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La primera ministra de Reino Unido, Theresa May, sale de 10 Downing Street en Londres tras alcanzar el borrador del acuerdo de Brexit con la UE. (DANIEL LEAL-OLIVAS/AFP/Getty Images)

El acuerdo logrado por Theresa May sobre el Brexit se encamina hacia la derrota en el Parlamento. La consecuencia puede ser que no haya ninguno, que se negocie uno nuevo, elecciones generales, un segundo referéndum… o que los diputados se traguen el paquete al segundo intento. ¿Qué sucederá si la Cámara rechaza el acuerdo de la primera ministra?

Theresa May ha cerrado su acuerdo con la Unión Europea y ha convencido a la mayoría de su Gabinete para que lo respalde. A pesar de las dimisiones de ministros importantes como Dominic Raab y Esther McVey, tiene muchas probabilidades de sobrevivir a cualquier intento inmediato de acabar con su liderazgo. A muchos parlamentarios conservadores, tanto partidarios del Brexit como de permanecer en la UE, les conviene mantenerla hasta que haya finalizado el proceso. Sin embargo, May ha prometido que, después de que los dirigentes de la Unión ratifiquen el acuerdo en una cumbre especial el 25 de noviembre, convocará una “votación importante” en la Cámara de los Comunes. Seguramente, se celebrará a principios de diciembre, y no es fácil que pueda ganarla.

El acuerdo de May para la retirada consiste en un tratado y una declaración política que esboza qué forma adoptará la futura relación. Dice que hay que escoger entre su acuerdo, irse sin ningún acuerdo o —como amenaza a los partidarios del Brexit que puedan rebelarse— permanecer en la UE. El Gobierno confía en que su plan obtendrá cada vez más apoyos porque es una alternativa al caos. Los líderes económicos, muchos de los cuales temen quedarse sin acuerdo, van a hablar públicamente en favor de la propuesta de la primera ministra. Y los dirigentes de la Unión pondrán su granito de arena y dirán que no es posible alcanzar ningún otro acuerdo.

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El conservador, Steve Baker, habla con los medios de comunicación sobre el acuerdo del Brexit de Theresa May al salir del Parlamento en Londres. (BEN STANSALL/AFP/Getty Images)

El problema para May es que da la impresión de que una clara mayoría de parlamentarios se oponen al pacto. Normalmente, la primera ministra puede contar con un margen de mayoría de 13 diputados, entre ellos 10 del Partido Unionista Democrático (DUP), que suele votar con el Gobierno. Muchos tories euroescépticos del European Research Group (ERG) encabezados por Jacob Rees-Mogg y Steve Baker, votarán con toda seguridad contra May. En particular, se oponen a la perspectiva de que el Reino Unido permanezca atado a la UE en una unión aduanera por un periodo indefinido y, por tanto, sea incapaz de negociar acuerdos de libre comercio de mercancías con otros países. Les indigna que Gran Bretaña tenga que “aceptar las reglas” no solo en política comercial sino también en las llamadas áreas “de igualdad de condiciones”, como las normas laborales y medioambientales, las ayudas estatales, la política de competencia y los impuestos. Tampoco les gusta el compromiso de regirse voluntariamente por las normas europeas sobre bienes consumibles. Probablemente, el Gobierno tendrá el voto en contra de más de 20 conservadores del ERG y otros grupos euroescépticos.

En el ala opuesta del Partido Conservador, entre cinco y 10 parlamentarios proeuropeos seguirán el ejemplo de Dominic Grieve y Jo Johnson y votarán contra el acuerdo, con la esperanza de que su derrota obligue a convocar otro referéndum.

El DUP, que se ha opuesto siempre a cualquier diferencia normativa entre Irlanda del Norte y el resto del Reino Unido, votará seguramente en contra. La cláusula “de último recurso” del acuerdo de retirada promete una unión aduanera más profunda para Irlanda del Norte que para el resto del Reino Unido. También dice que Irlanda del Norte debe seguir las reglas del mercado único imprescindibles para que no sea necesario imponer controles en la frontera con la República de Irlanda. Eso implica que, a cambio, habrá que ejercer cierto control —aunque mínimo y lo más “desdramatizado” posible— de las mercancías que viajen entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte.

El Partido Laborista votará contra el plan de la primera ministra porque asegura que ofrece menos beneficios que la permanencia. Sus líderes confían en que la derrota de May acabe desembocando en unas elecciones generales. Los nacionalistas escoceses y galeses, los Demócratas Liberales y la única parlamentaria del Partido Verde también han hablado en contra del acuerdo.

