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Una mujer pasa junto a los faroles tradicionales chinos en Tuntou, China. (Kevin Frayer/Getty Images)

El ensayo Regresar a China, de Carles Prado-Fonts, recoge la vida de los escritores Lu Xun, Lao She y Qian Zhongshu. La búsqueda de la modernidad, la turbulencia de la política y el contundente contacto con Occidente marcaron sus pasos.

Regresar a China 

Carles Prado-Fonts

Trotta, 2019

En buena parte de los estudios sobre China, las grandes diferencias con la tradición occidental se han utilizado como argumento para hacer de este país algo difícil y sólo alcanzable para unos pocos. El argumento de que “China es demasiado diferente” hace que mucha gente quede abrumada ante el hecho de intentar entenderla. También hace que haya expertos que se escuden en la complejidad y en la lejanía para evitar dar respuestas claras sobre China, o realizar comparaciones problemáticas que exigiríamos a cualquier otro intelectual. Como reza el tópico: “China es otro mundo”.

Y sí, lo es, pero también forma parte del mundo que todos compartimos. China no ha estado nunca al margen del resto del planeta, ni en el siglo XX ni durante sus milenios de historia. Entre China y el resto del mundo hay similitudes. Y, por tanto, también las hay con Occidente. Somos más cercanos de lo que creemos.

Este planteamiento, el partir de lo similar, es el que ha usado Carles Prado-Fonts en su ensayo Regresar a China, en el que esta conexión entre China y Occidente se aborda mediante la literatura y la figura de tres escritores: Lu Xun, Lao She y Qian Zhongshu. Todos ellos tienen en común que fueron figuras canónicas del mundo literario chino y que, además, pasaron decisivas etapas viviendo en el extranjero. El ya de por sí interesante recorrido biográfico que Prado-Fonts hace de estos escritores se une a un análisis claro y erudito sobre tres grandes temas: qué significaron los intelectuales para la China del siglo XX, cuáles fueron las influencias occidentales en ellos y cómo fue el tortuoso camino del país para llegar a la modernidad. Tres temas -el papel de los intelectuales, las influencias extranjeras, la modernidad- que para nada son exclusivamente chinos, y que, por tanto, conectan la biografía de estos tres escritores y de la propia China con dinámicas que sucedían alrededor de todo el globo.

Como ya han apuntado otros autores como Pankaj Mishra, el camino a la modernidad ha sido uno de los grandes viajes lleno de mejoras y a la vez de calamidades que ha afrontado el mundo. El caso de los países en desarrollo del siglo XX es especialmente intenso. A grandes rasgos, la entrada en la modernidad se podía hacer de dos maneras: mediante la reforma de la propia tradición o mediante la ruptura con ella. Durante el siglo XIX, diversos intelectuales y funcionarios chinos intentaron insertar los avances tecnológicos y científicos occidentales en el sistema político y moral chino. Aprender de los extranjeros sin renunciar a lo propio. Pero esta vía se agotó rápidamente, a medida que los acontecimientos se desbocaban ya llegada la siguiente centuria.

La China que buscaba este camino a la modernidad arrastraba el trauma colectivo de las derrotas en las Guerras del Opio contra los imperios europeos. De pasar a ser el centro de Asia Oriental y, probablemente, el país más poderoso del mundo, fue reducida a una semicolonia europea, mientras su vecino Japón, que siempre había quedado relegado a un papel secundario como potencia política y cultural, tomaba el puesto de gran Estado asiático. En la esfera interna, China había sufrido varias rebeliones y la dinastía Qing duraría pocos años.

El papel de los intelectuales y escritores era sacar a China del pozo en el que estaba hundida. Se empezó a extender la teoría de que los países podían ser cambiados mediante el poder de la ficción, de la literatura. En las décadas siguientes, “lo literario quedará secuestrado al servicio de la reforma política”, afirma Prado-Fonts. Muchos escritores quedarán irremediablemente ligados a su papel como intelectuales políticos.

Es el caso de Lu Xun, el escritor chino más importante de este primer tercio de siglo. Su caso sirve para comprender la continuidad y, a la vez, la ruptura de la intelligentsia autóctona, que pasó del letrado tradicional de la corte imperial a un intelectual moderno, pero igualmente vinculado a la política. A pesar del cambio de figura, su misión se mantuvo: estar al servicio del país e intentar solucionar sus problemas, comprometiéndose políticamente y usando sus conocimientos para contribuir a un Estado justo (una misión, cabe destacar, que se mantuvo incluso hasta los intelectuales de los años 80 en China).

En el caso de Lu, su compromiso político se gestó en el extranjero, cuando estaba estudiando en Japón. Él era uno de los estudiantes que el Gobierno chino había enviado más allá de sus fronteras para que adquirieran conocimientos técnicos y volvieran a China para modernizarla. Para Lu, su estancia en el extranjero y su traumática vuelta a la realidad china supuso un hecho fundamental en la crítica que, posteriormente, haría a su país. Lu consideró que el gran problema era la tradición propia china, que, según él, había llevado al país a un papel marginal y deprimente. No necesitaban una reforma de algo podrido, sino una ruptura definitiva con ello.

Lu plantearía esta crítica a la tradición en obras como Diario de un loco y en múltiples artículos y ensayos. Sus enfoques rupturistas se conjugaron con un importante hecho que sacudió China en 1919: las manifestaciones de estudiantes que, el 4 de mayo de ese año, realizaron proclamas nacionalistas y occidentalizadoras en contra del Gobierno y su debilidad en la arena internacional. Lu fue el gran intelectual público de ese momento de enfado nacional. También contribuyó, a su manera, a esa equiparación acrítica aireada ese día que igualaba la modernización con la copia de Occidente, descartando la tradición autóctona.

Es interesante contrastar cómo China y otros países de Asia, en ese momento, estaban mucho más abiertos que Europa o Estados Unidos a ideas externas que realmente cambiaran sus sociedades. En el caso de Lu, este abrazo a Occidente acabó evolucionando hacia una de las múltiples ideas que venían desde el oeste: el marxismo. Para muchos chinos, parecía una idea efectiva y probada para modernizar países en desarrollo, nacida, precisamente, en los Estados que dominaban el mundo.

La muerte de Lu en 1936 hizo que no tuviera que vivir la implantación del régimen comunista de Mao, por lo que no sabemos cómo habrían evolucionado sus convicciones. Lo que sí ha llegado hasta ahora es una especie de santificación de Lu impuesta por Mao, que lo elevó como gran intelectual a seguir. Esto hizo que, durante décadas, los méritos estrictamente literarios de este intelectual quedaran enterrados bajo capas de politización extrema, aunque hay autores actuales como Yu Hua que lo han “recuperado” como lo que verdaderamente es: un magnífico escritor, más allá de sus posiciones políticas.

Al contrario que Lu, Lao She sí que vivió la etapa maoísta, cosa que fue su perdición. Prado-Fonts hace un análisis muy interesante de la figura de Lao, subrayando una parte de su identidad que a veces se plantea de manera tangencial: su etnia manchú. Aunque la representación de las clases populares de Pekín fue la clave del éxito de Lao, en obras como El camello Xiangzi su identidad manchú le marcó desde su niñez. La ocultó durante gran parte de su vida y solo la empezó a revelar de nuevo durante el maoísmo, cuando parecía que el pluralismo hacia las minorías se extendía. Y es que la etnia manchú también era la de la dinastía Qing (la última de China antes de la República). El nacionalismo modernizador chino usó, en buena parte, el odio antimanchú para hacer caer a esta dinastía y extender su mensaje, lo que afectó tanto a la clase gobernante como a los manchús de origen humilde como Lao She. Durante la caída de los Qing en 1911, especialmente, hubo ataques dirigidos a esta minoría étnica alentados por los nacionalistas chinos.

