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La primera ministra de Reino Unido, Theresa May, abandona Downing Street para dirigirse al Parlamento el día que se vota el acuerdo del Brexit. (Leon Neal/Getty Images)

La única manera que tiene Theresa May de obtener una mayoría parlamentaria a favor de su acuerdo de retirada es estar dispuesta a negociar una relación más blanda con la UE.

Tal como se preveía, el Parlamento británico ha rechazado el acuerdo de retirada del Brexit negociado entre Theresa May y la UE. May perdió la votación por 230 votos, la mayor derrota que se conoce para un gobierno británico. Los intereses comerciales, diplomáticos y de seguridad del Reino Unido están seriamente amenazados por unos políticos que se niegan a afrontar los graves dilemas del Brexit. Tanto el European Research Group —un influyente grupo de conservadores euroescépticos recalcitrantes— como el Partido Laborista creen que pueden negociar un acuerdo mejor que el de la primera ministra. Pero se niegan a reconocer que, con cualquier posible acuerdo, la Unión insistiría en los 40.000 millones de libras (unos 45.000 millones de euros) y en una “póliza de seguro” para Irlanda del Norte, independientemente de la relación que Gran Bretaña indique que desea para el futuro. Con estas contradicciones, el drama político no ha terminado en absoluto, y será cada vez más intenso de aquí a la fecha prevista para la salida de la UE, el 29 de marzo.

A pesar del furor, las opciones fundamentales siguen siendo las mismas. A Westminster le ha resultado difícil aceptar el calendario acordado por la UE y Reino Unido para las negociaciones, primero sobre la retirada y luego sobre la futura relación. El acuerdo de 600 páginas abarca todos los aspectos del divorcio y es vinculante, mientras que la declaración política, breve y no vinculante, indica la salida del mercado único pero no da más detalles concretos. El Brexit blando que prefiere May, con variantes como una unión aduanera permanente o seguir formando parte del mercado único, también necesita que se apruebe el acuerdo de retirada. El Gobierno y el Parlamento deben escoger una de las siguientes posibilidades: revocar el Artículo 50 y permanecer en la UE, ratificar el acuerdo de retirada y salir de la Unión de forma ordenada, o abandonar la Unión Europea sin acuerdo. Solo después de que haya marchado se empezarán a negociar, verdaderamente, las condiciones de la futura relación.

Acuerdo de retirada

El acuerdo de retirada pone fin a las vanas ilusiones que han dominado la política británica durante casi dos años y está lleno de concesiones frías y a menudo desagradables. Los laboristas han votado contra él sin ofrecer ningún otro plan que pueda negociarse y los conservadores que votaron en contra lo hicieron porque, o prefieren la ruptura total, sin acuerdo, o creen que ellos habrían sido capaces de negociar algo mejor. En realidad, es posible que May haya conseguido lo máximo que podía conseguir, dadas las líneas rojas que había establecido (en parte para apaciguar a los duros que ahora la critican). Cualquier acuerdo de retirada alternativo será muy similar al que los parlamentarios acaban de rechazar.

Esto no quiere decir que sea imposible hacer cambios, solo que serán cambios sin importancia. La declaración política sobre la futura relación, el documento no vinculante que acompaña al acuerdo, podría modificarse seguramente para especificar con más claridad adónde se pretende que llegue esa relación. Pero la UE solo lo hará si cree que así va a ayudar a May a obtener el apoyo de los británicos. Eso quizá necesitaría llevar a cabo alguna votación orientativa en el Parlamento para tratar de lograr una mayoría que permita un acuerdo de libre comercio con la cláusula sobre Irlanda del Norte, una unión aduanera permanente o la participación en el mercado único. Ahora bien, si esas opciones se presentan a la Cámara sin tener en cuenta las líneas rojas de la Unión, no valdrían de nada. Bruselas quizá estaría dispuesta a modificar las cláusulas irlandesas, no establecer una unión aduanera que abarque Reino Unido y volver a un protocolo específico para Irlanda del Norte, pero eso no ayudaría a May, sino todo lo contrario: sin el Partido Unionista Democrático (DUP) no tiene la mayoría y un protocolo así supondría más tensiones comerciales entre Irlanda del Norte y Gran Bretaña.

En la práctica, la declaración política ya deja sobre la mesa la mayoría de las opciones para el futuro, porque no tiene fuerza legal. La salvedad sería que un acuerdo de libre comercio como el existente con Canadá solo podría aplicarse a Gran Bretaña; Irlanda del Norte mantendría una relación más estrecha con la UE en virtud de la “póliza de seguro”. Pero la declaración sí tiene valor político como declaración de intenciones. Ahí es donde May tiene que decidir entre el Brexit duro y el blando.

Los mayores partidarios de la salida dentro de su propio partido ya han decidido que no están dispuestos a hacer ni una sola concesión. Y la UE no va a ceder en Irlanda del Norte, por lo que es poco probable que el DUP se sume al acuerdo. Eso deja a May una opción: reescribir la declaración política en el sentido de un Brexit más blando —una unión aduanera permanente o una solución al estilo noruego—, con la esperanza de que haya suficientes diputados laboristas que voten a favor, aunque sea con la nariz tapada. Este paso eliminaría la mayor parte de los costes económicos del Brexit, pero dejaría al Reino Unido sin voto en las instituciones europeas y exigiría al Gobierno supeditar una gran parte de sus medidas económicas a decisiones tomadas por Bruselas en su propio interés, no en el de los británicos.

Aun así, los diputados que votaran sobre esa base tendrían que creer algo poco creíble: que la decisión parlamentaria de negociar alguna forma de Brexit se cumpliría después del 29 de marzo. Como hemos dicho, la declaración política no es legalmente vinculante y, con toda probabilidad, el debate británico sobre la naturaleza de la futura relación se reavivaría en cuanto Reino Unido saliera de la UE. Una nueva disputa por el liderazgo del Partido Conservador o unas elecciones generales podrían desembocar en un primer ministro o un Parlamento partidarios de un Brexit más duro. Pero eso quizá sería suficiente para los que piensan que es imperativo cumplir el mandato salido del referéndum.

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El líder laborista, Jeremy Corbyn, en Londres. (Jack Taylor/Getty Images)

Sin acuerdo

Aunque ni el Parlamento ni el Gobierno quieren un Brexit sin acuerdo, ese sigue siendo el resultado más probable. A no ser que Gran Bretaña revoque el Artículo 50, la UE acepte prorrogar el plazo o haya un acuerdo satisfactorio entre Reino Unido y la Unión, los británicos se marcharán sin un acuerdo en vigor. Aunque eso permitiría a Gran Bretaña establecer sus prioridades nacionales e internacionales sin tener que someterse a las normas de Bruselas, los trastornos inmediatos, el endurecimiento inevitable de la frontera entre Irlanda e Irlanda del Norte y la ralentización del crecimiento a medio plazo dejarán tocado al país durante años.

No hay que subestimar, además, las consecuencias políticas del golpe económico que supondría un Brexit sin acuerdo o cualquier variante dura del mismo. Existen distintas formas de predecir el coste de una situación así. Diversos economistas respetables calculan que la economía británica, a largo plazo, se contraería entre un 2 y un 10%. Esta diferencia se debe a que no sabemos si unas barreras mayores al comercio, la inversión y la inmigración perjudicarán el crecimiento de la productividad en Reino Unido o si simplemente obligarán a los consumidores británicos a comprar productos importados más caros o alternativas británicas más baratas y de peor calidad, lo cual repercutirá en el nivel de vida. Seguramente, habrá un poco de todo, pero es difícil saber en qué medida. Además, el referéndum sobre el Brexit se celebró en un momento de sólido crecimiento mundial. Ahora que hay señales de que la economía mundial —y la europea— está frenándose, los costes serían mayores.

Seamos optimistas y digamos que un Brexit sin acuerdo produce una caída del 3% en el PIB. Después del efecto inicial, la economía recupera una tasa de crecimiento similar a la anterior, pero no la actividad perdida como consecuencia de haber abandonado el mercado único y esa contracción se vuelve permanente. Detrás de esa cifra —que, a primera vista, parece soportable— hay una enorme perturbación. Sabemos que, cuando entra en vigor un tratado de libre comercio, las ganancias globales son muy pequeñas, pero disimulan cambios inmensos en la producción de los dos países que lo han firmado. Un ejemplo es la deslocalización de las fábricas de coches a México después de que se firmara el TLCAN: el país aumentó a más del triple su producción de automóviles entre 1995 y 2016. Lo mismo ocurre con el Brexit, pero a la inversa y a una escala mucho mayor, porque el mercado único es mucho más amplio que un tratado de libre comercio. Las exportaciones de la City a la UE caerían aproximadamente el 60%. Los dueños extranjeros de las grandes fábricas de automóviles en Reino Unido las trasladarían a territorio del mercado único. Los agricultores británicos y las flotas de pesca que sirven a los mercados británicos y europeos tendrían que disminuir sus cosechas y sus capturas, porque solo tendrían que satisfacer, en su mayor parte, la demanda británica.

No hay duda de que la economía británica puede absorber golpes como el Brexit sin que se dispare el desempleo. Su mercado de trabajo liberalizado permitiría con relativa facilidad que los dueños de firmas orientadas al mercado interior contratasen a los trabajadores que hubieran despedido los exportadores. Pero, como sabe cualquiera que haya estado sin trabajo, encontrar nuevo empleo implica angustia y riesgos económicos. Y el nuevo puesto de trabajo puede encajar menos con las aptitudes del trabajador, lo que significa cobrar menos. Además, los empleados que atienden al mercado interior suelen estar peor remunerados que los del sector de la exportación. En definitiva, la mayoría de las personas obligadas a buscar un trabajo nuevo por culpa del Brexit serían más pobres a corto plazo.

El proceso de ajuste de la economía británica a un Brexit duro suscitaría mucha indignación. Tal vez algunos que votaron sí en el referéndum, al perder su trabajo, pensarían que la soberanía y el control de la inmigración lo compensaban de sobra. Pero muchos no. Y una década de ajuste gravaría las finanzas públicas y agudizaría los problemas políticos de los impuestos y el gasto público. Los diputados no deben pensar que un verdadero Brexit curaría las heridas; seguramente las empeoraría.

La permanencia

Es difícil ver una vía clara para que Reino Unido permanezca en la UE, ya sea mediante un segundo referéndum o mediante una decisión del Parlamento. Probablemente, sería necesario que cambiasen de opinión tanto Jeremy Corbyn —que se opone a repetir la consulta— como Theresa May. Una situación posible es que la primera ministra, después de no haber logrado que la Cámara apruebe el acuerdo de retirada, consiga el apoyo de los laboristas para el segundo referéndum, vuelva a preguntar sobre el Brexit a los votantes y les pida que escojan entre su salida negociada o quedarse en la Unión.

Los que se oponen a revocar el resultado del referéndum sobre el Brexit, o como mínimo a celebrar otra votación, tienen razón cuando dicen que sería divisivo. Pero las divisiones ya son imposibles de evitar; el resentimiento generado por la polémica no va a desaparecer, ocurra lo que ocurra al final. Y la permanencia en la UE, por lo menos, deja a Reino Unido en mejor situación económica, con más recursos públicos para abordar los agravios que contribuyeron a la victoria del Brexit en 2016.

Lo más probable es que May trate de modificar el acuerdo de retirada y la declaración política e impulse la necesaria votación parlamentaria en el último minuto. Para que se apruebe su texto, el peligro de la falta de acuerdo tendrá que ser muy tangible, y eso quiere decir agotar al máximo el plazo del 29 de marzo. La UE no va a prolongar el Artículo 50 solo para que los británicos sigan perdiendo el tiempo, pero sí se lo plantearía para dar tiempo a que se aprobasen las leyes de ejecución del acuerdo o celebrar un segundo referéndum. En ese caso, la primera ministra dependería de los votos laboristas para contrarrestar los del Partido Unionista Democrático y el sector duro del Partido Conservador. Es una estrategia arriesgada que podría salir mal pero que quizá acabe siendo su única baza.

 

El artículo original ha sido publicado en Centre for European Reform

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.