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Foto tomada en un foro de inversión que reune a empresario y líderes político en Rida, Arabia Saudí, octubre 2019. FAYEZ NURELDINE/AFP via Getty Images

Más allá del petróleo y el turismo religioso, Arabia Saudí está apostando por expandir su industria militar y dar un impulso a la exploración de recursos minerales. He aquí un repaso a los logros y desafíos con los que está topándose el Reino a la hora de diversifica su economía mientras el popular malestar crece y el tiempo apremia.

En el invierno de 2012, apenas un año después de que la llamada Primavera árabe estallara en Túnez, y el anhelo libertario se propalara por países como Egipto, Siria, Yemen, Bahréin o Libia, la monarquía saudí fue consciente de que su preponderancia y ascendencia en Oriente Medio encaraba una amenaza existencial aún mayor que la que suponía el huracán revolucionario que había logrado frenar con una mezcla de sangre, dinero y fuego: las nuevas prospecciones, y en particular el filón del controvertido petróleo esquisto, no solo iban a convertir a Estados Unidos en una nación energéticamente autosuficiente, sino que las perspectivas apuntaban a que en apenas un lustro su socio ocuparía, igualmente, un lugar de privilegio en la lista de los principales exportadores mundiales de hidrocarburos.

Desvanecida la dependencia estadounidense del oro negro árabe, la Casa de Saud temía que el cambio de paradigma económico significara también el epílogo del acuerdo que ambas naciones firmaron en 1945, por el cual Riad otorgaba a Washington la categoría de socio preferente y la Casa Blanca se comprometía, a cambio, a garantizar la frágil seguridad del reino del desierto frente a eventuales enemigos, externos o internos. Rubricado por el rey Abdelaziz bin Saud, padre de la Arabia Saudí moderna, y el presidente Franklin D. Roosevelt durante una reunión en el portaaviones USS Quincy al regreso de éste de la Conferencia de Yalta, el pacto ha sido respetado escrupulosamente desde entonces por todos los mandatarios estadounidenses, incluido Barack Obama, el menos prosaudí de ellos.

Y es que con cerca de treinta millones de habitantes y más de 15.000 príncipes y princesas en nómina, la economía saudí había descansado hasta entonces sobre dos pilares tradicionales: uno, el creso negocio de la peregrinación a los santos lugares de Medina y La Meca, una obligación para los más de 1.800 millones de musulmanes que se calcula hay en el mundo junto a la profesión de fe, el ayuno en el mes de Ramadán, la limosna anual y la oración diaria, y el mercado de petróleo, secundario hasta 1973 y ahora volátil. El boicot petrolero de los países productores árabes durante la guerra del Yom Kippur, ese mismo año, no solo sirvió para hiperbolizar el peso del segundo en la economía nacional, y desbordar las arcas reales, también descubrió a la dinastía de antiguos guerreros y pastores del desierto el potencial que atesoraba el crudo como herramienta de chantaje político e instrumento de influencia diplomática internacional.

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Anuncio de la empresa `petrolera saudí Aramco en Riad, 2019. FAYEZ NURELDINE/AFP via Getty Images

Alentada por la casta religiosa que le sostiene y legitima desde que el reino comenzara a tomar forma en la segunda mitad del siglo XVIII, la gerontocracia saudí se avino a destinar una porción muy significativa de los dividendos energéticos a la propagación del wahabismo, una interpretación reaccionaria y herética del islam que sustenta el entramado ideológico de grupos salafistas radicales como la red global Al Qaeda o su penúltima evolución, el autoproclamado Estado Islámico. Gestionado a través de una tenebrosa y enmarañada red de asociaciones caritativas, el multimillonario fondo que fue creado ad hoc para este propósito proselitista financia desde entonces la construcción de mezquitas –tanto en países musulmanes como en EE U, España y otras naciones europeas–, levanta escuelas, reparte libros de texto, forma misioneros, distribuye propaganda y ejerce de mecenas para clérigos de conciencia salafí, tanto en el interior del reino como en el resto del orbe. Uno de los más influyentes fue Sayed al Qutb, el hombre que radicalizó a un sector de los Hermanos Musulmanes y al que Arabia Saudí acogió cálidamente en su territorio cuando fue expulsado de Egipto.

Despuntada la década de los 80, la cornucopia del petróleo sirvió igualmente para tender, junto a la CIA y los servicios secretos de Pakistán, el conocido como "puente de los Muyahidin", embrión de los movimientos yihadistas actuales. En noviembre de 1979, un grupo de radicales musulmanes (Ikhwan) asaltó la gran Mezquita de La Meca y puso en jaque a la familia Real. La crisis se resolvió con un baño de sangre y un plan para convertir a ese movimiento purista en una milicia profesional entrenada para combatir la ocupación soviética de Afganistán. Al proyecto se sumaron enseguida con entusiasmo otras dictaduras árabes, que entendieron esta pasarela como una oportunidad de oro para desembarazarse de la oposición radical que crecía como una hidra en sus territorios. Desplomado el muro de de Berlín y evaporada la Guerra Fría, la mayoría de aquellos fanáticos retornaron a sus países de origen para observar que, pese a su sacrificio en favor del islam, no eran bienvenidos. Nuevamente señalados y despreciados, enseguida se sumaron a la nueva corriente yihadista global que a finales de siglo se propagaría por el orbe desde el corazón saudí de Al Qaeda. La secuela fue particularmente dramática en el propio reino, escenario en los 90 de una serie de atentados que empujaron a la familia Real a abrir las herméticas puertas del desierto a las botas de los herejes norteamericanos.

El desembarco de las tropas estadounidenses en la península Arábiga y la readaptada estrategia de lucha contra la nueva encarnación del "terrorismo internacional" –en los 70 el diablo vestía pañuelo palestino, y en los 80 y principios de los 90 el turbante negro de los ayatolá y del grupo chií libanés Hezbolá– introdujo a la casa de Saud en un novedoso negocio: el  de la industria armamentística y el comercio mundial de armas, que con los años ha devenido en el tercer pilar esencial de la economía saudí, tan robusto y lucrativo como lo son la peregrinación y las energías fósiles. Según datos del reconocido Instituto Internacional de Investigaciones para la Paz de Estocolmo (SIPRI), el gasto de Riad en armamento en 2018 rondó los 67.000 millones de dólares, una cifra que significó un 8,8% de su PIB. Pese a que supone un importante descenso respeto a 2015, año en el que alcanzó su máxima cota con un 13% del PIB, la naturaleza del desembolso revela la importancia que Riad concede al sector bélico: le aupó al podio de los Estados que más gastan en armas, solo superado por EE UU y China. "Ninguno de los otros 15 países incluidos en la lista de los que más gastan en armamento destinó más del 4% de su PIB en el sector militar en 2018. Con 2.014 dólares, el gasto militar per cápita de Arabia Saudí fue el más alto del mundo", subraya SIPRI. A ello se suma el desarrollo de la industria bélica nacional. En septiembre de este año, el director de la Autoridad General para la Industria Militar, Ahmed al Ohali, anunció que el reino concedería nuevas licencias a empresas locales y extranjeras para la producción de pistolas y fusiles, munición, material explosivo y otros equipos militares. El objetivo es que Arabia Saudí sea capaz de producir o ensamblar el 50% de su material militar en 2030, como sugiere el plan visionario de Bin Salman. Una meta que los expertos consideran poco realista a causa de las debilidades estructurales de las que adolece el país, en particular la falta de ingenieros y mano de obra especializada.

Una tendencia, la de alimentar arsenales, cuarteles y santabárbaras, que arrancó a finales del pasado siglo y que se multiplicó exponencialmente en la primera década de la presente centuria: entre 2009 y 2013, periodo que coincide con el primer mandato de la administración Obama y la erupción de las ahora marchitadas Primaveras árabes, las importaciones saudíes de armas se dispararon un 192%; el porcentaje ascendió a 225 entre 2013 y 2017, lapso de tiempo en el que al reino del desierto se convirtió en el principal importador de armas mundial, incluso por delante de la poderosa y populosa India. El principal beneficiario de esta explosión fue EE U, pero también otros grandes exportadores europeos como Alemania, Francia, el Reino Unido y España. En apariencia, una astuta forma de apretar el vínculo económico y estratégico con sus aliados en tiempos en el que la dependencia del crudo saudí declinaba y el tifón libertario que soplaba en los países árabes amenazaba con obliterar los canales de influjo wahabí. "Riad está comprando, de forma efectiva, influencia en EE UU, y al tiempo que alimenta las cajas registradoras de las grandes firmas norteamericanas de Defensa, trata de convertirse en el poder militar indiscutible en la región", explicaba hace un año el analista Niall McCarthy en un artículo en la revista Forbes. "Algunos expertos cuestionan si este nivel de gasto es sostenible a largo plazo, en especial debido a la pretensión de Arabia Saudí de reducir la dependencia de su economía del petróleo", escribía.

Esta obligada diversificación de la economía saudí, golpeada con dureza por el desplome de los precios del oro negro en 2014, es uno de los ejes sobre los que se asienta el programa nacional "Saudi Vision 2030″, presentado por el controvertido príncipe heredero y gobernante de facto del país, Mohamed bin Salman, pocos meses después de asumir el título. Un pretendido plan de reforma económica y social que se debe más al afán del régimen por sobrevivir en tiempos de mudanza que a un genuino deseo de transformación de un sistema injusto y obsoleto. En el arranque de los 80, cuando el cuerno de la abundancia comenzó a desbordarse, la población de Arabia Saudí apenas rondaba los 10 millones de habitantes. El maná negro cubría el país con un tupido manto de petrodólares y la plutocracia wahabí disfrutaba de un holgado margen que le permitía regalar a la población una vida muelle, trufada de salarios generosos, de dadivosos subsidios que concedían al ciudadano de a pie el lujo de abrir el grifo, encender la luz, conectar el aire acondicionado y llenar el depósito de gasolina sin rascarse el bolsillo. Los automóviles de alta gama inundaban largas autopistas de asfalto liso, las marcas de lujo abrían tiendas e impulsaban ostentosos centros comerciales, los edificios crecían en altura y todo aquel que lo deseaba podía abandonar las jaimas en el desierto por un apartamento saturado de comodidades, o un palacio con vistas francas a algunos de los más verdes palmerales. Cientos de príncipes y otros inversores, multimillonarios de la noche a la mañana, comenzaban a mirar al exterior, a comprar propiedades y compañías, y a asociarse con pares extranjeros pese a vivir estos en Dar al Harb, ese territorio desafecto y hostil en el que, según el Corán, el islam está postergado y la yihad y el proselitismo son "un deber que agrada a Alá".