En cierto modo, este repudio por parte de la ideología modernizadora dominante hizo que Lao se sumara durante su juventud a un proyecto más marginal pero, igualmente, occidental como es el humanismo cristiano. Gracias a esta conexión, Lao podrá viajar por primera vez al extranjero, en concreto a Londres. Allí podrá ver el contraste entre cierta sinofília estética de algunas élites inglesas con el racismo imperante que recibirá de mayor parte de la sociedad. Cuando vuelva a China, como tantos otros intelectuales locales, el intelectual habrá abrazado la lucha de clases. Como apunta Prado-Fonts, Lao podrá, de esa manera, diluir su etnia en un marxismo que da nuevo sentido a su trayectoria.

El éxito de Lao como escritor de las clases populares hará que la política lo vaya agarrando cada vez más. Durante la guerra contra los japoneses, se hará presidente de la Asociación de Escritores y Artistas por la Resistencia Nacional, mientras en la Chongqing donde vive se suceden los bombardeos aéreos. En 1946 lo invitarán a Estados Unidos con grandes halagos, aunque su experiencia en el extranjero volverá a ser en parte frustrante: allí se sentirá más como una curiosidad exótica que valorado como un auténtico escritor.

En 1949 regresará a China, donde la corriente de la nueva política maoísta lo arrastrará por completo. Ocupará diversos cargos políticos del ámbito cultural y experimentará con ciertas etapas de libertad del régimen. Como la traicionera Campaña de las Cien Flores de Mao. Su identidad manchú volverá a renacer poco a poco, pero será cortada de manera brutal con la llegada de la Revolución Cultural. Lao será vejado y morirá en medio del caos y la violencia de los Guardias Rojos (sin esclarecerse si asesinado por ellos o suicidándose).

Si Lu lideró el terremoto político y Lao acabó enterrado por él, Qian Zhongshu hará de la literatura un refugio donde sobrevivir a la política y, a la vez, mantener su escritura al margen de ella. Gracias a eso conseguirá escribir una de las mayores obras del siglo XX, La fortaleza asediada. También realizará una de las mejores comparativas entre China y Occidente, tanto de sus clásicos como de la literatura del momento, en su ensayo Colección de tubo y barrena.

Qian pasará de ser un joven prodigio dominador de múltiples idiomas en su China natal, donde era un estudiante excelente y arrogante, a llegar en 1935 a un Oxford donde ve que sus enormes conocimientos sobre la tradición cultural china son ignorados por completo. Allí Qian descubrirá que el interés que él siente tanto por su país como por Occidente no es compartido en Europa. Pese a esa frustración, en ningún momento dejará de llevar a cabo su proyecto de comparar la tradición china y la occidental, analizándolas al mismo nivel.

Después, volverá a un Shanghái que había sido el gran foco cosmopolita de China durante los 30 y que, durante la Segunda Guerra Mundial, se convierte en un refugio intelectual no politizado. Allí tanto él como su esposa, la también escritora Yang Jiang, se mantienen al margen de los grandes eventos que sacuden el país. Ambos seguirán manteniendo un perfil bajo durante la implantación del maoísmo. Pero la Revolución Cultural les afectará como a cualquier otro escritor, y serán deportados y separados, aunque sobrevivirán a la violencia.

Pasadas esas décadas convulsas, Mao muere y en China empieza el proceso de reforma y apertura al mundo. El régimen entreabre cuidadosamente sus puertas. En 1979, Qian volverá a viajar al extranjero, con destino a Nueva York. Deslumbrará a sus audiencias y recibirá ofertas de diversas universidades estadounidenses. Será reconocido como uno de los grandes intelectuales chinos del siglo XX. Un año después, se reeditará La fortaleza asediada, con gran éxito de ventas. En sus páginas se recogerán las peripecias de un joven chino que va a estudiar a Europa, para después volver a su país y moverse en los círculos intelectuales nacionales, en un desarrollo tan irónico como trágico. Una historia claramente china. Y como tal, plenamente universal.