El asesinato del presidente haitiano podría ser parte de un proceso que implica diversos factores que van desde la desintegración violenta de Haití y el deficiente sistema de retiro de los efectivos militares en Colombia hasta la tendencia global de la privatización de la guerra.

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La policía acude al lugar donde el presidente de Haití fue asesinado, Puerto Príncipe, julio 2021. Stringer/Anadolu Agency via Getty Images

El reciente asesinato del presidente de Haití, Jovenel Moise, está rodeado de interrogantes sobre quiénes lo hicieron, y quién o quiénes ordenaron y eventualmente pagaron por la operación. Entre los aspectos relevantes del suceso destaca la presencia de 26 exmilitares colombianos, presuntos autores del crimen, en el marco de la tendencia global a utilizar fuerzas privadas de seguridad.

El asesinato es parte del proceso de desintegración violenta de las frágiles estructuras estatales de Haití que se extiende a lo largo del siglo XX, especialmente, a partir del fin de la siniestra dictadura de Papa Doc Duvalier en 1971. El país se independizó de Francia en 1804. Entre 1915 y 1934 fue ocupado por Estados Unidos.

Durante los últimos 50 años la población (11 millones, mayoritariamente descendientes de esclavos africanos) han visto pasar intervenciones de EE UU y una fuerza multinacional de la ONU, huracanes, epidemias, un terrible terremoto en 2010, la emigración de cientos de miles de ciudadanos hacia Estados Unidos, Canadá y República Dominicana, una sucesión de políticos corruptos e ineficientes, y ahora la presencia de mercenarios.

Las instituciones estatales han desaparecido al tiempo que se han multiplicado las bandas y la proliferación de armas. En la capital, Puerto Príncipe, actúan 95 grupos armados. Naciones Unidas y otras organizaciones denuncian las constantes acciones violentas de grupos criminales, tanto entre ellas como contra ciudadanos y la Policía y el Ejército (fuerzas, a su vez, acusadas de corrupción).

La violencia ha producido desplazamientos de población y crisis humanitarias que afectan a más de un millón de personas. Un informe publicado a principios de julio, elaborado por dos expertos estadounidenses en seguridad para Small Wars Journal, indicó que “las pandillas en Haití son la principal fuente tanto de actividad del crimen organizado como de inseguridad. Las bandas urbanas armadas en Puerto Príncipe están involucradas en el tráfico de drogas y armas, el crimen organizado y las guerras territoriales. Entre sus métodos se encuentran el asesinato, la violación y el secuestro. Además, [la nueva generación] tiene antecedentes mercenarios y políticos. Las pandillas en Haití se han utilizado específicamente como instrumentos para la consolidación política. Estas bandas, conocidas como baz o bandas de base, son instrumentos políticos. Comienzan como grupos de jóvenes, luego pasan a ser pandillas callejeras, y de ahí integran pandillas de tercera generación con objetivos políticos y territoriales, es decir, se convierten en grupos armados criminales”.

Paralelamente, Haití sirve para el tránsito de drogas entre Colombia y Estados Unidos. Los estupefacientes llegan a este país que no tiene control de sus costas, y desde ahí es transportada por mar a Puerto Rico para su posterior distribución en EE UU. Este tráfico vincula a bandas criminales de Haití con el crimen organizado colombiano.  Un informe de 2013 del International Peace Institute (IPI), de Nueva York, criticó a la misión de Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH) por no haber combatido a tiempo esta relación.

 

Exmilitares colombianos por el mundo

En el contexto de las múltiples cuestiones todavía sin aclarar sobre el asesinato del presidente Moise, destaca que el comando que presuntamente realizó el atentado estaba formado por colombianos ex miembros de las Fuerzas Armadas de su país (y dos haitianos estadounidenses). El director de la Policía colombiana, general Jorge Luís Vargas, ha informado que están investigándose a cuatro empresas de seguridad del país.

Uno de los colombianos, Francisco Eladio Uribe, está acusado de haber participado en las operaciones denominadas “falsos positivos” mediante la cual las Fuerzas Armadas capturaban civiles, los asesinaban y los presentaban como miembros de la guerrilla de las FARC.

No es la primera vez que exmilitares colombianos se ven implicados en operaciones llevadas a cabo en diversas partes del mundo por mercenarios o, como se les denomina para darles credibilidad, fuerzas privadas de seguridad. Varios factores se conjugan para que exoficiales de este país trabajen en empresas de seguridad privada.

En primer lugar, son profesionales bien considerados debido a que están entrenados, especialmente por Estados Unidos e Israel, entre otros países. Colombia es el principal receptor de ayuda militar de Washington en América Latina y país asociado a la OTAN.

Durante décadas las Fuerzas Armadas de Colombia han estado combatiendo a diversos grupos de guerrilla como las ex FARC y el ELN.  Especialmente a partir del año 2000, el Plan Colombia, financiado por EE U, mejoró la capacidad operativa y tecnológica del Ejército colombiano en contrainsurgencia e inteligencia.

En segundo lugar, Colombia tiene un deficiente sistema de retiro de sus efectivos. Alrededor de 6.000 miembros del Ejército e infantes de marina se jubilan al año. Una investigación de la publicación digital La Silla Vacía explica en detalle como al pasar a retiro entre los 40 y 50 años pierden beneficios sociales, se les reduce sus ingresos, pasando a recibir entre 300 a 500 dólares al mes si tienen algunos beneficios familiares extraordinarios.

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Militares colombianos patrullando en Calí. Gabriel Aponte/Vizzor Image/Getty Images

En la vida civil les resulta difícil encontrar trabajo, excepto en el gigantesco sector de la seguridad privada interna colombiana compuesto por 850 empresas que emplean a más de 300.000 personas.  El sistema de ascenso en las Fuerzas Armadas, además, es piramidal y restrictivo, lo que cierra las posibilidades de ascender.

Tercero, la diferencia entre el salario que cobra un oficial del Ejército y lo que recibe si trabaja para una empresa privada de seguridad internacional es muy grande. Por ejemplo, un soldado experto en contrainsurgencia entrenado por EE UU e Israel ganaba, según explica La Silla Vacía, 420 euros al mes, pero por el primer trabajo que le ofreció una empresa de seguridad para ir a Oriente Medio le pagaron 2.300 euros.

A la vez, en el mercado internacional de los contratistas privados de seguridad a los colombianos, al igual que los ex miembros de fuerzas armadas de otros países del Sur, les pagan mucho menos por sus servicios que a los estadounidenses y británicos. Como explica un informe del periódico El Espectador, se conoce la presencia de exmilitares colombianos contratados por empresas de seguridad en Irak, Libia, Afganistán, Yemen, Sudán, Sudán del Sur, México, América Central y luchando contra el autoproclamado Estado Islámico en Irak y Siria.

“Colombia tiene un excedente de personas capacitadas en tácticas letales”, indica Adam Isacson, investigador de la Washington Office on Latin America (WOLA). “Muchos de ellos han sido contratados por empresas privadas, a menudo en Oriente Medio.  Otros han acabado siendo pistoleros para narcotraficantes y terratenientes como paramilitares".

Un dato adicional importante es que en 1989 se logró pactar en el marco de Naciones Unidas la Convención Internacional contra el reclutamiento, la utilización, la financiación y el entrenamiento de mercenarios, pero Colombia no forma parte de ella. Esto exime al Estado colombiano de eventuales responsabilidades, pero también deja en situación de vulnerabilidad legal a los exmilitares contratados como mercenarios.

 

La guerra privada

A estos factores específicos sobre Colombia se suman otros de naturaleza más general.

Por un lado, la demanda de los servicios de empresas privadas de seguridad aumentó en las últimas décadas. Especialmente, EE UU ha requerido sus servicios en las guerras en Afganistán e Irak. En ambos casos, los diferentes gobiernos estadounidenses complementaron a sus Fuerzas Armadas con mercenarios con el fin de evitar tener bajas propias, en las impopulares guerras lejanas.

Rusia también cuenta con poderosas empresas privadas de seguridad como Wagner Group, que ha desplegado sus contratados en Crimea, Ucrania, Siria, Libia y, según una reciente denuncia de la ONU, en la República Centroafricana.

Por otro, la demanda también aumentó, paradójicamente, entre Estados muy ricos y otros muy pobres. En los primeros, como los Emiratos Árabes Unidos (EAU), por la falta de tradición y experiencia en contar con ejércitos profesionales. El Gobierno de este país contrató en 2015 a  Reflex Response Security Consultants, empresa de seguridad de EE UU, para organizar sus Fuerzas Armadas. El ejército de Emiratos cuenta con 800 efectivos latinoamericanos de los cuales 450 son colombianos. Los EAU, además, contratan mercenarios de Colombia, Panamá, El Salvador y Chile, mientras que Arabia Saudí los importa de Sudan, Chad y Eritrea para pelear en la guerra civil en Yemen.

Entre los más pobres, como Liberia y Sierra Leona, el colapso de estados institucionalmente frágiles se entrecruzó en los 90 con el interés de grupos privados de seguridad por su riqueza mineral. David J. Francis, de la Universidad de Bradford, considera que estas organizaciones de mercenarios facilitaron la explotación de recursos africanos por potencias extranjeras.

En 2004 el gobierno de Estados Unidos contrató a la empresa privada de seguridad DynCorp International para reformar casi desde la nada el Ejército de Liberia. En otros casos, las fuerzas armadas son corruptas y con limitada capacidad operativa. Es el caso de Nigeria que en los últimos años ha contratado mercenarios para luchar con el grupo terrorista yihadista Boko Haram.

Sean McFate, professor de estrategia en el College of International Security Affairs en la  National Defense University, indica: “El auge de los mercenarios está produciendo un nuevo tipo de amenaza, la guerra privada, que amenaza con el caos. Es literalmente la mercantilización de la guerra, donde la fuerza militar se compra y se vende como cualquier otra mercancía”.

 

Conexiones complicadas

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Dos miembros de una banda criminal con un arma en Puerto Príncipe, Haití. Alpeyrie/ullstein bild via Getty Images

Familiares de los colombianos que murieron en Haití la semana pasada dicen que no sabían a qué misión iban, y que fueron engañados. Sugieren, inclusive, que iban a defender al presidente cuando fueron capturados. Algunos analistas haitianos sugieren que el mandatario fue asesinado por su propia guardia de seguridad.

Otra hipótesis es que fuese una operación con diversos actores, en las que unos cubrieran, incluso sin saberlo, las acciones de otros.  En la desintegración violenta de Haití, en la que el mismo presidente Moise se había apoyado en bandas criminales, las posibilidades son diversas, y nada asegura que se llegue a saber quien organizó la operación. Pero la presencia de exmilitares colombianos es parte de una peligrosa tendencia. El profesor Juan G. Tokatlian (de la Universidad Torcuato di Tella, Buenos Aires), experto en Colombia y narcotráfico, indica que sería necesario “analizar y poner en relación el Plan Colombia, los falsos positivos, los mercenarios, los militares retirados y el crimen organizado”.