El candidato republicano, Donald Trump, durante su intervención en el segundo debate en Washington University en St. Louis, Missouri. (Rick Wilking/AFP/Getty Images)
El candidato republicano, Donald Trump, durante su intervención en el segundo debate en Washington University en St. Louis, Missouri. (Rick Wilking/AFP/Getty Images)

¿Existe una relación directa entre la candidatura de Trump y la imagen de EE UU?

Acababa de corregir la impresión de una mujer de que los sondeos sobre la elección presidencial de Estados Unidos daban un resultado dividido al 50% (no es verdad; Hillary Clinton ha estado siempre por delante, aunque a veces por escaso margen), cuando ella me replicó con una verdad muy incómoda: el hecho de que Donald Trump sea el candidato republicano dice mucho de los estadounidenses.

La candidatura de Trump me ha proporcionado numerosos momentos de bochorno en fiestas, en mis clases, en todas mis conversaciones con gente en Madrid durante el último año. Respecto a las primarias republicanas, puedo explicar que sólo votó alrededor del 15% del electorado y que la mayor parte del tiempo los votos se repartieron entre varios candidatos, así que, en realidad, fue un grupo muy reducido el que permitió su nominación.

Pero ahora que estamos en plena campaña para las elecciones generales, y ya hemos visto dos debates, resulta mucho más difícil explicar el respaldo que obtiene, que en el momento de escribir estas líneas está en el 43,5%, según la encuesta nacional agregada de FiveThirtyEight.com, frente al 48,3% de Clinton. Y esto ahora que Clinton está subiendo después del primer debate, en el que supo provocar a Trump hasta estallar en un ataque de furia que fue agravándose en mítines y en Twitter a medida que pasaban los días.

Cada vez es peor y esta último fin de semana ha sido abrumadoramente escandaloso: entre el vídeo de Trump de 2005 con sus declaraciones indignantes, su disculpa que no fue disculpa sino una amenaza a traer las indiscreciones de Bill Clinton a la campaña, su cumplimiento de esa amenaza en la forma de una rueda de prensa del último minuto antes del debate con cuatro mujeres del pasado de los Clinton y su comportamiento mendaz y de intimidación en el segundo debate.

Desde luego, y para mi total desolación, tanto desde el punto de vista personal como desde el profesional, esta campaña está siendo más desagradable que otras anteriores, y, dado que muchos de esos momentos lamentables proceden directamente de Donald Trump, está dañando especialmente la imagen de Estados Unidos en el extranjero. Esta es una gran diferencia con campañas anteriores, que solían ser un escaparate de lo mejor —y también lo más ostentoso— de nuestra democracia, y en las que los elementos más turbios no salían directamente de la boca de un candidato.

Es evidente que Estados Unidos, como cualquier otra democracia, ha vivido unas cuantas campañas negativas e incluso repugnantes. Pero lo normal es que los candidatos permanezcan ajenos a la refriega y que los ataques los lleven a cabo otros como los candidatos a la vicepresidencia y otros colaboradores, los anuncios de propaganda e incluso los periodistas a los que se hacen llegar informaciones perjudiciales para el candidato rival. Lo que le interesa a cada bando es derrotar a la oposición pero permitir que el candidato propio se mantenga en todo instante educado y elegante, presidencial. Por eso, hasta ahora, los debates y otras apariciones públicas mantenían un gran grado de civismo.

Esta tradición se remonta a la fundación del país, cuando los candidatos no se dedicaban realmente a la campaña y dejaban que fueran sus equipos y sus aliados quienes hicieran el trabajo sucio. El partidario de Thomas Jefferson, James T. Callender, escribió un panfleto en el que llamaba al presidente federalista, John Adams, "un personaje horrendo y hermafrodita, que no tiene ni la fuerza y la firmeza de un hombre, ni la suavidad y la sensibilidad de una mujer". El comentario no lo hizo el propio candidato.

Otro espacio que se ha utilizado para hacer campañas negativas ha sido la televisión: desde que existe la propaganda política, existen los anuncios negativos. Ya cuando comenzó la publicidad en televisión, durante la campaña de 1952 para la elección entre Dwight Eisenhower y Adlai Stevenson, había ese tipo de anuncios, como el titulado Platform Doubletalk, en el que aparece un republicano con dos cabezas.

Quizá el anuncio más famoso y más escandaloso de todas las campañas es el titulado Daisy, de 1964, que muestra una explosión nuclear y la nube en forma de champiñón, y que criticaba al candidato republicano Barry Goldwater por ser partidario de la guerra nuclear. En años más recientes, varios grupos externos e incluso los llamados súper PAC (Comités de Acción Política) han creado anuncios negativos todavía más distanciados del candidato.

Estas elecciones no son ninguna excepción, con una diferencia fundamental: la campaña de Clinton y los súper PAC que la apoyan han acumulado unos fondos inmensos, mientras que la campaña de Trump ha recurrido mucho más a los medios gratuitos y ha dejado la tarea de crear las infraestructuras para recaudar fondos en manos del Partido Republicano.

Desde que se vieron en televisión por primera vez, en 1960 —no volverían a emitirse hasta 1976—, los debates han sido siempre actos bastante serios. En las primarias republicanas de los últimos años han sido algo más ruidosos, como aquel en el que el público gritaba a Ron Paul que dejara morir a los pacientes sin seguro de salud. Pese a ello, al final, Mitt Romney —el hombre que no había bajado al fango durante la campaña— fue un rival republicano elegante, elocuente y reflexivo frente a Barack Obama.

Sin embargo, las primarias republicanas de este año batieron el récord de negatividad cuando Trump empezó a insultar a los demás candidatos y a ponerles apodos, como Bush "el sin energías", "el pequeño" Marco y Ted "el mentiroso". No se había visto nunca que un candidato hiciera algo así. Aunque Trump no lo dijo en su primer debate, a Clinton la llama Hillary "la deshonesta".

Todo esto ha repercutido en la estrategia de Hillary Clinton ante los debates; en el primero se dedicó a provocar a Trump para que se enfadara y mostrara su verdadera personalidad ante la mayor audiencia obtenida jamás por un espacio televisivo de este tipo. Osciló entre lo que le resulta más cómodo, la discusión política detallada, y una serie de observaciones y críticas pensadas para ponerle nervioso. Le salió bien, pero a veces se veía con claridad que no se sentía a gusto con muchas de las frases que le habían preparado.

Lo más inquietante, sin embargo, han sido los llamados errores no forzados: las afirmaciones desagradables que hace Trump de forma espontánea durante sus discursos, en mítines y entrevistas. Hemos tenido muestras casi diarias ante nuestras narices desde que el magnate anunció su candidatura, en junio de 2015, a la vez que acusaba a los mexicanos de ser violadores y narcotraficantes. La lista es larga: el muro que se construirá pagado por México; el juez Curiel; las incitaciones a la violencia durante sus mítines contra periodistas y manifestantes; los llamamientos a ejecutar a Hillary Clinton o a que los agentes del Servicio Secreto que la protegen dejen sus armas para ver qué sucede entonces; el humillante trato sexista y racista aplicado a una antigua Miss Universo, con el añadido de una diatriba aún más grosera en Twitter a altas horas de la noche; los comentarios sobre su "buen cerebro" y las consultas que se hace a sí mismo; su admiración por Vladímir Putin; la ridícula promesa de renegociar todos los acuerdos de libre comercio; las dudas en público sobre el deber de defender a los aliados de la OTAN, y así sucesivamente.

El presidente de Estados Unidos tiene un enorme peso en la imagen que proyecta el país en el extranjero y, ahí, reside su poder blando, es decir, su capacidad de influir en la política exterior a base de ejercer su capacidad de atracción en vez de la coacción. Como secretaria de Estado, Hillary Clinton demostró comprender muy bien la importancia de compaginar el poder blando y el poder duro para lograr lo que muchos llaman el "poder inteligente". Donald Trump, por el contrario, parece comprender sólo el poder duro.

El fenómeno de Trump es especialmente desalentador cuando Obama ha sido capaz de rehabilitar la imagen del país después de los dos mandatos de George W. Bush. El Pew Research Center’s Spring 2016 Global Attitudes Survey muestra una subida espectacular de la nota que recibieron de los europeos en cuanto Obama sucedió a Bush en la Casa Blanca, acompañada de una subida menos pronunciada pero importante al principio del primer mandato de Obama, que en general se ha mantenido.

Esa misma encuesta presenta una marcada diferencia en la campaña presidencial actual. Al preguntar a los europeos y asiáticos qué confianza tienen en que un líder o candidato concreto vaya a actuar como es debido en política internacional, Clinton obtiene buena nota en ambos lugares. Como era de esperar, menos de la cuarta parte de los entrevistados en 15 países confía en que Trump actúe correctamente.

Aunque no hay datos que corroboren una relación directa entre la candidatura de Trump y la imagen de Estados Unidos, es evidente que existe. A la mayoría de los países les resulta difícil cambiar las percepciones internacionales, que suelen estar basadas en estereotipos muy arraigados. El caso de EE UU es especial, porque el resto del mundo sigue muy de cerca su política y campañas, y eso permite tener unas impresiones más detalladas y fluidas del país; por eso Obama y su campaña de 2008 pudieron cambiar por completo una imagen que era muy mala. Sin embargo, el Santo Grial de la construcción de una imagen es que se confirmen los estereotipos arraigados, y eso es lo que ocurre con Trump, que ratifica las opiniones empíricamente documentadas entre los extranjeros de que los estadounidenses son intolerantes, arrogantes, codiciosos y violentos.

Se dice a menudo que Estados Unidos es el país indispensable. Un artículo de fondo de The Economist, The New Political Divide (La nueva brecha política) terminaba diciendo que "El futuro del orden mundial liberal depende de que ella [Clinton] venza". Y no es una hipérbole. Un candidato a la presidencia estadounidense que muestra total falta de respeto a las instituciones, no sólo nacionales sino internacionales, y a cualquiera que no sea un hombre blanco, debería atemorizar al resto del mundo.

Y debería atemorizar a más estadounidenses. Está claro quién le vota, en general: un hombre blanco con escaso nivel de educación, que vive en zonas del país que aún no se han recuperado de la crisis. Esos votantes sienten que el país y el Gobierno se han olvidado de ellos, que son los derrotados de la globalización y que, por consiguiente, tienen todo el derecho a sentirse frustrados. No me parece que a esa gente le preocupen terriblemente la imagen mundial de EE UU ni su capacidad de ejercer el poder blando, pero me maravilla su capacidad de ignorar todos los factores repugnantes y dejar que este hombre se burle de nuestra democracia.

Los sondeos siguen dando a Clinton una ventaja constante, demasiado estrecha para el gusto de muchos estadounidenses y espectadores interesados de todo el mundo pero que, sin duda, la coloca en mejor posición que a él, para ganar el 8 de noviembre. Eso nos permite confiar en que vencerá ella, que el orden mundial liberal seguirá en vigor y que Estados Unidos recuperará cierto aire de credibilidad. Ahora bien, seguiremos preguntándonos en qué piensan esos estadounidenses, por muy justificados que puedan estar su dolor y su indignación, y cómo es posible que hayan votado a favor de todo ese espanto.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia