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Una imagen del Presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, durante una protesta contra sus políticas. en Manila, 2018. Jes Aznar/Getty Images

La represión y restricciones a organizaciones no gubernamentales por parte de gobiernos autoritarios, y el ascenso de una sociedad civil conservadora representan serias amenazas para el régimen internacional de Derechos Humanos y la democracia. Por su parte, las organizaciones que se ocupan de cuestiones como cambio climático, diversidad sexual y defensa de minorías son acusadas por el populismo de ultraderecha de “enemigos del pueblo” y “agentes” de intereses extranjeros.   

La represión a las organizaciones de la sociedad civil se extiende a lo largo de todos los continentes. Asesinatos de defensores de derechos humanos en Colombia, encarcelamientos en Rusia, Turquía y Hungría de periodistas y activistas, persecución a ONG defensoras de la diversidad sexual en varios países de África subsahariana, detenciones de mujeres que luchan por sus derechos en Arabia Saudí, y persecuciones a quienes alzan la voz por las minorías musulmanas en India y Myanmar (donde la ONU acusa al Gobierno de genocidio).

Igualmente, resultan de gravedad los juicios sumarios y masivos en Egipto con condenas a muerte y cadena perpetua, acusaciones de traición a los defensores de inmigrantes en Estados Unidos, hostigamiento a activistas en Venezuela, persecuciones a abogados, jueces y organizaciones que se oponen a la guerra contra la droga en Filipinas, y restricciones para recibir fondos que tienen las ONG que trabajan en Israel en favor de los palestinos. En diversos Estados se extiende el control de su financiación, obligándolas a declarar los fondos que reciben del extranjero.

Los ataques no son aislados, sino que forman parte de la ofensiva conservadora tanto en países gobernados por dictaduras como en los que rigen democracias autoritarias. Esto es, gobiernos que han llegado al poder por la vía electoral, pero que practican políticas contrarias al régimen democrático. Los ataques a la sociedad civil son parte de la ofensiva contra el estado liberal, y la crisis de legitimidad de la democracia. Este es el caso, entre otros, de Filipinas, Turquía, Rusia y Estados Unidos.

 

Los nuevos autoritarios

El poder ejecutivo en estos países adopta diversas estrategias y medidas que debilitan el Estado de derecho, y alteran el balance entre el presidente y los poderes legislativo y judicial. Al mismo tiempo, echan de sus puestos a funcionarios que no sean leales, y eliminan cargos en el aparato del Estado, designando a directivos de acuerdo con las lealtades con el poder.

El Gobierno turco, por ejemplo, ha expulsado en los últimos dos años de la administración del Estado a 18.600 funcionarios (entre ellos 9.000 miembros de las Fuerzas Armadas). Donald Trump ha nombrado por dos veces como directores de la agencia de protección ambiental a negacionistas del cambio climático.  Igualmente, en Suráfrica, el Gobierno del ex presidente Jacob Zuma promovió el control de los medios de prensa, la censura, cambios ilícitos en la Constitución y la toma del Estado para ocultar la corrupción.

Las dictaduras tradicionales (por ejemplo, en América Latina) congelaban o sometían las funciones del Estado a las decisiones de militares y equipos tecnocráticos civiles, pero no las eliminaban. En otros casos, la debilidad institucional no era desarrollada ni promovida. Ahora, usando el discurso populista de limpiar y eliminar a la élite política, los nuevos autoritarios intentan desmantelar las instituciones del Estado liberal. Grupos empresariales, líderes de opinión y algunos medios colaboran en esta tarea.

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Una mujer escucha un discurso del Presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, Estambul. Chris McGrath/Getty Images

Las antiguas dictaduras no buscaban explícitamente el apoyo de parte de la sociedad, aunque lo generaran y contaran con él. Les bastaba pactar con empresarios, financieros, jerarcas eclesiásticos y, si existían, con grupos de ultraderecha que movilizaran a sus adeptos.

Desde la perspectiva de la legitimidad, algunas dictaduras se presentaban como una necesidad transitoria debido a la ineficiencia del poder civil. En otros casos, como Salazar en Portugal, Franco en España, Stroessner en Paraguay, Somoza en Nicaragua o Mugabe en Zimbabue, tenían la pretensión de eternidad y contaban con parlamentos y elecciones diseñadas a medida.

Los nuevos autoritarios llegan al poder a través de elecciones libres, aunque utilizan mecanismos disuasorios y represivos hacia la oposición, por ejemplo, el gobierno de Vladímir Putin en Rusia. Estos gobernantes usan un discurso populista de ultraderecha para movilizar a diversos sectores según los contextos de cada país.

Rodrigo Duterte en Filipinas apela a la crisis de seguridad ciudadana, aplica una política de mano dura contra los reales o supuestos consumidores y traficantes menores de drogas, pero no se ocupa del problema desde perspectivas de salud pública, pobreza y marginación. Menos aún, centra la atención del Estado en las estructuras criminales vinculadas a la corrupción.

En el contexto violento de Oriente Medio, Recep Tayyip Erdogan apela al nacionalismo turco, al pasado glorioso del Imperio otomano, la disputa con Europa (¿somos europeos o somos orientales?), el choque entre las identidades musulmana política y secular, y también la identidad turca frente a la kurda. Entre esas complejas tensiones, el Gobierno ha logrado, en parte apoyándose en el crecimiento económico que tuvo el país durante la década pasada, generar consenso en una amplia parte de la población dispuesta a que sus adhesiones culturales sean defendidas mediante la fuerza y saltándose el orden legal.

Por su lado, Putin reclama un papel de gran potencia para Rusia, considerando que fue humillada por Occidente luego de la caída de la Unión Soviética, se confronta con Estados Unidos y busca una alianza entre iguales con China. La ideología de Putin mezcla la melancolía por la Rusia imperial, el poder soviético durante la Guerra Fría y situarse como actor relevante en el actual multipolar.

El nuevo presidente de Brasil, Jair Bolsonoro, combina el rechazo a la corrupción con ataques a la diversidad de género y de familias, ataques a los defensores del medio ambiente y organizaciones no gubernamentales en general.  Su discurso es muy similar al de Donald Trump combinando ultranacionalismo, antifeminismo y anti gays y lesbianas, y exaltando el machismo armado del Ejército y la policía.

 

Crisis del orden liberal

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El presidente Donald Trump en California, 2018. Paul Kitagaki Jr.-Pool/Getty Images

En estos y otros Estados las ONG son crecientemente consideradas actores con intereses antinacionales y contrarias a las costumbres locales. Por ejemplo, en países musulmanes se les critica con frecuencia por promocionar un papel diferente y contrario al patriarcado para las mujeres. En algunos Estados africanos se les acusa de promocionar la homosexualidad. Y en Brasil se les critica por defender la Amazonia y a las comunidades indígenas alegando que van en contra del desarrollo económico del país.

Como explican los expertos César Rodríguez Garavito y Krizna Gómez, el hecho de que las ONG se hayan desarrollado después de la Segunda Guerra Mundial, y puedan ser consideradas la sociedad civil del orden liberal, facilita los ataques del populismo de ultraderecha que las señala como agentes de Washington, Londres o Bruselas (la Unión Europea). En la medida que el orden liberal se encuentra en crisis, especialmente deteriorado por las actitudes del gobierno de Trump hacia la UE, la OTAN y Canadá, consecuentemente se debilita el sistema de ONG defensoras de derechos humanos y de otras causas.

Desde principios del siglo XX hubo asociaciones precursoras de la defensa de los derechos humanos, como  la Unión Americana de Libertades Civiles, en Estados Unidos, y movimientos pacifistas y sufragistas en Europa y también en EE UU. Pero fue desde la década de 1960 cuando las ONG de derechos humanos ganaron un espacio creciente. Amnistía Internacional fue fundada en 1961. Su trabajo sirvió tanto para denunciar a los Estados (inicialmente defendiendo a los presos de conciencia) represores como para presionarlos con el fin de desarrollar el régimen internacional de los derechos humanos. El trabajo de Amnistía y más tarde otras organizaciones sirvió de inspiración en campos como la protección ambiental y las organizaciones feministas.

Los ataques a las ONG no son algo nuevo, como tampoco algunos de los argumentos, como acusarlos de ser agentes extranjeros. La diferencia es que, si en décadas anteriores existía ese orden liberal y una alta legitimidad de la democracia, ahora hay varias diferencias. Primero, la ofensiva contra el régimen de derechos humanos y otras agendas progresistas está instalada en los mismos países democráticos. La ultraderecha ha ganado un espacio en diversos países europeos, en el gobierno de EE UU y en Brasil, considerado emergente hasta hace pocos años.

Segundo, la desigualdad y la consiguiente percepción de millones de personas de estar marginados, de haber perdido acceso a bienes, servicios y trabajos, y ser dejados de lado por el sistema económico a la vez que sentirse abandonados por los políticos. Esto produce una profunda desafección hacia la democracia.

 

Enemigos del pueblo

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Evangélicos rezan y reparten folletos en las calles de Río de Janeiro, Brasil. YASUYOSHI CHIBA/AFP/Getty Images

Una reciente encuesta del Latinobarómetro indica que el 48% de los ciudadanos de América Latina no apoyan la democracia como sistema. Esta tendencia, que se manifiesta en otras sociedades, va unida al desarrollo de movimientos sociales y ONG conservadoras, entre las que destacan los grupos evangélicos que han llevado, en gran medida, a Bolsonaro al poder.

Los movimientos sociales conservadores agrupan a ciudadanos y sectores con diferentes intereses, desde la defensa de la identidad y el nacionalismo frente a los inmigrantes hasta la familia tradicional y la religión. A la vez, los defensores de los derechos humanos y otras causas son vistos como parte de los liberales (en Estados Unidos), los progresistas de izquierdas (en Europa) o los neocolonialistas (en África y Oriente Medio) y “occidentales” (en Asia) que trabajan para sus propias agendas olvidando “al pueblo”.  Las redes sociales han servido para que los políticos y organizaciones conversadoras puedan difundir sus mensajes, atacando al mismo tiempo a los medios periodísticos tradicionales, acusándolos también de enemigos políticos “del pueblo”.

Pese a que líderes políticos como Trump y Bolsonaro hacen políticas que defienden los intereses de los sectores empresariales más poderosos, la indignación de los marginados es agitada por racistas, xenófobos y conservadores. Estos vieron crecer y ganar espacio durante décadas a las ideas liberales y progresistas. Pero ahora consideran que pueden expresar sin temores sus ideologías, y combatir esas agendas, legitimados por el descontento masivo. A la vez, el Estado deja de ser un garante de los derechos y se torna un enemigo de estos.

Por el momento, el resultado es una polarización creciente en diversas sociedades. Los resultados recientes en Brasil (la ultraderecha al poder) y Estados Unidos (triunfo de los demócratas en las elecciones de medio término, y la fuerte entrada en el Congreso de mujeres de diversos orígenes culturales, además de varios candidatos que se proclaman socialistas) indican que se avecinan tiempos de difíciles, confrontaciones entre modelos abiertos y cerrados sobre cómo organizar sociedades con intereses tan contrapuestos.