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La Primera Ministra británica, Theresa May, es recibida por la ministra principal escocesa, Nicola Sturgeon, a su llegada a Edimburgo. PLesley Martin/AFP/Getty Images

Las devoluciones de competencias que volverán desde la UE, tras la salida de Reino Unido del club europeo, colocan sobre la mesa un problema jurídico, territorial y administrativo, además de serias tensiones políticas en las relaciones del gobierno central británico con Gales y Escocia.  

Las consecuencias del brexit no son únicamente externas. En el futuro, no afectará solo a la política exterior de Reino Unido ni a su relación con su mayor socio, la Unión Europea. A medida que se van conociendo más detalles sobre esta negociación, la sociedad británica comienza a darse cuenta del complicado entramado político actual y de cómo afectará, inevitablemente, al funcionamiento estructural interno sobre el que está cimentado el país. En este sentido, Escocia y Gales han rechazado los planes de Westminster sobre la devolución de competencias —tales como agricultura, pesca o políticas sobre relacionadas con el medio ambiente— a los distintos gobiernos regionales una vez se produzca la separación con la UE. Desde Londres argumentan que, de todas las competencias regionales que volverán desde la Unión, algunas de ellas quedarán “retenidas” en Westminster durante un período de tiempo no especificado, con el objetivo de que se pueda legislar de manera global sobre esas materias. Desde Gales y Escocia ven esta medida como algo impuesto y que menoscaba profundamente sus respectivos poderes autonómicos. Pero, ¿se convertirá esto una amenaza para la Primera Ministra británica, Theresa May, o cualquier gobernante que la suceda?

Todos los países encuentran su equilibrio en la base de un sistema administrativo, territorial, jurídico y político en el que se asume que han participado todas las fuerzas importantes buscando un consenso. De este equilibrio dependen el buen funcionamiento estructural y el hecho de que todos se sientan representados.

En Reino Unido, este equilibrio viene dado por algo llamado “devolución”, el proceso mediante el cual varias competencias han sido trasladadas desde el gobierno central a las autoridades nacionales correspondientes, de manera que son estas últimas las que deciden sobre esos asuntos. De la misma manera, si desde el Ejecutivo central quieren aprobar leyes que afectan directamente a algunas de las materias cuya competencia corresponde a las distintas regiones nacionales, necesitan de su aprobación previa. A diferencia de un sistema federal, en Reino Unido la última palabra la tiene el gobierno central, es decir, desde Westminster se reservan el derecho de proponer enmiendas, debatir o, directamente, rechazar, cualquier propuesta de ley o legislación que contradiga o vulnere derechos ya existentes. El camino de esta “devolución” no ha sido el mismo para todas las regiones nacionales que componen el país; en la actualidad, tampoco hay igualdad en el número de competencias que han sido transferidas a cada autoridad nacional constituyente. Aquellos poderes que no han sido transferidos, los llamados “poderes reservados”, abarcan competencias que desde Westminster entienden que se deben gestionar a nivel global: la propia Constitución, defensa y seguridad nacional, política exterior, inmigración e impuestos (con ciertas excepciones en Escocia en este asunto).

La devolución ha sido el resultado de un proceso complejo de negociaciones y debates en la política interna británica desde finales del siglo XIX, cuando la llamada Home Rule irlandesa entró en escena. Políticos como Daniel O’Connell exigían el rechazo al Acta de Unión de 1800, de la que se desprendía todo el orden administrativo del país, y se propuso un sistema de gobierno autonómico de Irlanda dentro de Reino Unido, con un parlamento sujeto a la autoridad de Westminster. Las distintas Home Rules que se introdujeron a lo largo de los años dieron lugar a la separación de la isla esmeralda en Irlanda del Norte e Irlanda del Sur, con instituciones comunes pero parlamentos diferenciados. Irlanda del Sur cambiaría su nombre por el de Estado Libre Irlandés, todavía bajo dominio del Imperio británico y, en 1937, pasaría a declararse un Estado soberano e independiente: lo que hoy conocemos como la República de Irlanda. En el caso concreto de las dos Irlandas, las distintas Home Rules y la separación de la isla desembocarían en un conflicto que vería fin en los Acuerdos del Viernes Santo, vigente en la actualidad. Tras la creación de la República de Irlanda, el proceso de devolución a Irlanda del Norte se ha visto suspendido en varias ocasiones, debido a los conflictos derivados de la incapacidad de los unionistas y los nacionalistas de compartir el poder de la Asamblea de Irlanda del Norte, y la amenaza a la estabilidad del territorio.

A pesar de que la Home Rule originaria tiene procedencia irlandesa, la idea de que cada nación debía ser capaz de gobernar sobre sus propios asuntos fue la semilla que se necesitó para la existencia del sistema actual. Entre los motivos por los cuales Tony Blair fue elegido en 1997 en las elecciones generales británicas estaba su promesa de devolver competencias a Gales y Escocia. Ese mismo año, un referéndum en territorio galés aprobó la medida tras la victoria del líder laborista y se creó, a través del Acta del Gobierno de Gales de 1998, la Asamblea Nacional de Gales, con potestad para decidir cómo se invertía el dinero que el presupuesto británico destinaba a la región nacional. A través de la introducción de distintas leyes y actas, en 2006 la institución ejecutiva del Gobierno de Gales vio la luz, con la potestad limitada sobre algunas cuestiones legislativas. En 2001 se creó una comisión desde el gobierno central para estudiar el traspaso de más competencias al gobierno galés, a la vista del aumento de presión por las autoridades galesas para este propósito.

