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El presidente de Rusia, Vladímir Putin, en sus despacho de San Petersburgo. (ALEXEY NIKOLSKY/AFP/Getty Images)

Dos libros que analizan las relaciones de Occidente con Rusia y el papel de Vladímir Putin en la historia del país.

Russia

Dmitri Trenin

Nueva York, 2019

Putin’s World: Russia against the West with the rest

Angela Stent

Twelve USA, 2019

En sus primeras apariciones en televisión, Vladímir Putin daba una imagen de hombre tímido y torpe, nada acostumbrado a los focos de los que su larga carrera en el KGB le había mantenido a resguardo. Sin embargo, pocas semanas después de que el presidente Boris Yeltsin lo designara, el 9 de agosto de 1999, su determinación de hierro y su carácter implacable se convirtieron en las características fundamentales de su gobierno. La aterradora guerra que emprendió contra los separatistas de Chechenia dejó decenas de miles de muertos e hizo que las violaciones y las torturas se convirtieran en algo normal, una situación que el sintetizó cuando dijo que estaba dispuesto a perseguir a sus enemigos “hasta el cagadero”. Porque el lenguaje grosero es uno de sus rasgos distintivos.

Putin comenzó su liderazgo declarándose amigo de Occidente, y tanto George W. Bush como Tony Blair se apresuraron a darle la mano. ¿Se equivocaron en su percepción del nuevo primer ministro ruso? Seguramente. Otros creen que el fallo crucial de Putin fue su absoluta incapacidad de ver que ser un autócrata despiadado en su país era contradictorio con los valores de la civilización occidental que (al menos entonces) decía defender. A medida que Occidente se volvía más suspicaz, Putin expresó su decepción, luego su enfado y después una descarada hostilidad. En 2007, viajó a Múnich para criticar ferozmente la pretensión de Estados Unidos de gobernar el mundo.

Cuando Barack Obama dijo que Rusia no era más que “una mera potencia regional” y que Putin tenía “esa especie de postura despatarrada, como el alumno aburrido del fondo de la clase” los dirigentes rusos se quedaron horrorizados: no suelen permitirse insultos personales de ese tipo. Cuando el patente fraude cometido en las elecciones parlamentarias de 2011 sacó a miles de manifestantes a las calles de Moscú, Putin culpó de inmediato a Estados Unidos y proclamó la supremacía de la sociedad y la moral rusas por encima de un Occidente “decadente” y “asexuado”. Llegó a la conclusión de que Occidente nunca aceptaría a Rusia como socio en igualdad de condiciones y que, por tanto, los rusos iban a tener que asumir ese papel por su cuenta. Esta filosofía le ha sido útil y le ha permitido causar tropiezos a Occidente en Ucrania y Siria, para sorpresa de muchos en París, Londres, Berlín y Washington.

Sabemos que a Putin le gusta apostar, y hasta ahora le ha ido bien. Rusia está perdiendo población, sus salarios reales y su PIB están cayendo y la corrupción es endémica, pero su presidente se comporta como un jugador de póquer. Por suerte o porque sabe lo que hace, ha conseguido que Rusia volviera a implantarse en Oriente Medio con más poder que antes, ha construido un fuerte vínculo con el presidente Xi Jinping de China —la segunda potencia del mundo—, ha protegido a los separatistas de la región del Donbass en Ucrania y ha visto cómo la presidencia de Estados Unidos recaía en manos de alguien que parece rendirle pleitesía.

No es fácil comprender todo esto, pero quizá sean útiles dos libros recientes. Dmitri Trenin dirige el Carnegie Centre de Moscú y conoce su país desde dentro, puesto que fue oficial del Ejército Rojo. Su breve y escueta sinopsis de la historia rusa destaca la absoluta crueldad de los líderes comunistas que, durante la mayor parte del siglo XX; utilizaron las encarcelaciones y los asesinatos de masas para promover los intereses de su partido, en vez de los nacionales. Trenin describe la Rusia actual como “un régimen que finge ser un Estado”, y cree que Putin “es quizá una de las pocas personas de la Rusia contemporánea de las que se dice que… les importa el pueblo”. En lugar del Estado, “las clases dirigentes han instalado un sistema de gobierno que las absuelve de toda responsabilidad y favorece sus intereses. El triunfo de las élites sobre el Estado es históricamente antirruso, porque estas, a pesar de sus privilegios, siempre han estado al servicio del Estado, y esa es una situación insostenible a largo plazo”.

Angela Stent sigue los acontecimientos de Rusia desde hace años y opina que Putin y el putinismo pueden prolongarse todo lo que él quiera. Tal vez Occidente fue ingenuo en los 90, cuando creyó que Rusia quería entrar a formar parte de Europa. En cualquier caso, los dirigentes rusos que expresaban esos sentimientos terminaron mal. Mijaíl Gorbachov, el último presidente de la URSS, y Boris Yeltsin, el primer presidente de Rusia, fueron testigos, durante sus mandatos, de la caída de la primera y la casi descomposición de la segunda. Aunque, al principio, Putin adoptó su misma retórica, enseguida pasó a cultivar “la idea del excepcionalismo ruso, la peculiar identidad eurasiática de Rusia, un país a caballo de los dos continentes y en el centro de un mundo nuevo y multipolar, en el que Moscú tiene relaciones con gobiernos de todas las tendencias políticas”. Stent explica que Xi “ofrece a Rusia la asociación con una potencia en ascenso y refuerza el empeño de ambos países de crear un orden económico alternativo”.

La actitud actual de Putin es de desprecio hacia Occidente, que, en su opinión, está hundiéndose en una especie de decadencia inmoral propia de Gomorra. Y, a diferencia de otros observadores occidentales, Stent no cree que aislar a Rusia sea la solución. Al fin y al cabo, si Occidente puede invadir Irak con falsos pretextos, cómo vamos a discutir racionalmente la decisión de Putin de anexionarse Crimea. Si Occidente suministra armas a Arabia Saudí y los Emiratos para que libren guerras indirectas en Libia y Yemen, no podemos quejarnos de que Rusia persiga los que considera sus propios intereses en el Cáucaso.

El hecho de que la sociedad, la política y los medios rusos se hayan alejado de los modelos liberales que Putin desdeña abiertamente es más un triunfo suyo que el resultado de cualquier hostilidad occidental. “Toda construcción nacional es fundamentalmente un ejercicio de fabricación de mitos”, nos recuerda Trenin en la introducción de su libro. Los líderes rusos no son los únicos que fabrican mitos, no tienen más que fijarse en Washington y Londres. Lo cual hace que el futuro de las relaciones entre Rusia y Occidente sea aún más incierto.

Traducción de María Luisa Fernández Tapias.