Las políticas de Donald Trump, Jair Bolsonaro, Matteo Salvini, el partido español Vox y otros populistas de ultraderecha tienen una gran similitud, pese a las diferencias entre sus países. En la raíz de los extremismos de derechas hay causas económicas, pero también el rechazo a importantes avances culturales y sociales del siglo XX: los derechos civiles y políticos, los derechos humanos, el feminismo, el ecologismo, la igualdad racial y el Derecho Internacional. El trumpismo es una guerra cultural.

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Carteles que acusan de racismo a Mateo Salvini, Donald Trump, Santiago Abascal, Marine Le Pen y Jair Bolsonaro en una manifestación en contra del partido de ultraderecha español Vox, Barcelona, 2019. PAU BARRENA/AFP/Getty Images

Durante el primer año del gobierno de Donald Trump círculos políticos dentro y fuera de Estados Unidos creyeron que una serie de circunstancias fortuitas habían llevado a la Casa Blanca a un millonario estafador y estrella de la televisión basura. Sería cuestión de tiempo, cuatro años, se dijo, para que el problema pasara a la historia.

La realidad ha sido muy diferente. Trump es el producto de la profunda crisis interna que asola la política, la economía y la sociedad estadounidense y, pese a notables diferencias, a otros países del mundo.

Estados Unidos sufre una crisis de representatividad política y los efectos de cuatro décadas de desindustrialización y el desplazamiento de la producción a México y China, entre otros países con mano de obra más barata. La incorporación de la robotización produce más desempleo y crece la uberización del trabajo (poco, mal pagado, temporal y sin protección social).

La precariedad laboral y la aguda desigualdad ha creado un profundo resentimiento entre generaciones de trabajadores y de la clase media que daba por seguro el constante ascenso social. El país tiene, además, serios problemas en el sistema educativo y de salud pública, falta de renovación de infraestructuras y profundas fracturas culturales y de identidad.

Una parte de la sociedad que se autoidentifica como “los americanos” (blanca y de ascendencia europea) se siente amenazada por los inmigrantes y la diversidad demográfica y étnica, incluyendo a la población negra, una cuestión no resuelta pese a la igualdad legal, los latinos y los musulmanes.

Ese sector de la población blanca siente que fue abandonado por gobiernos anteriores y por los “liberales” que se ocuparon más de “los otros”. Consideran que han perdido poder y privilegios y que esos “otros”, a los que no consideran “americanos” les están cambiando el país. Pero como indica Ashley Jardina, autora del libro White Identity Politics, no todos los estadounidenses blancos sienten este temor. Por ejemplo, muchos votantes del Partido Demócrata aceptan la transformación de la sociedad.

A la vez, no todos los blancos temerosos que les cambien la cultura son necesariamente racistas, pero Trump ha logrado explotar sus ansiedades y miedos, y ganar su apoyo y el de los racistas. De forma similar, miembros del partido Alternativa por Alemania no se consideran racistas o xenófobos, pero les preocupa que los musulmanes alteren la democracia que debe ser sólo para los que ellos consideran “alemanes”.

La ‘internacional’ de la ultraderecha 

Trump es parte, a la vez que impulsor, del ascenso de la ultraderecha populista en diversas partes del sistema internacional. Pero las raíces del problema son previas al Presidente estadounidense. El crecimiento, con avances y retrocesos, de partidos políticos antiinmigración, antiislam y contrarios a la Unión Europea en países como Francia y Holanda comenzó en las últimas tres décadas.

Donald Trump intuyó que podría sumarse a la tendencia reaccionaria en su país, logrando el apoyo del Tea Party, neonazis y el Partido Republicano, aprovechando especialmente el racismo subyacente y el incremento de los flujos migratorios (o la percepción de que ha aumentado, según diferentes casos) y de refugiados, y los efectos de la crisis económica de 2008.

Se rodeó de ideólogos como Steve Bannon, que promueve la insurrección contra los valores liberales, reivindica la tradición frente a la modernidad, Dios contra el secularismo,  el nacionalismo ante la globalización y promueve a EE UU como vanguardia de una internacional reaccionaria. Bannon considera que Occidente vive un dramático declive por culpa de los liberales que han aceptado la globalización y el ingreso de inmigrantes islamistas, “criminales latinos” y terroristas.

Desde su campaña electoral, Trump normalizó el discurso antiinmigración y contra el islam que diversos líderes europeos y demócratas estadounidenses practicaban de forma creciente pero más discreta desde, por lo menos, principios del nuevo siglo. El candidato republicano lo extendió a los mexicanos y centroamericanos, y levantó la veda e implícitamente ha indicado que se puede ser racista en nombre del nacionalismo y la defensa de la identidad blanca frente al multiculturalismo y a esa gente que viene de “países de mierda”, según sus palabras.

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El estadounidense Steve Bannon en una rueda de prensa con Marine Le Pen en Lille, Francia. Sylvain Lefevre/Getty Images

El presidente de EE UU es parte del movimiento heterogéneo, con perfiles y contornos todavía en proceso, que el filósofo Enzo Traverso denomina postfascismos de principios del siglo XXI, y que mezclan autoritarismo, nacionalismo, conservadurismo, populismo, xenofobia, islamofobia y antipluralismo.

A diferencia del fascismo original, Trump, Salvini, Bolsonaro, Duterte, Erdogan, Wilders, Putin, Modi, Orbán, Uribe, Le Pen, los líderes del Brexit, Alternativa por Alemania y los dirigentes de Vox, no plantean (por ahora) derrocar el sistema democrático sino tomarlo por asalto desde dentro para implementar una agenda reaccionaria. De forma oportunista usan los mecanismos (y formas) democráticas para llegar al poder al tiempo que atacan las reglas y leyes que les limitan implementar las reformas que, teóricamente, benefician “al pueblo”.

Este proceso está edificando democracias no liberales, como las considera el politólogo Yasha Mounk, en Estados Unidos, en varios países europeos, Rusia, Hungría, Polonia, Brasil, India, Turquía, Israel y Filipinas. Los valores y libertades garantizadas constitucionalmente se ven cada día asediadas: hoy se derogan unas leyes que protegen el medio ambiente, mañana se disminuye el presupuesto en salud, educación y ciencia, pasado se cierran las agencias sobre igualdad de género y la semana próxima se deportan más inmigrantes mientras se criminaliza la acción de las ONG que les asisten.

La excusa de la ultraderecha es luchar contra las élites que se habrían apropiado del poder económico y político, y contra los extranjeros que “se aprovechan de nosotros” (según Trump, China, México y los europeos; la UE, según Marine Le Pen y los populistas europeos), y rechazar a los inmigrantes que “nos invaden” y nos cambian la identidad –o emprender una “reconquista”, según el partido español Vox. Trump se presenta a sí mismo como un emprendedor despreciado por las élites, encarnando simbólicamente a millones de personas que se sienten de esa forma, que ahora les devuelve los golpes.

Mientras libran estas batallas, los líderes autoritarios toman posiciones, sitúan a empresarios en puestos de poder, aliados reaccionarios, alimentan y apoyan a los medios periodísticos y redes sociales leales, acusan a los medios que les critican y destruyen y reorientan el Estado.

Guerras culturales

¿Cómo consigue el populismo de ultraderecha el apoyo de una parte sustancial de los votantes?  Las razones económicas (destrucción del empleo fijo, desigualdad, caída del nivel de vida de las clases medias y de obreros industriales y rurales), las políticas (distancia entre los políticos y los ciudadanos) y la seguridad (el terrorismo en diversas formas, desde el 11 de septiembre de 2001 al autoproclamado Estado Islámico) son parte de la explicación.

Pero cuestiones culturales en un sentido amplio (incluyendo formas de organizar la vida social) están también en el centro de la adhesión a los discursos extremistas de derechas. Los asuntos culturales movilizan emocional y transversalmente a amplios sectores sociales, no sólo a los que se ven afectados por factores económicos sino a otros, ideológicamente conservadores, que se benefician de la desigualdad y temen perder sus privilegios en un mundo muy competitivo.

Después de la Segunda Guerra Mundial se produjeron una serie de cambios sociales en EE UU y Europa Occidental en los campos de los derechos civiles y políticos, los derechos humanos, la posición de la mujer en la sociedad y la relación entre los seres humanos y la naturaleza. Por otra parte, los avances en el Derecho Internacional generaron espacios de diálogo y consenso, y disminuyeron las guerras entre Estados.

Estos cambios se manifestaron también, con formas propias, en otros países del mundo, donde inicialmente fueron adoptados por las clases medias, y desde ahí se expandieron hasta ser asumidos por otros sectores.

Las transformaciones cuestionaron el orden establecido. Aunque no se produjo la revolución que la izquierda impulsaba, se ampliaron los espacios de acción política y libertades dentro del orden liberal democrático, o como formas de resistencia frente a regímenes represivos.

Derechos civiles y feminismo

El discurso sobre los derechos civiles y políticos, y los derechos humanos, alteraron la hegemonía de las élites, las relaciones entre clases sociales e identidades, y el sentido de responsabilidad ciudadana nacional y global.

Igualmente, cuestionó la relación colonial e imperial entre países centrales y periféricos, quitándole legitimidad al supuesto derecho a conquistar y explotar a pueblos considerados inferiores. También desafió la supuesta superioridad racial de los blancos sobre las personas de color, tanto en Estados Unidos como en Europa o Suráfrica, y de unas comunidades sobre (y también contra otras), por ejemplo, en la política de castas en India, en la relación de cristianos hacia judíos y musulmanes, de judíos hacia palestinos árabes, entre otras pugnas identitarias.

Desde las reivindicaciones de derechos políticos (el voto) e igualdad salarial para la mujer se avanzó hacia el debate sobre el género (una construcción social más allá de las características biológicas de los individuos) y el patriarcado. Al desafiar los papeles tradicionales de mujeres y hombres, se cuestionó que la única sexualidad fuera la heterosexual, abriéndose el espacio social y jurídico al reconocimiento legal de homosexuales y lesbianas, y más recientemente a la transexualidad e intersexualidad. Por otra parte, la educación sexual y reproductiva, y la regularización del aborto en muchas sociedades cambiaron el destino de millones de mujeres.

Paralelamente, las libertades en la vida sexual y la legalización del divorcio ampliaron las formas familiares. Los cambios en torno a la regulación de la identidad sexual han llegado más recientemente a espacios que parecían intocables. Por un lado, el ingreso de mujeres, homosexuales y transexuales a las fuerzas armadas de algunos países. Por otro, la aceptación de mujeres sacerdotes en las iglesias luteranas y evángelicas y, en la Iglesia Católica, donde la conexión entre celibato y abusos sexuales ponen en cuestión una ortodoxia de siglos.

La relación con la naturaleza

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Una marcha por el clima en Denver. Estados Unidos. Marc Piscotty/Getty Images

En los últimas cinco décadas la cuestión ambiental ha crecido en intensidad tanto en tratados y acuerdos como en estudios científicos y movilizaciones. La tensión entre modelos industriales, crecimiento económico, consumo y su impacto medioambiental han ganado peso.

Los choques de intereses se manifiestan entre gobiernos y empresas, de un lado, y grupos de expertos como el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, ONG y ciudadanos conscientes del problema medioambiental, por el otro. Numerosos estudios consideran que hemos entrado en la era del Antropoceno influyendo (de forma negativa) en los cambios que afectan al clima y la naturaleza.

La cuestión medioambiental también tiene proyecciones en la propuesta ecologista de cambios en las formas de vida, consumo sostenible y una relación diferente, no basada en la explotación, con el entorno natural y animal.

Esto plantea desafíos a la alimentación basada en el consumo de animales. Además, la producción industrial de carnes tiene un fuerte impacto medioambiental. En la misma línea, la cacería, y el masivo tráfico ilícito de animales (en particular partes de estos), especialmente de especies en extinción, es considerado un crimen ocioso, lejano de la necesidad de cazar que tenían nuestros antepasados.

Liberalismo y sistema internacional

El orden internacional, liberal y multilateral, basado en la cooperación, el trabajo diplomático, debates, consensos, acuerdos y tratados, rige las relaciones entre los Estados, no sin problemas y contradicciones. El liberalismo propone que el sistema internacional se organice en torno a valores de orden, libertad y justicia.

Frente a un desorden anárquico, el liberalismo plantea que los Estados deben dirimir sus intereses a través de negociaciones y generando regímenes de cooperación, por ejemplo, sobre comercio, medio ambiente, transporte y comunicaciones globales, espacios comunes (como el espacio o los polos) y cómo actuar en caso de guerra.

La reacción

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La asociación conservadora española "Hazte Oir" muestran una imagen de Hitler con el símbolo del movimiento feminista en Barcelona, marzo 2019.

Más de medio siglo de cambio social generaron una aparente aceptación generalizada en las sociedades democráticas, se desarrollaron con fuerza en las que habían estado bajo regímenes comunistas, y fueron adoptados por parte del Sur del sistema internacional. El feminismo, los nuevos modelos familiares, el ecologismo, la defensa de los derechos civiles y humanos, la igualdad de razas e identidades, y más recientemente la lucha contra la pobreza y la desigualdad, pasaron a ser parte del paisaje político, tanto que partidos y gobiernos de centroderecha los adoptaron como parte de su agenda.

Sin embargo, la combinación de factores económicos adversos para las mayorías, la crisis de representación y efectividad para defender sus intereses por parte de los partidos políticos tradicionales, la percepción de pérdida de poder masculino, el impacto del terrorismo en nombre del islam radical, el aumento de los flujos migratorios y el crecimiento de sociedades multiculturales abrieron la compuerta a la reacción contra lo “políticamente correcto”.

Sectores conservadores tradicionales no adhieren ni apoyan el populismo de ultraderecha, e incluso desprecian la vulgaridad del Trumpismo. Pero otro sector más primitivo, que durante más de medio siglo se ha sentido arrinconado y ha aceptado a regañadientes políticas de cambio social en cuestiones tan profundas y sensibles como el papel de la mujer, formas diversas de sexualidad, la igualdad de razas y cuestiones tan primarias como qué comemos, ha encontrado en líderes como Trump o Bolsonaro la voz, la legitimidad y la oportunidad de contraatacar. Es la venganza contra la agenda de la democracia liberal y progresista.

Replicando de un país a otro el discurso reaccionario, la ultraderecha ataca a las “feminazis” y reivindica el papel tradicional de la mujer, duda que exista la violencia basada en género, se opone a la regulación del aborto y desprecia las alarmas sobre el cambio climático.

Igualmente, promueve la economía contaminante (explotación del carbón, petróleo y uso sin restricciones del automóvil), levanta las restricciones a la cacería y el tráfico de especies, anula las medidas legales para la protección y la ayuda de minorías, promueve la posesión de armas sin regulación del Estado y alienta a que la policía actúe sin dar cuentas.

Respecto de los inmigrantes, propone la construcción de muros, la restricción de derechos, la expulsión, y desplazar las fronteras “hacia el Sur” para que terceros países asuman una función policial y los costes de la migración, y no los beneficios. La Unión Europea tiene un acuerdo con Turquía para que prevenga que los refugiados de Siria, Irak y Afganistán lleguen a Europa. Trump acaba de presionar a México amenazando con aumentar las tarifas arancelarias, y ha logrado que empiece a frenar a los inmigrantes centroamericanos antes que lleguen a EE UU.

Los recientes comicios al Parlamento europeo dieron como resultado un sustancial crecimiento del voto verde y liberal, en gran medida gracias a la movilización del voto joven en torno a la cuestión medioambiental. La ultraderecha no obtuvo, excepto en Reino Unido e Italia, los altos resultados que esperaba. Las elecciones de medio mandato en Estados Unidos condujeron a la entrada de una nueva generación de congresistas, muchas de ellas mujeres y de diferentes identidades.

Un análisis de tendencias realizado por el diario The New York Times señala que “los populistas occidentales ascienden con las crisis sobre la inmigración y el terrorismo, pero cuando baja la intensidad de esas crisis, el populismo se estanca o pierde los votos suficientes para mantenerse en el poder”.  No obstante, todo indica que la inmigración global no va a disminuir y el terrorismo continuará surgiendo esporádicamente.

La ultraderecha, el trumpismo, alcance o no el poder, es una fuerza que continuará movilizando emociones basadas en cambios sociales y culturales. Así lo muestran los triunfos de Narendra Modi en India y Rodrigo Duterte en Filipinas, los ascensos de Agrupación Nacional en Francia y de Vox en las Cortes españolas, que Boris Johnson pueda ser el nuevo primer ministro británico, el peso del uribismo en Colombia, y que Trump mantenga la fidelidad de votantes pese a las diarias evidencias de corrupción financiera y gubernamental.