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Barco turco en el Mediterráneo Oriental. Mustafa Ciftci/Anadolu Agency via Getty Images

He aquí un repaso a las rivalidades y los recientes cambios que están produciéndose en las dinámicas regionales del Mediterráneo Oriental. ¿Puede desactivarse la tensión? ¿Estamos frente a una reconfiguración de alianzas?

El pasado mes de febrero, en lo que en principio podía parecer un anuncio sin demasiada trascendencia, el Gobierno de Egipto lanzó una ronda de licitación para la exploración y la explotación de gas natural y petróleo en 24 módulos repartidos por distintos puntos del país. Los ojos de las capitales del entorno y de los analistas más sagaces, sin embargo, se dirigieron rápidamente a los bloques que se hallaban en el Mediterráneo oriental, nueve en total, y sacaron la regla para determinar en qué coordenadas se situaban exactamente.

Dos países reaccionaron deprisa, aunque en direcciones contrarias: Turquía y Grecia. Por un lado, Ankara, con el que El Cairo mantiene una tensa relación, quiso entender el gesto egipcio como una suerte de visto bueno a un polémico tratado de delimitación de fronteras marítimas firmado en 2019 con el entonces gobierno libio reconocido internacionalmente. Por otro lado, Atenas lo consideró poco menos que una traición de sus aliados egipcios, y su ministro de Exteriores, Nikos Dendias, viajó de inmediato a la capital egipcia para reunirse con las autoridades locales, que accedieron a revisar parcialmente el mapa inicial.

Los mensajes cruzados y la euforia de unos frente a la angustia de otros ante un mapa que no era ninguna declaración de intenciones velada, sin embargo, exhibió la elevada tensión en esta área del Mediterráneo. Quizás más importante, fue un síntoma de los cambios que están sucediendo en las dinámicas y relaciones regionales, de alcance aún por determinar.

“Los mensajes cuidadosamente elaborados entre [Turquía y Egipto] responden no solo a intereses comunes, sino también a las cambiantes dinámicas internacionales y regionales. La victoria del presidente estadounidense, Joe Biden, el año pasado empujó a muchos países de la región a recalibrar sus políticas para adaptarse”, observaba a mediados de marzo Alí Bakir, profesor en el Centro Ibn Khaldun de Humanidades y Ciencias Sociales de Catar.

 

El origen

La situación actual del Mediterráneo oriental parte de dos históricos problemas de fondo sobre los que, con el tiempo –y especialmente en los últimos años–, se han ido añadiendo nuevas capas que lo han convertido en una cuestión cada vez más enredada. En el corazón, sin embargo, yacen enquistados dos conflictos: por un lado, la crisis nunca resuelta de Chipre y, por otro, la disputa de Turquía y Grecia sobre la delimitación de sus respectivas fronteras marítimas y, con ellas, de sus correspondientes zonas económicas exclusivas.

En cuanto a Chipre, la isla permanece dividida desde 1974 entre la parte griego-chipriota, en el sur, la República de Chipre, y la turca, en el norte, que solo reconoce Ankara. Desde entonces, los intentos de resolverla y encaminarse hacia una reunificación han fracasado sistemáticamente. Esta división de la soberanía acarrea múltiples encontronazos, uno de ellos al tratar de realizar –y permitir realizar– actividades de exploración y de explotación de hidrocarburos y declarar zonas económicas, si bien no existen aquí disputas ni sobre fronteras marítimas ni sobre dónde se encuentran algunos hallazgos de reservas de gas.

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Bandera de Chipre a contraluz. Doukanaris/Pacific Press/LightRocket via Getty Images

Por lo que respecta al conflicto directo entre Turquía y Grecia, uno de los orígenes de la disputa proviene de la importancia de las islas a la hora de definir las zonas económicas exclusivas –algo que Ankara no acepta y en lo que Atenas tiene una postura expansiva–, mientras que el otro deriva de la importancia de las islas a la hora de establecer fronteras marítimas. Un conflicto de doble filo difícil de resolver en un mar Egeo repleto de islas, algunas de ellas desmilitarizadas. Esta disputa se extiende asimismo al espacio aéreo.

A estos conflictos enrocados se suma la cuestión del gas natural, un elemento a menudo incomprendido y magnificado por su abundancia en el Mediterráneo oriental. Esta pieza es clave, en parte, porque Turquía tiene que cubrir gran parte de sus necesitas energéticas a base de importaciones, y porque el país quiere posicionarse como un hub de energía. Desde 2009, además, se han hallado grandes reservas de gas en el Mediterráneo oriental, algo que añade tensión y sentido de urgencia a la hora de definir fronteras marítimas. Pero ninguno de estos ha tenido lugar en zonas disputadas, por lo que no se han visto afectados.

“La crisis del Mediterráneo oriental, en el fondo, no tiene que ver con la energía”, escribe Galip Dalay, investigador en el Centro Brookings en Doha. “El núcleo de la crisis son las múltiples disputas marítimas entre Turquía, Grecia y Chipre. Pero las relaciones de Atenas y Ankara se desarrollan en un contexto más amplio”, desliza.

En este sentido, otra capa del conflicto es la que ha sumado la rivalidad, eminentemente política, entre Turquía y otros países de la región como Egipto, Emiratos Árabes Unidos y, aunque más alejado, Francia. Una pugna que ha conducido a la formación gradual de dos bloques de países, sobre todo desde 2014: por un lado, Ankara, y, por el otro, el resto.

En la práctica, esta configuración de alianzas se ha plasmado, entre otros, en la fundación del llamado Foro del Gas del Mediterráneo Oriental, del que forman parte países como Grecia, Chipre, Egipto, Israel, Palestina, Jordania e Italia –pero no Turquía–, y que tiene por objetivo definir y coordinar su política en esta materia. Este espacio, hasta el momento sin demasiado poder más allá del terreno simbólico, ha contado con el apoyo de Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí, así como de la Administración de Donald Trump. De esta manera, se ha tejido una alianza con el Golfo –plasmada, por ejemplo, en una cumbre en Atenas en febrero que reunió a Grecia, Egipto, Arabia Saudí, Emiratos, Bahréin y Chipre– que sugiere otro objetivo, y que se suma al fortalecimiento de sus relaciones bilaterales. En paralelo, algunos de estos países también han flotado la idea de un gaseoducto en el Mediterráneo oriental que evite pasar por Turquía y que cruza zonas marítimas en disputa.

Miembros del Foro del Gas del Mediterráneo Oriental, como Egipto, Grecia, Chipre y Emiratos han incluso tratado de volver a incorporar a Siria a la comunidad internacional, una iniciativa que algunos analistas han interpretado como un intento de acabar de rodear totalmente a Turquía en el Mediterráneo oriental.

“El Foro del Gas del Mediterráneo Oriental siempre tuvo más que ver con la creación de un nuevo centro de gravedad político y militar en la región que con las mundanidades del gas en [la región] y la forma de perforarlo y de exportarlo”, sugería a través de su perfil de Twitter el investigador del European Council on Foreign Relations Tarek Megerisi.

Ante este creciente sentido de aislamiento, Ankara respondió con una política agresiva en el Mediterráneo oriental cuya inspiración emana de la llamada "Patria Azul", una doctrina que aboga por una noción expansiva de las fronteras marítimas turcas en la zona, por apostar por convertirse en una potencia naval y por redefinir, así, el lugar de Turquía en el mundo. Este vago cuerpo de ideas ha sido abrazado con especial entusiasmo en el país desde el intento de golpe de Estado de 2016 y su posterior giro ultranacionalista.

 

Movimiento de placas

A lo largo de las últimas semanas y pocos meses, las alianzas en el Mediterráneo oriental han comenzado a cambiar, estrechamente conectadas con una dinámica similar en Oriente Medio. Uno de los factores que explican este movimiento es la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, que ha llevado a muchos países de la región a reconsiderar sus posiciones y a apostar por reducir tensiones para no perder a la nueva administración estadounidense. Este giro ha coincidido con los intentos de Ankara de romper su aislamiento, en parte por su elevado precio y por la amenaza de sanciones de la Unión Europea y Estados Unidos.

Uno de los cambios más rápidos ha sido el restablecimiento de lazos entre Arabia Saudí, Emiratos, Bahréin y Egipto –este último a regañadientes– con Catar, cuyas relaciones habían saltado por los aires en 2017. Este cambio permite que Ankara, que hasta ahora tenía en Doha su principal aliado árabe, pueda ahondar en sus relaciones con países como Kuwait, que ayudó a cerrar el acuerdo, y Omán. También, comenzar a desescalar tensión con Riad y, en cierto modo, con Abu Dabi y El Cairo, e incluso aflojar el tono con Israel.

Un caso particular es el de Egipto, cuyas relaciones políticas con Turquía se deterioraron enormemente tras el golpe de Estado de 2013 en el país árabe contra el islamista Mohamed Morsi, el primer presidente civil y democráticamente electo de la historia reciente de Egipto, y con el que Ankara mantenía estrechos lazos. Los cambios anteriores, sumados a la ola de normalización de relaciones entre países árabes e Israel, que daña los intereses de El Cairo, al menos a corto plazo, en especial el de Emiratos, se cree que han contribuido a que Egipto no hayan cerrado la puerta a Turquía. A ello ha ayudado también una batería de guiños de Ankara en las últimas semanas y un arreglo implícito en el tablero libio.

Por último, incluso Turquía y Grecia mantuvieron el pasado mes de enero, y por primera vez en un lustro, conversaciones directas en Estambul para abordar su propio conflicto en el Mediterráneo oriental. Los dos países volvieron a reunirse en Atenas a mediados de marzo, todavía de forma exploratoria, para tratar de seguir buscando puntos en común.

 

Límites

A pesar de estos movimientos, que todo indica que van a continuar por ahora, el efecto que puedan tener a la hora de desactivar la tensión en el Mediterráneo oriental y de reconfigurar sus alianzas aún está por determinar. Por el momento, no se contempla que pueda resolverse totalmente, sino, de nuevo, más bien por las capas que se entrelazan en la crisis.

En este sentido, aquellas crisis que se encontraban menos enrocadas, como la que enfrentó a Arabia Saudí y Emiratos con Catar, a este último con Egipto, o a Israel, son hasta ahora las que se están enfriando a mayor velocidad, como demuestran el restablecimiento de los enlaces aéreos y terrestres y los encuentros cada vez más frecuentes entre las partes. Delegaciones de Catar y Emiratos se reunieron el 22 de febrero por primera vez desde el acuerdo firmado un mes antes, y un día después delegaciones de Doha y El Cairo hicieron lo propio. A principios de marzo el ministro de Exteriores saudí también visitó Catar.

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Una persona sujeta una foto con la imagen del líder turco, Recep Tayyip Erdogan, y el ex presidente egipcio, Mohamed Morsi, en una manifestación en Estambul. Orhan Akkanat/Anadolu Agency/Getty Images

Con Turquía, en cambio, no parece que la relación vaya a mejorar a la misma velocidad. Pese al reciente cortejo de Ankara a El Cairo, todavía existe una profunda animosidad entre el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, y el egipcio, Abdelfatá al Sisi. Turquía sigue apoyando a los Hermanos Musulmanes, considerados un grupo terrorista en Egipto, y la situación en Libia, donde ambos países apoyan bandos opuestos, sigue siendo frágil. “El Cairo se muestra tímido, y no porque no quiera un acercamiento, sino porque refleja la diplomacia paciente que Al Sisi ha instruido en la elaboración de la política exterior desde 2013”, argumenta Hafsa Halawa, investigadora en el Middle East Institute.

En una situación parecida se encuentran Arabia Saudí y Emiratos ante Turquía. Así, en un artículo reciente de la agencia Bloomberg, se destacaba que aunque los dos primeros “mantienen la posibilidad de mejorar los lazos” con el segundo, “lo que podría beneficiar el comercio y la seguridad en [la] región”, “los movimientos son tentativos, dado el telón de fondo de las tensiones de larga duración y las disputas por influencia [entre ellos]”.

Donde no existen ni siquiera indicios de poderse resolver en el contexto actual es en el conflicto inicial, entre Turquía y Grecia, debido a que la falla que separa a Ankara de Atenas es demasiado profunda. “La presión occidental dio sus frutos y las dos partes decidieron reanudar las conversaciones. Pero llegaron a la mesa con prioridades distintas”, observa Gönül Tol, investigadora en el Middle East Institute. “La correlación de fuerzas interna hace muy difícil que Erdogan haga concesiones sobre el Mar Egeo y el Mediterráneo oriental, temas que se consideran una causa nacional. Y sin concesiones, las tensiones entre Ankara y Atenas no harán más que aumentar”, anticipa.

“Las medidas orientadas a desescalar el conflicto [en el Mediterráneo oriental] son correctas”, concede Dalay, del Centro Brookings en Doha. “Sin embargo, cualquier reducción temporal de las tensiones o las pausas en el conflicto no deben conducir a la complacencia, ya que es probable que el conflicto pase por una escalada, una desescalada y una reescalada. Europa y las partes implicadas deberían aprovechar esta pequeña oportunidad para impulsar una política y un plan más imaginativo que puedan servir a los intereses colectivos de seguridad, económicos y energéticos de todos los protagonistas”.