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Dos extraordinarias obras de historia sobre cómo Europa se ha relacionado con otras civilizaciones. Unas lecturas imprescindible en un momento donde la influencia de europeos y estadounidenses en el mundo disminuye.

Unfabling the East

Jürgen Osterhammel

Princeton, 2018

Culture of Growth

Joel Mokyr

Princeton 2018

“En el primer cuarto del siglo XXI, el mundo está revocando muchas de las consecuencias del siglo XIX, del excepcional proceso de consolidación del dominio europeo en cuatro continentes. Entre esas consecuencias estaban su arrogancia y su desprecio hacia todas las civilizaciones que habían demostrado su incompetencia e incluso su debilidad mortal, dado lo fácil que había sido derrotarlas militarmente, explotarlas económicamente y superarlas tecnológicamente”. A finales del siglo XX, surgió un nacionalismo cultural indígena que, con timidez, reafirmó sus “valores asiáticos”. Esta campaña ideológica adquirió importancia política mundial tras la revolución iraní de 1979. Hoy en día, “queda muy poco de la soberbia europea de fines del XIX. Hoy es imposible que Europa recobre su supremacía mundial, su control indiscutible de los procesos de la globalización económica y sus pretensiones de superioridad cultural”.

El historiador Jürgen Osterhammel es seguramente el historiador actual más sutil y de más envergadura entre los que se dedican a estudiar la relación de Europa con el resto del mundo. Unfablingthe East, una obra original y escrita en un estilo que muchos de sus colegas deben de envidiar, va a transformar definitivamente la concepción de las relaciones de Europa con sus interlocutores más especiales, unas relaciones complicadas y a menudo trágicas, pero también formativas. El autor defiende con brillantez a la Ilustración de la acusación de eurocentrismo y describe el legado humano de autocrítica y comunicación con otras culturas que nos dejó ese siglo. Como nos recordó Voltaire a propósito de Asia: “Hemos aprendido sus lenguas y les hemos enseñado algunas de nuestras artes; pero la naturaleza les ha dado una ventaja superior a todas las nuestras: que ellos no quieren nada de nosotros, pero nosotros de ellos, sí”.

En la época de la Revolución Francesa, las colonias europeas “eran unas astillas incrustadas en los costados de unos reinos e imperios asiáticos mucho más poderosos: pequeñas molestias, tal vez, pero no una amenaza contra su existencia”. El vínculo entre conocimiento y poder había quedado ya claro gracias a investigaciones auspiciadas por los gobiernos y expediciones de descubrimiento organizadas por los franceses, británicos y rusos, pero “se quedó corto en comparación con la plena colonización de las décadas en torno a 1900”. El conocimiento del otro y la apropiación de lo que pertenecía a los otros iban de la mano.

El autor, con su examen de una variedad excepcional de escritores, países y regiones, crea un rico tapiz difícil de describir. Este libro es fundamental para las personas del mundo económico y la administración pública que siguen observando con incredulidad el rápido ascenso de China, cuando, en realidad, el país está recuperando la posición que ocupaba en el mundo hace dos siglos. Y lo mismo sucede con India. En cuanto a Oriente Medio, la ineptitud de las políticas de Europa y Estados Unidos desde la década de 1950 ha alimentado unos incendios que no van a ser fáciles de extinguir y cuyas repercusiones en Europa no han hecho más que empezar.

El libro pone en tela de juicio la idea de que la relación formativa de Europa con el resto del mundo estuvo siempre distorsionada por una perspectiva imperialista y la reafirmación de la superioridad occidental. Grandes figuras como Leibniz, Voltaire, Montesquieu, Gibbon y Hegel se interesaron enormemente por la cultura y la historia árabe. Otros viajeros, científicos, administradores coloniales y aventureros menos conocidos volvieron de Asia con manuscritos en lenguas exóticas, colecciones etnográficas y obras de arte gracias a los cuales cobran vida aquella era turbulenta y sus innumerables actores. En los salones de París y Londres y en las principales universidades europeas hubo muchos estudiosos ávidos de conocer la peculiaridad de Siberia, las suntuosas cortes de Asia y los desiertos de Arabia y Mongolia. Los europeos descubrían muchas veces su identidad mediante la comparación con la del antiguo continente. Esta obra ayuda a comprender mejor nuestra propia era multicultural y es un antídoto útil contra las formas más crudas de eurocentrismo, el desdén hacia Asia y el mundo árabe tan extendido en 1900, y todavía hoy, entre muchos europeos y norteamericanos.

Los famosos e influyentes viajeros y escritores de viajes del siglo XVIII, Engelbert Kaempfer, John Chardin, CartenNieburhr, Constantin de Volney y Alexander von Humboldt entre otros, no eran víctimas de “delirios orientalistas” ni vendedores de fantasías y mentiras sobre el otro. “Heredaron del humanismo europeo occidental un modelo de viajero filosófico, el estudioso ambulante que, libre de las restricciones de unas disciplinas académicas estrictas como la geografía o la etnología, contribuyó al conocimiento universal de acuerdo con los criterios metodológicos más avanzados de la época. Junto con cientos, miles de viajeros de sillón curiosos y a menudo eruditos, constituyeron una clase filosófica, ambiciosa y cosmopolita sin precedentes. Los compradores y los coleccionistas estaban dispuestos a gastar mucho dinero en ellos. Y los críticos trabajaban minuciosamente para evaluar su veracidad y juzgar sus méritos literarios”. Entre ellos tuvieron un lugar destacado los franceses, británicos (escoceses especialmente) y alemanes.

También conviene recordar que los beneficios que obtuvo Asia gracias a la intensificación de su comercio con Europa, con una balanza comercial positiva, fueron muy superiores al daño causado por los saqueos de los nabab de la Compañía de las Indias Orientales. Todavía no se preveía la relación colonial y mercantilista posterior entre Asia, que produciría materias primas, y Europa, que se las vendería después en forma de bienes industriales y comerciales manufacturados. “La Europa moderna nació como la cultura del estudio y el conocimiento por excelencia”. Los europeos viajaron de forma constante a Asia y conquistaron el continente con la pluma antes de sojuzgarlo con la espada. Entonces, a partir de 1820, fue cuando empezó a surgir la gran disparidad de riqueza entre los dos”.

No obstante, el interés de los asiáticos por Europa siguió siendo esporádico. Las etapas de apertura —entre 1690 y 1720 en China y durante el “periodo tulipán” del Imperio Otomano, entre 1718 y 1720— fueron breves. Hubo tensiones y contradicciones en la imagen que Europa tenía de Asia que dieron pie tanto a actitudes colonialistas como a todo lo contrario, unas posturas expresadas sobre todo por Edmund Burke y Denis Diderot. El asombro ante la riqueza de las cortes asiáticas, tan palpable entre los viajeros del siglo XVII, había dado paso a una visión más escéptica, pero, como insiste el autor, a principios del siglo XIX, “la engreída presunción de superioridad estaba todavía al margen”. A mediados de siglo, “la conciencia de la superioridad europea, impulsada por la teoría de la civilización, produjo una nueva justificación para la expansión imperial: la fe en una misión civilizadora que aún hoy aqueja a muchos occidentales. La Revolución Francesa había preparado el terreno para ese sentido de misión, al proclamar los valores universales de progreso, y ahora se añadió un sentido de misión cristiana, así como la idea de que “la intervención de Occidente, más civilizado, era necesaria porque no era posible confiar en que las fuerzas de la evolución social madurasen por sí solas”.

¿No se parecen sospechosamente esas ideas decimonónicas a los argumentos de Estados Unidos y Europa para permanecer en Afganistán desde 2001, invadir Irak en 2003 y ofrecer el respaldo de la OTAN en 2011 a los libios que querían deshacerse de Muamar Gadafi? En el siglo XIX, “el sentimiento reforzado de excepcionalismo europeo en la era napoleónica se combinó con el ascenso de los nacionalismos en el continente con consecuencias paradójicas. Por un lado, fomentó una obsesión eurocéntrica que arrinconó a Asia a los márgenes de la conciencia pública y elevó el narcisismo colectivo de la primera civilización del mundo a niveles desconocidos. Por otro, abrió la puerta a una misión civilizadora laica cuyas ideologías exigieron la oportunidad de imponer su voluntad a un continente asolado por las crisis y vulnerable”. Ese excepcionalismo sigue al acecho en los pasillos del poder de Estados Unidos y Europa todavía hoy.

Para comprender todavía mejor la complejidad histórica de las relaciones entre Europa y China, el lector haría bien en consultar los dos últimos capítulos del magnífico libro de Joel Mokyr, A Culture of Growth: The Origins of the Modern Economy. Esta fascinante explicación de los factores que impulsan el crecimiento más allá del Estado y el mercado afirma que la raíz de la modernidad está en “la aparición de la fe en la utilidad del progreso” y que el momento fundamental ocurrió cuando “los intelectuales empezaron a considerar que el conocimiento era acumulativo”. Mokyr sostiene que la fragmentación política (la presencia de numerosos Estados europeos) permitió que prosperaran las ideas heterodoxas, porque, cuando un Estado trataba de reprimir las ideas y actividades de los empresarios, innovadores, ideólogos y herejes, estos podían huir fácilmente a un país vecino. Ese fue el factor que diferenció Europa de imperios unitarios y tecnológicamente avanzados como China e India. El Imperio del Centro contaba con la imprenta y  los tipos móviles, e India, en 1700, tenía un nivel científico y tecnológico similar al de Europa, y, pese a ello, la Revolución Industrial se produjo en el Viejo Continente, no en India ni en China. En Europa, la fragmentación política estaba unida a un “mercado integrado de ideas” en el que los intelectuales usaban el latín como lingua franca, disponían de una base intelectual común, el legado de la Europa clásica, y contaban con la institución paneuropea de la República de las Letras.

Hoy se ha cerrado el círculo, al menos en Asia, aunque todavía no en Oriente Medio. Cuando antes comprendan las clases dirigentes europeas y estadounidenses que su papel y su influencia en el mundo han disminuido, mejor será para todos y más probabilidades habrá de lograr la paz. Estos dos libros son lectura esencial para la nueva era asiática.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia