo y el culto a la muerte, del goce de la violencia y el poder a través de un camino sin retorno.