Peter-Handke
Un grupo de personas protestan contra el escritor austriaco Peter Handke con una pancarta que dice "negador del genocidio" en Oslo, 2014. Varfjell, Fredrik/AFP via Getty Images

La militancia intelectual del escritor austriaco Peter Handke en relación a la guerra de los Balcanes, a examen.

Cuando hace unos días se recibió la noticia de que Peter Handke había sido premiado con el Nobel de Literatura, muchas voces reputadas y legitimadas de la región —y de fuera—, pusieron el grito en el cielo. Handke, como otras personalidades de la cultura, quiso involucrarse en las guerras de la ex Yugoslavia. Alain Finkielkraut apoyaba las ansias soberanistas de Croacia, o Susan Sontag y Juan Goytisolo sumaban fuerzas para mostrar su solidaridad y condenar el asedio a Sarajevo. Bernard-Henri Levy rodaba el documental Un día en la muerte de Sarajevo.

Peter Handke había labrado una reconocida e innovadora carrera literaria como novelista, guionista, poeta o dramaturgo antes de la guerra yugoslava, y tenía ciertos vínculos de raíz yugoslava. Su familia materna era parte de la minoría eslovena en Austria, pasó su infancia veraniega en una isla croata, Krk —sobre la que escribió su novela Los avispones— y, sin llegar a ser un experto en la materia, ni tampoco tener vocación de ello, estaba familiarizado con los aspectos generales de la política yugoslava. De hecho, como cuenta su editora Cecilia Dreymüller en relación a la obra Despedida del señor del noveno país, Handke fue crítico con la restricción de la autonomía kosovar en 1989, decisión política que explica parcialmente el ascenso y popularidad lograda por Slobodan Milošević entre el nacionalismo serbio, pero que también condujo a una fuerte represión contra la población albanesa.

Handke durante las guerras decidió ponerse del lado de la causa serbia en sus propios términos. En 1996 publicaba Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Sava, Morava y Drina o Justicia para Serbia. Un libro de viajes donde se entremezclan las cuitas intelectuales del momento con paisajes bucólicos de nieve, ríos y bosques y con la experimentación literaria. De esta obra, sin duda menor, sus opiniones políticas versan entre su indignación por el fin de Yugoslavia, el destino de la población serbia con motivo de la independencia croata y bosnia, pero también sus críticas al asedio a Sarajevo y a sus responsables. De hecho —más de uno se sorprenderá—, se muestra en sus páginas fustigador con el criminal de guerra, Radovan Karadžić: “¿cómo uno de nosotros, aquí, o mejor aún, uno de allí, uno del pueblo de los serbios no le quitaría la vida al responsable de semejante hecho, al cabecilla serbio de Bosnia, ¡que, por lo que se dice, antes de la guerra escribía poemas para niños!”.

Pese a lo que muchos puedan interpretar, no es un negacionista de lo ocurrido en Srebrenica, sino que cuestiona la categorización del hecho “como un acto organizado, sistemático y programado”, que en definitiva no es negar la masacre en sí, sino la voluntad planeada, coordinada y deliberada de cometerla de acuerdo con tipo penal de genocidio. Con su criterio, y el de muchos desgraciadamente, se intenta suavizar la gravedad del crimen por ser una respuesta precipitada e impulsiva del Ejército serbo-bosnio debido a las incursiones anteriores del Ejército bosnio-musulmán en los alrededores de Srebrenica. No se trata de disculpar o justificar su opinión, pero tampoco se le puede achacar que niegue la mayor como si quisiera silenciarla a los ojos del mundo.

No obstante, siembra dudas sobre el origen serbo-bosnio de sendas bombas que cayeron sobre el Mercado de Markale, y que mataron a decenas de ciudadanos, lo cual sigue siendo una controversia repudiable en un contexto de cuatro años de asedio continuado a la población sarajevita. En cualquier caso, Handke es resbaladizo. Salpica sus opiniones políticas con entrecomillados donde resulta interpretable para unos y otros. Él mismo se rebela contra ello, aunque participe del juego mismo. Denuncia en Preguntando entre lágrimas que la primera víctima de la guerra no es la verdad, sino la lengua, pero su verdad no ofrece suficientes argumentos como para convencer a un lector crítico. “Oh, lengua”, dice.

La lectura meditada de sus textos denota la voluntad de posicionarse, sobre todo a contracorriente, sobre la base de una crítica a las potencias internacionales como responsables del fin de Yugoslavia. Este un razonamiento muy discutible, no tanto en relación a los reconocimientos o la guerra, donde muchos actores internacionales intervinieron según sus intereses, sino por el estado en el que estaba la Federación y la relación entre los líderes políticos a finales de 1989. Su ejercicio de empatía hacia la población serbia y su destino es entendible, una vez importantes medios y líderes occidentales generalizaron las culpas de la guerra sobre los serbios sin distinguir entre perpetradores, líderes y las diferentes sensibilidades locales, especialmente cuando fue el momento de convencer a la opinión pública sobre la necesidad de la Operation Deliberate Force en 1995 contra el Ejército serbo-bosnio o los bombardeos de la OTAN en 1999 a Yugoslavia. No obstante, su virtuosismo literario no está al servicio de una idea yugoslavista, sino de emociones y sensaciones donde ondeaba principalmente la bandera serbia.

El debate que genera el otorgamiento de un Nobel a Peter Handke se sustancia por un lado en la ausencia de un relato de conciencia con el destino de la población bosníaca y en su apoyo explícito a Slobodan Milošević, acudiendo a su funeral y dando un discurso a su favor. Un apoyo que no es tanto un elogio a sus decisiones políticas, sino a su sombra trágica, en una tesitura donde lo que él considera el yugo del pensamiento único impone una verdad de hierro, inobjetable, que impide a los espectadores labrarse su propia opinión sobre el mandatario serbio, los serbios y el fin de Yugoslavia. No fue el único. El ex fiscal estadounidense Ramsey Clark declaró, cuando Milošević iba a ser detenido, que su deportación era “una tragedia para el pueblo serbio”. No lo era, se equivocaba, las elecciones y la revolución del 2000 demostraron los pocos apoyos que tenía el líder serbio. Por esto mismo, Handke tampoco debería ser recordado como representante de los serbios, sino de su propia causa.

La posición de Handke, equivocada y desinformada, se tropieza con el hecho de que pudo ejercer de “embajador serbio”, haciendo frente a Milošević, pero en su cruzada despreció tanto a la oposición como a los representantes de las víctimas. Su militancia intelectual le terminó convirtiendo en una mascota del nacionalismo serbio, pero también fue un consuelo para muchos serbios que se sentían ultrajados por la prensa internacional. Tampoco se le puede negar que abriera interesantes disyuntivas, aunque la profundidad de esos debates filosóficos, existencialistas y semánticos no dejaban de ser, llevados a la coyuntura del momento, una performance literaria que las víctimas no se podían permitir en un contexto de trincheras, barbarie y/o sanciones internacionales. Pese a sus falsedades y medias verdades, el escritor no azuzó la maquinaria de guerra en 1991, ni fue un ideólogo al servicio de la ejecución o encubrimiento del genocidio de Srebrenica. Lo explica su traductor, Eustaquio Barjau, de otra manera: “la clave que permite entender sus ideas políticas, sobre todo de la antigua Yugoslavia, está en el subsuelo de todas sus obras”.

El activismo contra el Nobel recibido por Handke es una opción personal que atañe a la moral de cada uno, y existen elementos de juicio para mantener esa postura, con más motivo, entre los que vieron sus vidas destruidas y las de sus familias por acción de la política de Slobodan Milošević —también en Serbia—. Sin embargo, varios debates están sobre la mesa y no es malo que estén sobre la mesa: las fuerzas polarizadoras que niegan debates más complejos en un contexto que ya no es de la guerra; el confinamiento irreflexivo de un intelectual que reivindicó su visión del conflicto en aquel momento sin más porvenir que un aplauso en una Serbia deprimida —y por parte de muchos que no conocen su obra—, y el dilema de saber distinguir entre la contribución literaria y la posición política, por la que no se le premia, y por la que hoy serían denostados muchos intelectuales a los que leemos hechizados, ignorando sus actitudes sobre temas que hoy nos encresparían. Los matices no deberían ser usurpados a los Balcanes, son fundamentales en cualquier sociedad, son necesarios para convivir entre errores, rectificaciones y contradicciones. Comprender a los rivales no significa justificarlos, de hecho, es la mejor manera de derrotarlos en el debate sin coartar, en este caso, la creatividad en la literatura de otros espíritus desobedientes, cohibidos para mal por la furia con la que se desata el juicio público.