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El ministro principal de Gales, Carwyn Jones , y su homóloga escocesa, Nicola Sturgeon, en una reunión en el 10 de Downing Street, Londres. Daniel Leal-Olivas-WPA Pool/Getty Images

La misma promesa de Tony Blair ocasionó otro referéndum en Escocia —con los mismos resultados positivos—, aunque los escoceses ya tenían una historia conflictiva con Westminster desde bastante antes. El acta de 1998 introdujo también la creación del Parlamento Escocés, con poderes legislativos sobre todas las materias que no estuvieran relacionadas con los “poderes reservados”. Esta desigualdad en las materias devueltas en comparación con Gales, por ejemplo, ha estado siempre basada en la percepción de que los escoceses se sentían olvidados por las políticas de Westminster y poco representados en el Parlamento. A pesar del poder del Parlamento escocés y su capacidad de legislar sobre un número de asuntos más amplio que el resto de las regiones, en 2014 Escocia celebró un referéndum sobre la independencia de la región donde un 55% de la población votó en contra. El conflicto por el cual habían llegado a ese punto era, de nuevo, la devolución de competencias.

Dentro de este escenario, el caso de Inglaterra es peculiar, dado que es la única nación dentro del reino que no cuenta con un parlamento propio. Este es, de hecho, uno de los motivos por los cuales cada nación desea legislar sobre sus propios asuntos: la sensación de que Inglaterra y sus intereses están sobrerepresentados en Westminster y de que es la política inglesa la que, en realidad, domina sobre todo el país.

Y es con este delicado y desigual pacto territorial con el que Theresa May se enfrenta a las negociaciones con la Unión Europea. Aunque el futuro de Irlanda con Irlanda del Norte prometa ser conflictivo y sea una línea roja importante en el brexit, la problemática a la que se enfrenta con los otros dos gobiernos regionales amenaza de igual manera la estabilidad del país y la dirección del mismo. Más allá de un posible veto simbólico en las negociaciones sobre las condiciones del brexit —en la práctica, la futura ley que regule la salida puede ser aprobada sin el apoyo de Escocia y Gales, pero con profundas consecuencias políticas—, la cuestión que se plantea es cómo va a quedar el reparto de competencias después de la salida de Reino Unido de la Unión Europea. En la actualidad, existen materias cuya gestión se comparte entre los gobiernos regionales y la Unión Europea de forma exclusiva (como la agricultura) pero que serán devueltas a Londres en 2020. Tal y como está planteado ahora, competencias como agricultura o pesca no forman parte de los “poderes reservados” de Westminster; teóricamente, por lo tanto, deberían ser devueltas automáticamente a sus respectivas regiones nacionales. Sin embargo, la pretensión de Westminster de congelar temporalmente la devolución de ciertas materias con el objetivo de legislar globalmente sobre ellas plantea la duda de si el gobierno aprovechará esta oportunidad para recortar autonomía y volver a un modelo más centralizado.

En el caso de Gales, a pesar de su voto en contra en el referéndum de 2016, la región ha terminado aceptando la decisión mayoritaria de la salida de la UE, pero no a cualquier precio. Aunque la independencia no es un deseo mayoritario entre los galeses (solo un 26% estaría a favor, según las últimas encuestas; la cifra asciende a un 32% en el hipotético caso de que los conservadores lograran mayoría en el Parlamento), sí están dispuestos a luchar por un acuerdo final que asegure la permanencia en el mercado único, del que tanto se benefician en la actualidad. Esa es la moneda de cambio en Gales: o completa devolución de competencias o mercado único. El caso de Escocia es distinto y, posiblemente, más peligroso, dado que en el documento que publicaron en 2016 sobre la posición de Escocia en Europa su unión a Reino Unido quedaba sujeta a las condiciones finales del acuerdo que alcanzaran con respecto al brexit. Esto implica que, a pesar de la constante negativa de Theresa May a plantear un segundo referéndum de independencia, si las condiciones mínimas planteadas por Escocia no llegan a término —al menos, un tratado especial para la región que les permita seguir en el mercado único— se reservan el derecho a convocarlo. La cuestión de la devolución de las competencias solamente agrava la tensión entre Holyrood y Westminster. En la actualidad, un 36% de los escoceses están de acuerdo con el status quo. Un 32% prefiere la independencia, mientras que un 17% optaría por la devo max, la devolución máxima de competencias, incluyendo aquellas que ahora se consideran reservadas a Westminster. Esto quiere decir que un 49% de la población en Escocia no está contenta con la situación actual, lo que respalda la lucha de la ministra principal escocesa, Nicola Sturgeon.

Un año después de que Theresa May activara el artículo 50 es cuando comienzan a plantearse cuestiones que profundizan en el aspecto interno de la separación. Las devoluciones de competencias colocan sobre la mesa un problema jurídico, territorial y administrativo. Sin embargo, el mayor desafío relacionado con esto es, irónicamente, simbólico: si el Gobierno no devuelve las competencias estará rompiendo un status quo al que se da mucha importancia y que se ha respetado hasta el momento. Londres estará ejecutando las mismas medidas de imposición que ellos rechazaban en la UE: demasiadas competencias cedidas a una institución central. Aparte de esto, si Theresa May aprueba un brexit sin el apoyo de dos de los tres gobiernos regionales que conforman el sistema, cabe plantearse: ¿es realmente lícito tomar la decisión? ¿Es moral decidir el futuro del país sin el respaldo del mismo?