
El nuevo marco geopolítico mundial, la reaparición de Mahmud Ahmadineyad y la reedición del pulso político y generacional entre la vieja guardia y el movimiento ultraconservador mesiánico que lidera el ex presidente iraní explican la nueva oleada de protestas en el país.
En junio de 2009, apenas conocidos los resultados que confirmaban la reelección del entonces presidente, el ultraconservador Mahmud Ahmadineyad, cientos de miles de iraníes, en su mayoría jóvenes pertenecientes a las clases acomodadas, salieron a las calles de Teherán y otras grandes ciudades del país para denunciar lo que definían como una victoria amañada en favor del controvertido mandatario. Impelidos por la ilusión que había suscitado en campaña su oponente aperturista, Mir Husein Musaví, y al grito de “¿Dónde está mi voto?”, el incipiente “movimiento verde” de reforma –prólogo persa de las futuras “primaveras árabes”– llenó plazas y avenidas con una marea de concentraciones y marchas, en un principio pacíficas. Presionado tanto por los reformistas como por la nueva hornada de ultraconservadores –liderados por el propio Ahmadineyad, cabecilla de una corriente ansiosa por reemplazar a la generación que en 1979 derribó al último Sha de Persia–, que aprovecharon la oleada de indignación para tratar de avanzar en su propia agenda secreta, la vieja guardia optó una vez más por la represión y la extrema violencia. Primero, contra Musaví y sus seguidores, que con el devenir de los días habían comenzado a evolucionar y a convencerse de que podían mutar en un ambicioso movimiento protorevolucionario capaz de generar una grieta en la opresiva teocracia iraní, sacudir sus ásperos cimientos y forzar un cambio final de régimen.
Sostenido en sus dos principales brazos ejecutores –las milicias populares Basij y la Guardia Revolucionaria, cuerpo de elite fundado por el propio Alí Jameneí–, el régimen apaleó, arrestó y mató sin contemplación a sus ciudadanos. Acusó a las potencias extranjeras de azuzar las movilizaciones –en aquella ocasión con cierto motivo, ya que el peso de los enfrentamientos lo sostuvo el grupo opositor en el exilio Mujahidin Jalq, tutelado por Francia y vinculado a la CIA y el MI6 británico–, expulsó a la prensa extranjera desplazada para los comicios, bloqueó los accesos a Internet, las cadenas satélites y cualquier información proveniente del exterior; encarceló a los líderes reformistas, pese a ser revolucionarios de primera hora, y suprimió a sangre y fuego, con total impunidad, un movimiento surgido de un pueblo cansado pero incansable al que animaba el aroma de libertad y el color de la esperanza en un mañana distinto.
Después, se aplicó en el castigo a Ahmadineyad y a esa llamada “segunda generación de la Revolución”, la de aquellos jóvenes radicales que lucharon desde las trincheras contra la dictadura del Sha y que ahora reclaman su botín. Una corriente mesiánica, ultra religiosa y más hostil si cabe a Occidente, ávida de poder y dinero, que ha crecido durante la última década e inquieta aún más a al ...
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