Tres décadas después, la población saudí se ha triplicado y esta explosión demográfica, combinada con la crisis petrolera y el desequilibrio tradicional en el presupuesto nacional, ha abatido la política de subsidios abriendo una brecha social impensable hace 30 años. En la Arabia Saudí actual la opulencia convive con la pobreza, y el lujo con una sensación creciente de injusticia social. A la vera de los pomposos palacios han comenzado a florecer inesperados suburbios en los que la vida diaria es una penitencia. Los primeros recortes llegaron de forma tenue en 2010 y se acentuaron en 2015, año de ascenso al trono del nuevo rey. Además de rebajar las ayudas a la electricidad, el carburante y el agua, el nuevo régimen tutelado por la rama Salman introdujo impuestos impensables como el IVA a los productos alimenticios y otros productos básicos. El impacto negativo sobre la economía doméstica obligó al príncipe heredero a crear una inédita forma de auxilio social, bautizado "Hisab al Muadinin", para literalmente "aliviar las consecuencias directas e indirectas del programa de reformas económicas" y atemperar el malestar popular que comenzaba a incubarse de nuevo en la calle.

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Un trabajador en una almacen de fosfato perteneciente Maaden Aluminium Factory en la ciudad de Jubail, Arabia Saudí.FAYEZ NURELDINE/AFP via Getty Images

Uno de los sectores en los que más ha repercutido la crisis ha sido el energético. Concebido para alimentar la exportación con la idea de que los recursos eran infinitos, la capacidad actual del reino para producir y, sobre todo, abastecer a su propia población es limitada. Con un petróleo cada vez menos rentable, Arabia Saudí mira ahora a las renovables como solución de urgencia a su agudo déficit nacional. También al desarrollo de la minería y de otras energías alternativas, como la nuclear. Con este objetivo, el pasado octubre la Compañía Real Saudí de Minas (Al Ma’aden) anunció un cambio importante en su timón, el último de la serie de reformas que aspiran a dar un giro y explotar con más efectividad una riqueza tradicionalmente relegada. Al Ma’aden fue creada en 1997, más de sesenta años después del descubrimiento del primer pozo de petróleo en el este del país, y desde entonces apenas ha extraído un porcentaje mínimo del fosfato, el oro o el aluminio que se supone el desierto arábigo esconde en grandes cantidades. Según cifras oficiales, la empresa estatal obtuvo unos beneficios de unos 4.000 millones de dólares en 2018, cantidad que se pretende triplicar en los próximos años. El objetivo no es solo diversificar la economía, sino prepararse para un eventual retroceso del mercado petrolero, impelido por el cambio climático y la nueva filosofía energética que trata de abrirse paso a codazos pese a negacionistas y lobistas como el Presidente estadounidense, Donald Trump.

Numerosos expertos coinciden en advertir, sin embargo, que el reino llega tarde. Arabia Saudí es rico en sol y viento, dos energías que pretende ahora explotar y desarrollar, pero pobre en tecnología y formación. Su deseo no es tanto para exportar electricidad y competir en este terreno –como en otros– con su enemigo Irán, como apuntan diversos analistas, sino surtir y afrontar la demanda de una población que se multiplica de forma desbocada. "Las energías renovables como la solar y la eólica ofrecen muchos beneficios al país. Le pueden ayudar a alcanzar los objetivos de sostenibilidad y crear un escudo frente a sus industrias basadas en el carbono. Dejar que el ministerio se concentre en estos proyectos (mineros) debería permitir a Arabia Saudí superar algunas de las dificultades con las que está topándose a la hora de avanzar sus megaproyectos solares", argumentaba semanas atrás el economista Omar al Ubaydli.

Un cambio de modelo energético y económico que, pese a considerarse una necesidad estratégica, se antoja más un parche apresurado que una prioridad para una familia Real que parece más distante y más dividida desde el ascenso de la tiránica rama de los Bin Salman. Concentrada en las compraventa de armas y en el desarrollo de la industria bélica nacional como modelo alternativo de negocio y de influencia política regional. En 2018, la autocracia saudí destinó 210.000 millones de riales –la mayor partida del presupuesto– a esa industria militar, que ha experimentado un  enorme desarrollo paralelo en los últimos años, hasta crear sus propios prototipos, que exporta a otros Estados; 192.000 a la educación y el proselitismo wahabí; y apenas 59.000 a los recursos económicos y a los programas públicos. Muchos se preguntan si sobrevivirá.