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Dos hombres con la bandeta soviética en Minsk, Bielorrusia, 2020. Natalia Fedosenko\TASS via Getty Images

Reflexiones a 30 años de la desintegración de la Unión Soviética.

El próximo 22 de diciembre de 2021 se cumplirán 30 años de la desaparición de la URSS. En 2022 se conmemorará el centenario de su creación. Estamos, por tanto, ante una efeméride histórica. Muy probablemente, la Unión Soviética ha sido el gran protagonista del siglo XX, particularmente por el hecho de crear la primera sociedad socialista de la Historia, con sus aciertos y errores, con sus glorias y tragedias.

Tres décadas después de su desaparición, el pasado soviético sigue estando presente, de alguna u otra manera, no sólo en los recuerdos de vida de buena parte de los habitantes de las 15 repúblicas hoy independientes que en su momento formaron parte de la URSS, sino también en algunas expresiones de los sistemas políticos postsoviéticos existentes en esos países. Del mismo modo, asistimos hoy en día a la primera generación postsoviética, aquellos que no vivieron bajo el sistema socialista, y cuyos testimonios provienen de padres o abuelos.

Ese pasado que sigue estando presente tres décadas después deja algunos síntomas reveladores sobre lo que fue la URSS y lo que está siendo el mundo postsoviético, en particular en lo relativo a la acción del Estado y la estabilidad.

Una encuesta del centro de estudios sociológicos Levada de mayo de 2019 consideraba que un 59% de los encuestados en Rusia, tanto a nivel urbano como rural, añoraban del sistema soviético la "preocupación estatal por la gente común". Un 46% resaltaba la "ausencia de conflictos interétnicos y la amistad entre los pueblos" que conformaban la URSS. Un 43% reflejaba el "exitoso desarrollo económico, sin desempleo" mientras un 31% alababa los logros de la ciencia y la cultura soviéticas a escala mundial. Sólo un 29% destacaba "el papel rector del Partido Comunista" en sus vidas. Por otro lado, otra encuesta del Centro Levada de 2018 consideraba que un 66% de los rusos sentían "nostalgia" de la URSS y mostraban su "arrepentimiento" por su disolución.

Con este contexto, 30 años después de la desintegración de la URSS, surgen algunas interrogantes: ¿cómo ha sido vivir sin la URSS? ¿existe nostalgia por ese sistema? ¿qué retos se han presentado en las sociedades postsoviéticas, desde el Báltico, Rusia y Ucrania hasta Asia Central y el Cáucaso? ¿es más seguro el mundo postsoviético de hoy? ¿es posible, de algún modo, un revival de esta estructura política y estatal, pero ahora bajo otros contextos, realidades y perspectivas?

 

Del ‘paraíso socialista‘ al reino de las oligarquías

Una de las primeras perspectivas es observar si la transición postsoviética ha llevado a sus ex países miembro a la estabilidad, la libertad y la democracia. El resultado en este sentido es gris, pero también con algunos matices.

Enfoquémonos en Rusia, el país de alguna forma heredero del poderío estatal de la ex URSS y principal foco de atención de esa transición postsoviética. De los 30 años que llevamos de desintegración de la URSS, Rusia lleva 22 años con un mismo líder férreamente instalado en el Kremlin: Vladímir Putin. Por tanto, la generación postsoviética rusa prácticamente sólo ha conocido a Putin en el poder.

En este sentido, el primer presidente de la Rusia postsoviética, Boris Yeltsin, fallecido en 2004, es una reliquia del pasado, un tratamiento similar al del último secretario general del Partido Comunista y primer presidente de la URSS, Mikhail Gorbachev, el artífice de la perestroika y el glásnost, concebidas para reformar el socialismo dentro del socialismo pero que, curiosamente, terminó abriendo el camino para la desaparición de la URSS y su sistema.

Si bien la Rusia de Putin no calza íntegramente dentro de los cánones democráticos liberales y representativos imperantes en el modelo occidental, es evidente que el líder ruso ha ganado sucesivamente procesos electorales y su popularidad sigue siendo elevada. Ha constituido un sistema que en términos politológicos se le cataloga en la lista de los regímenes "iliberales" y de "autoritarismo competitivo", es decir, mantiene un estilo político autoritario, incluso populista, tendente al monopolio del poder, pero permitiendo una calculada apertura política, económica y electoral, con la intención de legitimar su poder en las urnas.

Como señala la investigadora del Real Instituto Elcano Mira Milosevich, "el régimen ruso usa la ideología populista para sustituir e imitar la democracia con el fin de preservar el poder personal del presidente y el poder de un grupo reducido de personas. El Kremlin lo denomina como ‘democracia soberana'". En conclusión, un sistema híbrido que también se ha reproducido en las transiciones postsoviéticas del espacio euroasiático.

Así, la popularidad de Putin sigue siendo considerablemente elevada tras más de dos décadas de poder. Siguiendo con las encuestas, también del Centro Levada publicada en el diario Izvestia, el 67% de los rusos han expresado sentirse orgullosos de su país. La interpretación parece atribuir este hecho a la gestión de Putin de afianzar el papel internacional de Rusia, particularmente tras la anexión de Crimea en 2014.

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El presiente ruso, Vladímir Putin. Alexei Druzhinin\TASS via Getty Images

El Centro Levada se ha constituido prácticamente en la principal vitrina demoscópica con cierto áurea de independencia ante el notable control mediático establecido por el Kremlin. Sus frecuentes encuestas toman el pulso a la opinión pública sobre lo que acontece en Rusia, sobre todo en lo referente al nivel de popularidad y de aceptación social de la gestión de Vladímir Putin.

Su fundador, el sociólogo Yuri Levada (1930-2006) se ha convertido en una figura con notable influencia en la opinión pública rusa desde los últimos tiempos soviéticos hasta la actualidad. No obstante, y a pesar del monopolio informativo del Kremlin, la elasticidad del sistema instaurado por Putin ha permitido mantener cierto nivel de permisividad hacia entidades independientes como el Centro Levada, cuyos análisis reflejan una importante realidad, pero no son exactamente reaccionarios o necesariamente incómodos para el establishment putiniano.

Así, y con notable destreza, Putin ha logrado imponer un estilo, un sistema postliberal, con hábil control político e informativo, permitiendo aperturas calculadas y sin desarticular la estructura económica claramente oligarquía instalada desde el Kremlin. Conservador en lo social, autoritario en lo político, pero inclinado al capitalismo liberal en lo económico.

En perspectiva, el éxito de Putin se ha basado en atender los temores de muchos ciudadanos rusos ante el recuerdo amargo de un período sumamente conflictivo e inestable como fueron los años de Gorbachov y la desintegración de la URSS (1985-1991) y que continuaron precisamente hasta la llegada de Putin al poder (1999).

Por otro lado, Rusia atiende un notable problema demográfico que se evidencia en el persistente envejecimiento de su población, una tendencia ya visible en los últimos años soviéticos. De acuerdo con el Ranking de Envejecimiento Global (2015), Rusia ocupa el puesto 65 entre 96 países que cuentan con una elevada población mayor de 60 años que debe ser atendida en materia de bienestar y servicios sociales. Esto implica complicaciones en el sistema laboral y de pensiones que pueden resultar acuciantes en el futuro próximo.

El problema demográfico en Rusia, con caídas visibles en la tasa de natalidad, lleva colateralmente a otra vertiente: el índice de inmigración hacia Rusia desde países centroasiáticos y caucásicos, como población laboral de bajo coste pero necesaria para el mantenimiento de las pensiones. A pesar de ello, se han presenciado casos de xenofobia y de tensiones étnicas y sociales derivadas de esta inmigración de poblaciones provenientes de las ex repúblicas soviéticas, la periferia étnicamente no eslava. Por tanto, la "ausencia de conflictos interétnicos y la amistad entre los pueblos" que un 46% de los rusos encuestados por el centro Levada precisamente admiraban de la ex URSS hoy parece ser un factor tendente a diluirse.

Toda vez, el marcado conservadurismo político de Putin y sus políticas relativas al pago de pensiones le han granjeado precisamente apoyos electorales en esos sectores de población mayores de 55 años de edad.

La necesidad de estabilidad en todos los órdenes parece ser un imperativo para amplios sectores sociales en Rusia. Una porción importante de la sociedad observa con acritud los liberales años de Yeltsin (1992-1999), que llevaron a fuertes crisis económicas y sociales, la amenaza incluso de desintegración de la propia Rusia (conflictos en Chechenia y el Cáucaso ruso), el creciente poder de las mafias y el enriquecimiento opulento de una oligarquía que fue creciendo en los últimos años del período soviético.

Con todo, la oligarquía putiniana supone el predominio de una nueva élite de poder sin pretensiones ideológicas, en comparación con la inflexible nomenklatura soviética. Tampoco impone el sello de un partido monolítico en el poder, sino más bien de una estructura elástica, que combina importantes dosis de pragmatismo: puede ser tan convenientemente autoritario como aperturista y flexible en sus expresiones y formas.

Este sistema recicla diversos contextos establecidos en la vieja pretensión nacionalista rusa, heredera también del zarismo, de una Rusia "autocrática, ortodoxa y eslava", contextualizada con los retos del mundo globalizado y la necesidad de inserción en el mismo a través de una economía de mercado y una cada vez más afinada red mediática con tintes propagandísticos, estrechamente vigilada por el poder político establecido en torno al conglomerado de empresas estatales en manos de esa oligarquía.

Con todo, en los últimos años, una nueva generación de rusos han mostrado síntomas contestatarios contra el régimen de Putin. La figura de un nuevo líder opositor, Aléxei Navalny, pareciera despertar alguna perspectiva de oposición organizada contra el presidente. Pero también persiste cierto nivel de pesimismo sobre la realidad del país. Una encuesta de 2019 aseguraba que un 53% de los jóvenes entre 18 y 24 años desean emigrar de Rusia. No obstante, no se perciben excesivos síntomas in crescendo que amenacen al actual sistema.

Del mismo modo, este sistema de oligarquía putinista, de alguna u otra forma, e independientemente de las alianzas exteriores rusas, se ha reproducido en varias de las ex repúblicas soviéticas, desde Bielorrusia y Ucrania hasta Tayikistán y Kirguizistán.

En algunos casos, como el Uzbekistán de Islam Karímov, el Kazajistán de Nursultán Nazarbayev, el Azerbaiyán de Ilham Alíyev, la Bielorrusia de Aleksandr Lukashenko y el Turkmenistán de Saparmurat Niyazov, se han reproducido sistemas fuertemente personalistas, con visos de culto a la personalidad, patrimonialistas en el control de los recursos del poder y autoritarios, con estilo incluso dinástico familiar, amparados en poderosas redes clientelares que desarticulan progresivamente la posibilidad de contestación y de rebelión. Esto ha llevado a la configuración de estructuras con fuertes déficits democráticos y de respeto a los derechos humanos establecidos al margen de unas oligarquía de alguna forma auspiciadas desde el Kremlin, con tímidas y calculadas aperturas sociales y económicas.

En este sentido, el mundo postsoviético, particularmente en Asia Central, identificó un proceso de reconversión del relato nacionalista, una reinvención de la identidad nacional de pueblos no eslavos que durante décadas estuvieron sometidos al poder ruso. El proceso fue acelerado, con sus inevitables atajos, en particular a la hora de redescubrir y  reescribir la historia, la lengua y culturas de pueblos como el kazajo, uzbeko, kirguizo o tayiko, entre otros. Con todo, el ruso sigue siendo una especie de lingua franca que permite mantener los lazos con Moscú en este amplio espacio euroasiático. Una baza de poder que el Kremlin no desestima en absoluto.

 

Un nuevo trato centro-periferia

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Una mujer en una ceremonia de recuerdo a Stalin en Moscú, Rusia, 2021. Valery Sharifulin\TASS via Getty Images

Este aspecto nos lleva también a la relación centro-periferia, en este caso de Rusia con las ex repúblicas soviéticas. Llama la atención en este aspecto el inexistente interés por determinar qué fue de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), la primera estructura política con pretensiones estatales lanzada en diciembre de 1991 por Rusia, Ucrania y Bielorrusia, a la que se unieron buena parte de los países ex soviéticos, a excepción de las repúblicas bálticas.

El objetivo de la CEI era integrar una relación federal más flexible entre el centro y la periferia tras la desintegración de la URSS, a fin de evitar los ya en ese momento notorios conflictos nacionalistas en el espacio ex soviético, principalmente en el Cáucaso (Georgia, Armenia-Azerbaiyán) pero también en Ucrania.

Hasta ahora, la CEI, con sede en Minsk, la capital bielorrusa, oficialmente sigue existiendo de iure, más no de facto. En este sentido, es otra reliquia que prácticamente no se ha llegado a activar en su totalidad. Putin ha intentando ocupar ese espacio a través del impulso a partir de 2015 de la Unión Económica Euroasiática (UEE), una especie de mancomunidad económica cuyos resultados para Moscú han sido dispares, al menos en lo que se refiere al proyecto originalmente concebido.

Conformada por Rusia, Bielorrusia, Kazajistán, Armenia y Kirguizistán, la UEE hunde sus orígenes a mediados de la década de 1990, cuando el entonces presidente kazajo, Nursultán Nazarbayev, impulsó la idea de una unión económica euroasiática a través de Asia Central.

A partir de 2015, Putin ha intentado vertebrar la UEE, hoy ya oficialmente denominada Unión Euroasiática (UE) con la intención no sólo de consolidar espacios de influencia en Asia Central sino, principalmente, con la finalidad de evitar que el proyecto de las Rutas de la Seda impulsado por China terminara monopolizando a favor de Pekín la esfera centroasiática, considerada por Moscú como una especie de espacio contiguo para sus intereses geopolíticos. Incluso, la UE ha buscado ampliar sus horizontes, con la incorporación de Cuba y Uzbekistán como miembros observadores.

Pero en esta relación centro-periferia, los conflictos también han sido significativos en el espacio euroasiático exsoviético. El último lo observamos en Nagorno Karabaj, heredero de las tensiones postsoviéticas. Otros, como el que se vive en el Donbás, al este ucraniano, desde 2014, es otro conflicto congelado, al igual que los casos de Transnistria, Abjasia y Osetia del Sur. El Cáucaso ruso, con Chechenia, Daguestán y Kabardino Balkaria, se ha visto permeado por el explosivo cóctel del nacionalismo y el integrismo yihadista.

Más allá del caudal conflictivo que los mismos generan, para la Rusia de Putin, la proliferación de determinados conflictos latentes en el espacio euroasiático, algunos de ellos como Transnistria, Donbás, Abjasia y Osetia del Sur, se han constituido en especies de Estados tapón, lo cual genera ciertos beneficios geopolíticos a la hora de mantener o ampliar las esferas de influencia del Kremlin.

 

La transición inacabada

El periodista Rafael Poch de Feliu catalogó el período que abarca de Gorbachov a Putin como "la gran transición". La transformación vivida por Rusia y los ex países soviéticos en ese período ha calado profundamente en sus sociedades, aunque se abren expectativas sobre la necesaria reflexión en lo relativo al pasado soviético.

En este sentido, ¿cómo se percibe en la Rusia de Putin todo lo relativo a ese pasado soviético? ¿Y en los países ex soviéticos?

Los medios occidentales siguen identificando a Putin como "el ex agente del KGB", haciendo constante referencia a dos de sus más célebres frases sobre el pasado soviético: una, cuando comentó que la URSS "no era sino la continuación del poder nacional del Estado ruso". La otra, cuando calificó la desintegración de la URSS como "la peor catástrofe geopolítica del siglo XX".

Esta visión corre paralela con la de muchos ciudadanos rusos que interpretan la desintegración de la URSS como el momento en que Rusia comenzó a perder su poder global. El temor a ser considerado un actor semiperiférico y no poderoso en el concierto global sigue estando presente en la psiquis de poder del Kremlin.

Pero una especie de conveniente revisionismo parece instalarse en algunos sectores influyentes de la opinión pública rusa sobre lo que ha significado el pasado soviético, en particular sus episodios más dramáticos. Un ejemplo ha sido la figura de Iósif  Stalin, recientemente reivindicada en la Rusia de Putin como "un gran líder ruso".

Amparada desde el Kremlin, la historiografía rusa de los últimos años ha desempolvado ciertas perspectivas, a menudo benevolentes, sobre lo que fue el estalinismo, desestimando incluso sus episodios más tenebrosos. El foco oficial parece acentuar la necesidad de reforzar la idea de Rusia y la identidad nacional rusa, vertebrándola a través de la fortaleza de su pasado histórico como Estado fuerte y centralizado, como atenuantes importantes que le permitan al país seguir transitando por una especie de destino manifiesto.

En este sentido, y a diferencia de lo que ha ocurrido con la figura de Stalin como "nacionalista ruso", llama igualmente la atención la opacidad que en la propia Rusia de Putin tuvo el tratamiento del centenario de la revolución de 1917, un suceso histórico imprescindible para comprender la historia contemporánea mundial.

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Un hombre pasa con un carrito de bebé al lado de un banner que dice "siete años en casa" haciendo referencia a la anexión de Crimena por parte de Rusia. Alexei Pavlishak\TASS via Getty Images

Una declaración del momento del propio Putin pareció sentenciar la posibilidad de un revisionismo académico más amplio sobre lo que significó la revolución bolchevique: "el pueblo ruso ha sufrido mucho en el pasado", instalando cierto nivel de conveniente amnesia sobre el tema, quizás también con intenciones políticas de evitar un revisionismo que termine cuestionando el actual status quo.

Como en el caso de las repúblicas centroasiáticas ex soviéticas, Putin se ha esforzado concienzudamente en reflejar un nuevo relato histórico, más útil a la hora de reflejar la persistencia del nacionalismo ruso y la necesidad de constituir un Estado fuertemente centralizado, capacitado para atender las demandas de sus ciudadanos. El objetivo parece trazarse en la necesidad de evitar reproducir el caos postsoviético tanto para la Rusia actual como también para la futura.

Esta necesidad de reajustar el papel histórico del país como un Estado fuerte tiene también sus implicaciones en el contexto exterior. La reedición de una neoguerra fría con el Occidente liberal tiene hoy otros contextos diferentes al de la era de la bipolaridad Estados Unidos-URSS entre 1947 y 1991. No hay componente ideológico, pero sí obviamente geopolítico.

La tensión con Occidente tampoco es permanente. Desde el Cáucaso y Crimea hasta Siria, Putin ha logrado equilibrar la relación con ciertas dosis de pragmatismo, pero sin menoscabar los intereses nacionales rusos. En el caso sirio, la Rusia de Putin ha realizado la primera intervención exterior desde los tiempos soviéticos, cuando en 1980 la URSS invadió Afganistán. Por otro lado, Putin ha acelerado la concreción de un eje euroasiático con China, Irán y Turquía que habría sido impensable en tiempos soviéticos.

Por otro lado, el relato sobre el pasado soviético en los países ex soviéticos ha sido dispar. La visión historiográfica reaccionaria ha sido más perceptible en países como Ucrania y los países bálticos, con recelos nacionalistas con respecto a Rusia y un tormentoso pasado soviético. En el Cáucaso y Asia Central, el relato nacionalista ha intentado opacar el efecto del pasado soviético.

Por tanto, ¿veremos en el futuro un revival de la URSS bajo otros contextos? La respuesta parece a priori categórica: es prácticamente imposible. Más allá de las esferas de influencia del Kremlin, los países ex soviéticos han transitado por sus propias vías, incluso reinventándose como entidades nacionales, en aras de procrear una relación más equilibrada con Moscú o, como en el caso ucraniano y de los países bálticos, rompiendo o alejándose de Rusia. Putin comprende este proceso, no sin ello utilizar recursos de poder clave (energéticos, geopolíticos) a fin de mantener inalterables sus esferas de influencia.

Treinta años después, la URSS es una reliquia histórica cuya herencia sigue indirectamente vigente en el ámbito historiográfico, en los testimonios y recuerdos personales y en algunas expresiones recicladas políticamente. Pero no hay vigencia desde la perspectiva ideológica. El paraíso socialista ha dado paso a las oligarquía herederas de las redes clientelares del poder soviético, ahora cómodamente instaladas en el capitalismo, liberal o no, y la globalización imperante tras el colapso soviético.