Aun así, el Gobierno cuenta con que le saquen del apuro varios diputados laboristas. Hay media docena de euroescépticos que quizá voten el plan de May. Existe también otro pequeño grupo de parlamentarios laboristas que no son tan euroescépticos pero no quieren que sus votantes, contrarios a la UE, piensen que quieren impedir el Brexit. El Ejecutivo espera que otros laboristas europeístas actúen “con responsabilidad” y voten para evitar el caos que podría suponer la ausencia de acuerdo. Pero no parece que vaya a obtener el respaldo de más de 10 o 15 diputados laboristas, de modo que, aunque haya otros que se abstengan, da la impresión de que May se encamina hacia la derrota en su importante votación.

Esa derrota podría conducir a su dimisión o a que se ponga en marcha una moción de confianza, que tendría muchas más probabilidades de salir adelante después de que perdiese en el Parlamento. Si May cae, su partido tendría que reducir su proceso de elección de líder —que suele durar un par de meses— a unas pocas semanas, dada la urgencia que impone el Brexit.

Pero la llegada de un nuevo dirigente no modificaría la aritmética parlamentaria del acuerdo del Brexit. La UE no volvería a abrir las negociaciones por más que lo pidiera un nuevo primer ministro. Y cualquier primer ministro que propusiera salir sin acuerdo caería derrotado en el Parlamento, porque la gran mayoría de los diputados quiere evitar como sea ese resultado. Por consiguiente, el nuevo primer ministro, fuera cual fuera su tendencia política, volvería a encontrarse con grandes dificultades para lograr la aprobación parlamentaria, como May. La Unión quizá le permitiría alterar ligeramente la declaración política para que resultase más atractiva a determinadas facciones. Pero los diputados tendrían que volver a votar, básicamente, sobre el mismo acuerdo y habría muchas posibilidades de que volviera a salir derrotado.

Si el Parlamento vota en contra del acuerdo, no hay más que cinco posibles desenlaces.

El primero y predeterminado es que el Reino Unido se marche sin acuerdo. Este resultado podría consistir en una falta de acuerdo controlada, de forma que las dos partes reconozcan la incapacidad británica de ratificar el acuerdo de retirada, al menos a corto plazo, pero tomen medidas para evitar las consecuencias más graves para las empresas y los ciudadanos. Podría haber miniacuerdos sobre aviación, derechos de los ciudadanos, contratos de seguros, controles de fronteras, etcétera; el Reino Unido podría pagar parte de los 39.000 millones de libras que ha prometido a la UE como señal de buena voluntad. La Comisión Europea ha intentado impedir que haya conversaciones entre los Estados miembros y Londres sobre las formas de mitigar los inconvenientes de la falta de entendimiento para que a Gran Bretaña le resulte lo menos atractiva posible esta solución. No obstante, si acabara materializándose, Bruselas, seguramente, suavizaría su postura.

Por otro lado, la falta de acuerdo podría derivar hacia una situación hostil y difícil, en la que el Reino Unido no pagase ningún dinero y la UE rechazase los miniacuerdos. Este resultado es poco probable, porque los responsables del caos se volverían muy impopulares entre los votantes; además, la reacción de los mercados financieros sería más extrema y el valor de la libra caería de golpe.

Ni la UE ni el Reino Unido —salvo que el nuevo primer ministro fuera un partidario recalcitrante del Brexit— aceptarían de buen grado la marcha sin acuerdo y, si ese pareciera el resultado más probable, seguramente intentarían seguir negociando para dar con una alternativa. Pero no puede descartarse del todo si el Parlamento rechaza el paquete de May.

La segunda opción es que el Parlamento inste al Gobierno británico a volver a Bruselas para conseguir un acuerdo mejor. Es la línea del Partido Laborista, que propone que Gran Bretaña negocie una unión aduanera permanente. En la Cámara hay una mayoría favorable a un Brexit más blando, que incluya la unión aduanera y, para muchos diputados, una futura relación más similar al modelo de Noruega que al de Canadá. Como la UE quiere que el Parlamento vote a favor del acuerdo de May, dice que no estaría dispuesta a renegociar el paquete del Brexit. No cabe duda de que lo dice en serio respecto al acuerdo de retirada, que es un tratado. Pero quizá estaría dispuesta a revisar la declaración política, que no es vinculante y aborda la futura relación. Si Londres modifica sus líneas rojas, quizá Bruselas podría aceptar una declaración política que hable de una futura relación más estrecha. Un acuerdo así también toparía con la enérgica oposición de los tories partidarios del Brexit que rechazan el acuerdo de retirada y su cláusula de último recurso, pero tendría más probabilidades de pasar la prueba de los diputados laboristas.

Un número cada vez mayor de diputados laboristas y conservadores está discutiendo una variante de esta opción: seguir el camino de “Noruega” con todas sus consecuencias. El Reino Unido se incorporaría a la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC) para poder permanecer en el Espacio Económico Europeo (EEE) después del Brexit y, por tanto, en el mercado único de la UE. El argumento a favor de seguir la senda noruega es que tanto los partidarios de irse que quieren un acuerdo al estilo del de Canadá como los partidarios de permanecer que quieren mantener una relación estrecha con la Unión preferirían esta solución al caos de marcharse sin acuerdo. Para los primeros sería una fase provisional de unos cuantos años —y más cómoda que las disposiciones transitorias del acuerdo actual—, mientras se negociase un Acuerdo de Libre Comercio.

Lo malo es que ni la UE ni los países del AELC quieren que el Reino Unido se incorpore al EEE solo para unos cuantos años. Les parecería bien que se integrase indefinidamente, pero dudan de que la clase política británica tolere las condiciones de manera permanente. Seguramente, tienen razón al decir que al Parlamento le costaría aceptar las reglas del mercado único sin que Londres tuviera voz ni voto sobre ellas, la libre circulación de la mano de obra y los pagos ingentes al presupuesto comunitario. En cualquier caso, para poder emprender la vía del EEE habría que reescribir y ratificar numerosos tratados durante mucho tiempo.

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El presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, muestra el borrador del acuerdo del Brexit alcanzado con Theresa May, (EMMANUEL DUNAND/AFP/Getty Images)

La tercera opción es que, si se bloquea el Parlamento y fracasa la renegociación, y si el Reino Unido se dirige hacia el “precipicio” de un Brexit sin acuerdo, empiece a resultar atractiva la perspectiva electoral. A los dirigentes laboristas les gustaría, porque creen que podrían ganar (aunque hay algunos laboristas que se muestran poco entusiastas, porque no quieren ver un Gobierno presidido por Jeremy Corbyn). Algunos diputados conservadores desean evitar las elecciones por miedo a perder sus escaños. A muchos otros les horroriza la idea de que Corbyn pueda convertirse en primer ministro. Pero la perspectiva de que no haya acuerdo tampoco les gusta a muchos tories y, si fuera inminente, algunos de ellos preferirían las elecciones para evitarlo. Incluso con la Ley de mandatos fijos, sería posible convocar elecciones mediante una moción de no confianza o el voto de los dos tercios de la Cámara.

Las elecciones sacudirían la aritmética parlamentaria y tal vez permitirían aprobar un acuerdo. Pero, si los votantes volvieran a escoger un Parlamento similar, que puede ocurrir, los diputados podrían seguir rechazando el acuerdo de May, independientemente, de que se mantuviera o no como primera ministra. La posible llegada de un Gobierno laborista tendría mucha importancia. Como mínimo, este intentaría suavizar enormemente el Brexit y quizás incluso convocar un nuevo referéndum.

La cuarta opción es el llamado voto popular. El argumento en favor de un segundo referéndum es que, cuando los británicos votaron en junio de 2016, tenían que elegir entre la UE que conocían y un Brexit abstracto que nunca se definió. Ahora conocen la realidad del acuerdo que se les propone, en muchos aspectos menos atractivo que el que les prometieron. Por eso merecen tener la última palabra sobre si seguir adelante con el proceso de salida.

Los argumentos en contra del voto popular son que los electores tomaron una decisión clara en junio de 2016, que un segundo referéndum provocaría enormes divisiones y que el resultado, seguramente, estaría muy igualado —fuera cual fuera la opción ganadora— y, por tanto, no resolvería nada de forma definitiva. Algunos detractores dicen que otro referéndum socavaría la fe en la democracia británica y provocaría malestar civil. Muchos partidarios de permanecer en la UE son reacios a apoyar un nuevo referéndum porque creen que podrían perderlo.

El verano pasado, las posibilidades de esta vía parecían mínimas. Ahora han aumentado porque el Partido Laborista se ha acercado a una actitud más positiva: dice que quiere elecciones generales pero que, si no son posibles, respaldará el voto popular, y que en la pregunta debería incluirse la opción de permanecer en la UE. Además, algunos conservadores destacados como Jo Johnson y Dominic Grieve han expresado su apoyo al referéndum. Si la opinión pública se inclina decididamente hacia la permanencia, habrá más diputados que se atreverán a apoyar la consulta.

Los obstáculos son inmensos. Para que se celebre el referéndum, el Gobierno debe presentar la legislación necesaria. Para la mayoría de los dirigentes conservadores, el segundo referéndum es anatema. El partido es tan eurófobo que cualquier dirigente que contemple la posibilidad del voto popular seguramente acabaría expulsado. Corbyn, euroescéptico desde siempre, ha dicho que no se puede dar marcha atrás en el Brexit. Se opone a la nueva consulta, igual que algunos sindicatos y algunos diputados laboristas de circunscripciones partidarias de irse. ¿Y cuál sería la pregunta? Si la alternativa fuera el acuerdo de May o permanecer, los partidarios del Brexit duro, que no quieren ningún acuerdo, dirían que el referéndum es ilegítimo. Justine Greening, exministra conservadora, ha sugerido una pregunta de tres opciones, incluido marcharse sin acuerdo, pero parece que la Comisión Electoral es reacia a incluir preguntas complejas en los referendos.

Hay dos vías posibles para convocar la votación popular. La más segura es la elección de un Gobierno laborista. Aunque el partido, en la actualidad, no es partidario del referéndum como primera opción, entre sus miembros hay un movimiento que se inclina en esa dirección. Si el movimiento cobra impulso, es posible que, para los próximos comicios, la política de la agrupación sea favorable.

La otra vía es que el Parlamento pida al Gobierno que organice un voto popular. No parece probable que May ni ningún otro primer ministro conservador vaya a aceptarlo. Pero sí es posible que, si la Cámara bloquea el acuerdo sobre el Brexit y el país se aproxima al precipicio, muchos piensen que un nuevo referéndum es una buena alternativa al caos político y económico, y que entonces el Ejecutivo proclame la ley necesaria para convocarlo. Incluso es concebible que se pueda formar un Gobierno de unidad nacional cuyo propósito fundamental sea supervisar la consulta.

La quinta y última opción es que, ante la perspectiva de no tener acuerdo —y si no son viables ni una renegociación, ni unas elecciones, ni un segundo referéndum—, los diputados se traguen sus escrúpulos y voten a favor del acuerdo de May, por el bien de lo que consideran los intereses nacionales.

Las opciones dos, tres y cuatro necesitarían una extensión del Artículo 50, para que el Reino Unido tenga más tiempo y pueda aclarar lo que quiere hacer. May ha dicho categóricamente que el Gobierno no va a pedir esa prórroga, pero siempre podría cambiar de opinión (como hizo sobre la convocatoria de elecciones generales el año pasado). Para prorrogar el Artículo 50, la UE necesitaría la unanimidad de los 27 Estados miembros, y se resistiría a tomar una medida así, sobre todo si no es antes de mediados de mayo de 2019, porque ese mes se celebran las elecciones europeas. Los escaños británicos en el Parlamento Europeo ya se han redistribuido y, desde el punto de vista legal, sería complicado mantener al Reino Unido en la Unión pasadas las elecciones. Ahora bien, si Bruselas quisiera prolongar la permanencia británica varios meses, podría haber formas de sortear el problema del PE; por ejemplo, Londres podría designar a parlamentarios de Westminster para que ejerzan como parlamentarios europeos de forma provisional.

La segunda opción, la renegociación de la declaración política, seguramente no necesitaría ninguna prórroga, o una muy breve. Pero, si el Reino Unido quisiera celebrar elecciones generales o un referéndum, la prolongación tendría que durar varios meses. No podemos saber cómo reaccionaría la UE a una petición así del Gobierno británico. Si Bruselas considerara que es una petición frívola, por ejemplo para ganar tiempo mientras el Partido Conservador encuentra un nuevo líder con un nuevo plan, seguramente diría que no. Pero si las autoridades europeas la considerasen una petición seria —con el propósito de celebrar unas elecciones o un referéndum que pueda impedir el Brexit—, probablemente la aceptarían. A casi todos los líderes europeos les alegraría que se diera marcha atrás en el proceso.

 

El artículo origina ha sido publicado en CER

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia