Macron
El presidente de Francia Emmanuel Macron durante una ceremonia en París. (CHARLES PLATIAU/AFP/Getty Images)

La determinación de bloquear la apertura de negociaciones con Albania y la República de Macedonia del Norte, van a pesar sobre el presidente galo, que ha mostrado estar más preocupado por crear una Europa a la francesa, que una Europa fuerte.

La victoria de Emmanuel Macron en las elecciones presidenciales francesas de 2017 hizo pensar a una buena parte de medios de comunicación, de la opinión pública y a muchos líderes políticos que se trataba del líder que la Unión Europea necesitaba para tomar un nuevo impulso. Es importante recordar el contexto del momento, donde el ascenso de la extrema derecha y del euroescepticimo que alimentaba los repliegues nacionales alcanzaba su máximo apogeo en muchos países europeos, quedando materializado de manera explícita en el Brexit, que ya se estaba negociando en la aplicación del artículo 50 del Tratado de la UE. Además, Bruselas estaba inmersa en distintas crisis externas, como la que mantuvo con Moscú como consecuencia del conflicto en Ucrania, o internas, como los resultados que para la cohesión de la Unión había tenido la gestión del refugio, la cual había minado profundamente la confianza y la solidaridad entre los Estados miembros. Asimismo, el nuevo y flamante líder francés se encontraba en un momento en el que la política internacional recobraba su dinamismo y se volvían a escuchar palabras como geopolítica después de estar proscritas durante algún tiempo. Trump ya estaba en la Casa Blanca, Putin seguía en el Kremlin, China era una realidad y la lucha por la información y el relato era la verdadera batalla a pelear.

Los partidos tradicionales europeos, socialdemócratas y conservadores, se encontraban en un momento de enorme debilidad, incapaces de dar con un discurso político que fuera atractivo para un electorado desencantado de las promesas en torno a lo que podía ofrecerles Europa, antes, durante y tras la crisis económica. Los partidos con discursos de corte identitario comenzaban a ganar adeptos y una mayor presencia pública. La extrema derecha excluyente y el ultraconservadurismo cada vez tenían mayor peso específico. De hecho, en las elecciones presidenciales de 2017, ninguno de los dos partidos tradicionales franceses había conseguido pasar a la segunda vuelta. Socialistas y republicanos habían quedado fuera de la competición. El social liberalismo de Macron se medía con el ultranacionalismo de Lepen.

Con una Angela Merkel en posiciones de salida de la política, el Reino Unido fuera de juego, Italia a la deriva política, Macron reivindicaba la fuerza del eje francoalemán, y la vuelta a las raíces de Europa con discursos sobre su futuro que a muchos hicieron ilusionar. Nada más lejos de lo que estaba por llegar. No era más Europa lo que quería el líder galo, en realidad, quería una Europa que se pareciera más a Francia y menos al resto, sobre una ideología más liberal que social. Más allá de una auténtica renovación política, seguía una deriva continuista con unas políticas sociales que no beneficiaban en nada a los sectores más débiles y empobrecidos. Lo sorprendente es que esto generara sorpresa. Macron había sido el ministro de Trabajo francés que había puesto en marcha la reforma del mercado laboral y que había sacado a la calle a sindicatos y trabajadores. Los chalecos amarillos no eran más que un nuevo episodio de los efectos de la misma.

Con las elecciones europeas en mayo de 2019, Macron consideró afianzado su liderazgo. Situaba a una francesa a la cabeza del Banco Central Europeo, y el grupo Renew Europe se convertía en indispensable para el nombramiento de los principales puestos de la institucionalidad europea. El elección de Von der Leyen como presidenta de la Comisión le hizo alentar la ilusión de que los Estados estaban recuperando parte de poder y que, sin cambiar las cosas, podrían manejar a la Comisión a su antojo.

Sin embargo, no contaba el presidente galo con la capacidad de bloqueo por parte del Parlamento Europeo. Tampoco con que socialistas y conservadores pudieran jugarle una mala pasada, no se atreverían con él. Y, sin embargo, se atrevieron. De los tres comisarios rechazados por los eurodiputados, uno era húngaro, otra rumana y la última francesa. Macron mandó a Bruselas a una candidata manchada por la corrupción, Sylvie Goulard, y por muy francesa que fuera, fue reprobada.

Se puede llegar a intuir la estupefacción del presidente francés, el más europeísta de todos los líderes europeos, ante tal jarro de agua fría. Lo que, sin duda, no estaba en el guión era que esa estupefacción fuera seguida de una rabieta que se materializó en el último Consejo de Asuntos Generales de la era Juncker. En este Consejo de octubre de 2019, Macron hizo valer su capacidad de bloqueo para demostrar que podía alterar la hoja de ruta comunitaria. Además, Francia se enrocaba en una posición que ya había adoptado en anteriores situaciones en relación con el proceso de ampliación hacia los Balcanes occidentales, en este caso hacia Albania y la República de Macedonia del Norte, la de bloquear la apertura de negociaciones con ambos Estados.

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Boris Zaev, el primer ministro de la República de Macedonia del Norte, durante una conferencia de prensa en Skopje, tras conocer la decisión del Consejo Europeo de Asuntos Generales de bloquear la apertura de negociaciones con Albania y la República de Macedonia del Norte, tomada por el presidente francés, Emmanuel Macron. (ROBERT ATANASOVSKI/AFP via Getty Images)

Esta decisión demora, todavía más, una promesa realizada por Bruselas a los países balcánicos: la de la ampliación. Si los Estados miembros no son capaces de cumplir con unos compromisos que vienen aplazando de manera continuada desde hace años, no pueden pretender tampoco que la credibilidad y la capacidad de mediación de la UE en la región aumente y sea escuchada. El caso de la República de Macedonia del Norte es quizás el más sangrante de todos ellos. El propio Macron hizo campaña a favor del sí de la aprobación mediante referéndum de los Acuerdos de Prespa en septiembre de 2018, haciendo depender del resultado del mismo el futuro europeo del país. Desde entonces, las autoridades macedonias, con Boris Zaev a la cabeza, han realizado con pulcritud y buen hacer un proceso modélico para la región, en el que la cooperación regional ha sido su eje fundamental, uno de los principales requisitos solicitados por Bruselas para avanzar en los procesos. Y, sin embargo, a pesar de ser considerado como un éxito sin precedentes en la zona y de ofrecer una posición favorable para la europeización, el primer ministro macedonio se ha encontrado con una negativa que, casi con toda certeza, le hará perder las elecciones convocadas de urgencia en mayo del 2020, a favor de la fuerza nacional-conservadora no europeísta, VMRO.

Parece claro que la decisión de bloqueo adoptada por Macron no ha sido, ni mucho menos, la más acertada de cara a los países de Balcanes occidentales. El hecho de que, apenas unos días más tarde, el presidente francés propusiera una suerte de nuevo mecanismo de asociación con la región, es una muestra del reconocimiento de su error estratégico. Un falta que difícilmente va a poder resolverse con propuestas a la baja.

Así, esta decisión, deja en una situación de inestabilidad política a uno de los mejores aliados de Bruselas en la región de los Balcanes, Zaev, que había puesto todo su capital político al servicio de la perspectiva europea de su país. Sin duda, la decisión de Macron va a generar más euroescepticismo y desconfianza en las instituciones europeas en este y en el resto de los países de la ampliación. Algo que hará que estos países faltos de apoyo y confianza, la busquen en otras latitudes y en otras condiciones. El presidente galo ha demostrado que le importa más la grandeur francesa que la construcción de una Europa fuerte.