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El Presidente chino, Xi Jinping, con banderas australianas al fondo en Camberra. Stefan Postles/Getty Images

El caso australiano, a pesar de sus particularidades, nos puede servir para comprender los debates que está generando el creciente poderío chino en sociedades tradicionalmente occidentales, pero sujetas a cambios demográficos y a nuevos lazos económicos alternativos a Estados Unidos.

 Desde hace unos años, diversos medios de comunicación internacionales han descrito Australia como una especie de campo de pruebas en el que China estaría ensayando sus métodos de influencia destinados a manipular la política de los países occidentales. Según esta visión, el caso australiano sería una especie de canario en la mina que nos estaría avisando de la influencia maliciosa que Pekín quiere extender en Europa y en Norteamérica, con el objetivo de cooptar las élites locales y minar la democracia.

Pero, ¿es realmente el caso australiano una premonición tan desastrosa? ¿China está intentando influenciar de esta manera y —quizás más importante— está teniendo éxito en ello? ¿Qué particularidades tiene el caso australiano para que se haya encendido esta polémica? ¿Qué puede aportar todo ello al debate sobre el gigante asiático que está llevándose a cabo en las sociedades occidentales?

Para entender esta controversia tenemos que conocer cuándo se produjo y a partir de quién. Dos de las personalidades australianas que llevaron a la esfera pública el miedo a una “influencia china” que estuviera degradando la democracia del país fueron, por un lado, el intelectual Clive Hamilton y, por otro, el ex primer ministro australiano Malcom Turnbull.

Hamilton ha sido autor de diversas polémicas en su país, la última de ellas vinculada a uno de sus libros, titulado inequívocamente La invasión silenciosa. La influencia china en Australia. Según Hamilton, el Partido Comunista chino estaría orquestando una red de influencia y espionaje, en la que participarían políticos australianos, empresarios de origen chino y ciudadanos de a pie, con el objetivo de derrocar la democracia australiana. La polémica se encendió cuando la editorial que estaba planeando sacar el libro quiso retrasar su publicación, argumentando que debían estudiar las posibles demandas que las personalidades señaladas por Hamilton lanzarían contra ella cuando se publicase el libro. El intelectual australiano acusó a la editorial de plegarse ante la censura china y se marchó a buscar otro lugar donde se lo publicasen. El caso generó titulares que ponían en duda la libertad de publicar en Australia si se mantenían opiniones en contra del Partido Comunista chino.

La postura crítica de Hamilton también fue defendida por el ex primer ministro australiano Turnbull, que —apoyado por parte de la inteligencia de su país— tiró adelante leyes para bloquear la influencia china en Australia, mediante una retórica de extrema suspicacia ante Pekín. En un artículo en la revista Foreign Affairs, el mismo Hamilton defendió la política de Turnbull. Ambos aseguraban que “actores externos maliciosos” estaban aprovechando el “ambiente permisivo” de Australia para llevar a cabo sus acciones. En ese mismo artículo, Hamilton apuntaba que estas nuevas leyes ampliarían las definiciones de “espionaje” e “influencia” para perseguir a aquellos que buscasen cambiar la política exterior australiana en favor del gigante asiático. El autor también acusaba al Partido Laborista australiano —en ese momento en la oposición contra los liberales de Turnbull— de tener a diversos de sus miembros importantes bajo la influencia del Partido Comunista. Además, alertaba del creciente porcentaje de personas de origen chino en Australia y de los lazos económicos cada vez más fuertes entre ambos países.

Personalidades públicas australianas criticaron, en ese momento, la retórica y las leyes promulgadas por el Gobierno australiano. El ex primer ministro laborista Kevin Rudd, por ejemplo, fue contundente y alertó de un clima de neomacartismo en contra de la comunidad china en el país, argumentando que el Ejecutivo podía criticar y oponerse a Pekín (como él había hecho durante su gobierno), pero sin crear ansiedad y “señalar” a la minoría de origen chino residente en Australia. El ex ministro de Asuntos Exteriores australiano, Bob Carr, por su parte, tildó de “histeria antichina” la retórica de Turnbull. Además, lamentó que se hubiera tachado de “promotores” de la ideología del Partido Comunista a los más de 120.000 estudiantes chinos que en ese momento había en Australia.

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Estudiante china se gradúa de un máster en la Universidad de Sidney, Australia. WILLIAM WEST/AFP/Getty Images

Por su parte, diversos sinólogos australianos alertaron mediante una carta abierta de que las nuevas leyes y la retórica contra la influencia china podían coartar el debate público y académico, restringir las visiones que no cuadrasen con el Gobierno y acallar voces de los australianos étnicamente chinos, por miedo a que se les considerase “antipatrióticos”. También rechazaban las acusaciones de que China hubiera comprado a sinólogos australianos para mejorar su imagen.

Bajo el término de la “influencia china” se han agrupado todo tipo de actividades, desde espionaje hasta donaciones a políticos, pasando por actividades del Partido Comunista en Australia o declaraciones públicas de apoyo a la política exterior de Pekín. Como explica el académico Ian Hall en este artículo, hay escándalos vinculados a esta “conexión” china que han tenido importante repercusión pública, como el que afectó al político laborista Sam Dastyari por aceptar dinero de un empresario vinculado a Pekín. Otro fue la puerta giratoria del liberal Andrew Robb, que acabó en una empresa conectada con el Ejército chino después de haber firmado —desde su cargo como ministro de Comercio— un tratado de libre comercio con China.

Esta vigilancia también ha afectado a multimillonarios de origen chino como Huang Xiangmo, al que se le canceló el pasaporte y la residencia permanente en Australia, después de haber hecho grandes donaciones a políticos australianos y promover una organización a favor de la reunificación de China en el asunto de Taiwán. En territorio chino, por otro lado, todavía se encuentra en prisión un escritor y diplomático sino-australiano, Yang Hengjun, hace años fuerte crítico del Partido Comunista.

El inconveniente de reunir todos estos problemas bajo la etiqueta de “influencia china” es que se agrupan asuntos ilegales como el espionaje con otros legales como las donaciones a campañas políticas (en las que no hay límites de cantidad, en caso de donantes locales, en las elecciones a escala nacional). También se califica automáticamente cualquier postura favorable a Pekín con una vinculación al Partido Comunista, como si no pudieran existir posturas nacionalistas al margen de un plan orquestado por Pekín. Esta mezcla de asuntos hace que se confundan problemas vinculados con China con algunos que son propios de Australia. Múltiples medios de comunicación, australianos e internacionales, han dado pie a este juego confuso, exagerando esta “influencia china” para hacer avanzar sus objetivos políticos.

“Hay una tendencia al sensacionalismo en la cobertura mediática de un país tan pobremente entendido como es China. Pero, además, hay medios de comunicación que están trabajando de cerca con agencias de seguridad, que quieren hacer que el público australiano tenga más sospechas hacia China. Ligando estos diferentes asuntos bajo la narrativa única de la ‘influencia china’ envían el mensaje de que cualquier tipo de compromiso con China es peligroso, y que por tanto debemos reducir ese contacto”, asegura David Brophy, sinólogo australiano especializado en Xinjiang y uno de los promotores de la carta abierta de académicos anteriormente citada.

A pesar de este pánico chino, la opinión pública australiana no es negativa hacia esta potencia. Según una encuesta del Lowy Institute de 2018, un 82 % de los australianos veían más a China como un “socio económico” que como una “amenaza militar” —este país es el mayor socio comercial de Australia, con intercambios por valor de 192.100 millones de dólares—. El 81%, además, pensaba que Australia podía mantener buenas relaciones a la vez con Pekín y con Washington, el tradicional aliado del país.

Parece que la política australiana va en esta dirección: después de que Turnbull fuera sustituido como primer ministro por otro miembro de su partido, Scott Morrison, la retórica dura hacia China se ha rebajado. El Gobierno australiano actual ha intentado mantener cierto equilibrio entre Pekín y Washington, apoyando a Estados Unidos en su presencia en la región pero evitando fricciones con el gigante asiático. Morrison tampoco ha querido tomar partido en la actual guerra comercial entre Pekín y Washington —no es seguro qué tipo de acuerdo podría ser una oportunidad para Canberra y cuál le perjudicaría—. Parece que los dos principales contendientes en las próximas elecciones australianas del 18 de mayo no se desviarán de esta retórica de bajo tono hacia China.

El debate sobre cuánto abrir el país ante la influencia china y cómo lidiar con ella —sin poner en riesgo los propios valores y libertades, o generar reacciones contra la diáspora proveniente de este país— aún sigue en marcha en Australia, pero tiene un eco que deberán afrontar otras sociedades occidentales cuando la presencia china en su territorio se haga mayor.

También hay desafíos geopolíticos y demográficos asociados a estos cambios, que no tardaremos en debatir en Europa. El intelectual australiano George Megalogenis, por ejemplo, planteó en un interesante ensayo si su país debería abrazar una identidad “euroasiática”, que represente los  porcentajes de comunidades chinas e indias nacidas fuera de Australia y localizadas especialmente en ciudades como Sídney y Melbourne, donde son el 8% de la población —a nivel nacional, en cambio, los chinos representan un 2,3% y los indios un 2,1%—. Si no se seguía este camino, alertaba Megalogenis, se corría el riesgo de dividir el país en una mitad anglosajona y envejecida, y una euroasiática y joven. Para evitarlo, Australia debería buscar nuevos lazos tanto con China como con India para construir una nueva identidad, sin renunciar a los valores democráticos y plurales, pero en la que estas nuevas oleadas de inmigrantes asiáticos se vieran reconocidas, creando así una “identidad australiana” más allá de lo puramente anglosajón.

Estas conexiones con otros países asiáticos podrían rebajar, en parte, la histórica alianza entre Estados Unidos y Australia. Canberra ha apoyado la presencia de Washington en la región indo-pacífica, ha mantenido su estrecha vinculación con sus servicios de inteligencia y ha rechazado la participación de Huawei en su red de 5G, aliviando a EE UU en una de sus batallas tecnológicas más cruciales contra China. Pero Pekín, a la vez, es un socio comercial cada vez más importante para Australia —como también de otros muchos países occidentales—. La demografía, la economía y (en este caso) la geografía presionan contra la alianza histórica que tejió Estados Unidos con el resto de Occidente. El equilibrio entre potencias se hace inevitable. Las presiones para tomar partido, también.

No son asuntos que nos queden tan lejanos. Deberíamos estar atentos al caso australiano.