dragon
(Suhaimi Abdullah/Getty Images)

La obsesión de Occidente por el terrorismo lo ha podido dejar vulnerable ante sus enemigos más tradicionales.

The dragons and the snakes: How the Rest Learned to Fight the West

David Kilcullen

Oxford University Press, 2020

La mejor descripción de este libro es que es perturbador y magnífico, porque demuestra a la perfección que Occidente estaba, y en gran parte sigue estando, muy mal preparado para las nuevas guerras. Nuestros adversarios, ya sean China, Rusia o las diferentes formas del islam político, se han adaptado a más velocidad que nosotros a las experiencias bélicas de la pasada generación.

El autor fue asesor estratégico del General David Petraeus, que venció la rebelión suní en Irak, para los asuntos de contrainsurgencia, y sirvió en el Ejército australiano en Timor Oriental y Afganistán. Ahora que las nítidas líneas de la Guerra Fría han dejado paso a rivalidades mucho más caóticas y complejas que han causado estragos en países como Siria y Yemen, su conocimiento del panorama geopolítico es excepcional. Baste mencionar otros libros anteriores como The Accidental Guerrilla.

En 1993, el entonces director de la CIA, James Woolsey, dijo que Occidente había matado un gran dragón (la Unión Soviética) “para encontrarse a continuación frente a una pasmosa variedad de serpientes en el mundo posterior a la Guerra Fría”. Durante las dos décadas posteriores, “surgieron señales en todas partes si se sabía mirar: la terminal de contenedores construida por China en la costa del Pacífico de Colombia, la aparición de asesores militares chinos en toda África y la lucha de Sri Lanka contra los Tigres de Tamil; las empresas de carga aérea rusas que dominan el transporte lícito e ilícito en Lourdes, Cuba, que apunta directamente a Estados Unidos; la lucha de influencia entre Turquía, Arabia Saudí e Irán (y sus respectivos aliados del Golfo) en el Cuerno de África y en el norte del continente”. En 2012, la situación se volvió más clara cuando China empezó a desplegar su Ejército en el Mar del Sur de China y Rusia invadió Georgia, aunque su intervención en Crimea y Ucrania no se había producido todavía. Irán estaba incrementando su presencia en Oriente Medio y los Estados del Golfo estaban actuando en Libia.

Durante todos esos años, Rusia y China, para no hablar del Daesh y Hezbolá, se dedicaron a observar y aprender. La aparición del Estado Islámico en Irak y Siria en 2014 “no fue solo un enorme traspiés para Estados Unidos y los países occidentales que intentaban estabilizar Irak. No fue solo un tremendo bochorno para un presidente estadounidense que había calificado al Daesh de ‘equipo juvenil’ pocos meses antes y había dicho que la guerra estaba retrocediendo solo unos días antes de que el EI capturase la segunda ciudad de Irak, Mosul, en junio de ese año. También demostró que, así como que los dragones llevaban una década aprendiendo de las serpientes, los actores no estatales estaban copiando técnicas de los Estados y exhibiendo unos niveles de tecnología y letalidad hasta entonces reservados a los gobiernos”.

La base de este libro es una dialéctica darwiniana entre los poderosos dragones y las serpientes que tratan de derrotarlos. Cada bando ha aprendido del otro, los más débiles desaparecen y los resultados son cada vez más impredecibles. El autor muestra el peligro de que las serpientes se transformen en dragones, como ocurrió con el Estado Islámico, y de que siembren las semillas de su propia destrucción “con operaciones a gran escala, en lucha abierta, con carros y grandes unidades de combate y con el objetivo de capturar y retener ciudades”. El autor explica que fue una locura que el Daesh convirtiera el conflicto en una guerra abierta y convencional, en la que las fuerzas occidentales eran mejores.

En Líbano, el grupo chií Hezbolá gestionó mucho mejor la transición: el capítulo que detalla su ascenso y su transformación en una organización moderna, “resiliente y muy capacitada, una especie de Estado paralelo chií autogestionado que constituye la oposición tanto a un gobierno desacreditado como a los odiados invasores (israelíes)”, es probablemente el mejor de esta apasionante obra.

No obstante, la mayor parte del libro está dedicada a la resurrección de Rusia y China. A las reformas que implantó Vladímir Putin en el modo de funcionamiento del Ejército soviético hay que añadir su uso creciente de lo que Kilcullen llama “liminalidad”, tácticas no militares con las que “el actor intenta permanecer fuera de la capacidad de detección del enemigo”, con “piratas informáticos, milicias cibernéticas, relaciones con el crimen organizado y herramientas de propaganda”, además de alianzas con extremistas políticos y grupos separatistas. Rusia considera que estas medidas son instrumentos de guerra, mientras que, para Occidente, son formas de evitarla.

Occidente no se ha mostrado muy hábil a la hora de interpretar las intenciones de sus adversarios, ni mucho menos de otorgarles el respeto que merecen. Ha tratado a Putin con condescendencia, desprecio y odio en igual medida. Quizá porque el derrumbe repentino del Imperio soviético no produjo ninguna guerra en Centroeuropa, los líderes occidentales no se tomaron en serio la catástrofe social, humanitaria y económica que estaba cociéndose en Rusia. “Por si fuera poco, los gobiernos occidentales decidieron inmiscuirse en el proceso electoral ruso para garantizar la reelección de Yeltsin en 1996 pese a que era terriblemente impopular”. Muchos pensaron que el desvío que hizo Yeltsin de fondos del Fondo Monetario Internacional destinados al Banco Central ruso para emplearlos en su campaña formaba parte de una operación clandestina de Estados Unidos. Lo mismo pensaron sobre el proceso de privatización de bienes del Estado ruso que acabaron en manos de unos cuantos oligarcas, facilitado por innumerables asesores estadounidenses y fomentado por el Banco Mundial. La humillación y la pobreza fueron el trampolín para el ascenso de Vladímir Putin.

A los errores estratégicos en Rusia hay que añadir la visión mantenida por Washington durante dos décadas, hacia el cambio de siglo, de que el crecimiento económico y la prosperidad llevarían poco a poco a China hacia la democracia. Nada más lejos de la realidad. El bombardeo de la embajada china en Belgrado durante la Guerra de los Balcanes y el comportamiento de los aliados en Libia en 2011 convencieron a Moscú y Pekín de que no podían confiar en Occidente. El imperialismo democrático y el enorme desarrollo de las ONG (a menudo financiadas por gobiernos occidentales) dedicadas a promover la democracia hicieron que ambas capitales se tomaran cada vez menos en serio a Occidente. No parece que en Washington nadie haya leído ni comprendido un libro publicado en 1999, Unrestricted Warfare, de Qiao Liang y Wang Xiangsui, dos coroneles chinos que lamentan la estupidez de extender la guerra de alta tecnología por el mundo. Kilcullen escribe que, para estos dos autores, “la extravagancia sin límites de Estados Unidos en la guerra… es una adicción…. Un bombardero de fabricación estadounidense es como una montaña voladora de oro que cuesta más que muchos de sus objetivos”. Ya en 1999 predijeron que el campo de batalla iba a estar en todas partes y que “los límites entre los dos mundos, el bélico y el no bélico, el militar y el no militar, quedarán completamente destruidos”.

Lo más preocupante es, a juicio del autor, que no podemos interpretar esas predicciones de forma muy literal porque el dragón chino es más difícil de interpretar y prever. Otros factores que han contribuido a los problemas de Occidente son el pensamiento políticamente correcto, las consecuencias de la crisis financiera de 2008 y la reacción a la crisis de la COVID19. En 2001, un economista de Goldman Sachs, Jim O’Neil, acuñó el acrónimo BRICS para hablar de cinco grandes economías emergentes: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, y predijo que su importancia iba a crecer rápidamente en los años venideros. El pasado 16 de octubre, en el programa de la BBC Hard Talk, Jim O’Neil predijo que el famoso giro hacia Asia, ya en marcha desde hace tiempo, se acelerará gracias a lo bien que los países del Este asiático han gestionado la pandemia.

El libro de David Kilcullen es provocador y convincente. Cómo luchar por la paz en un mundo lleno de peligros es el tema de una obra que debería ser de lectura obligada para diplomáticos, responsables de defensa y todos los que tienen que ver con la economía. El quid de la cuestión es, sin duda, la adaptación darwiniana.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia