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Trabajadores de un catering tiran 3 toneladas de alimentos caducados a la basura en Changsha, China. (Yang Huafeng/China News Service via Getty Images)

Si queremos garantizar a todo el mundo el acceso a una reserva alimentaria saludable y suficiente, en un mundo cada vez más afectado por el cambio climático y las limitaciones de los recursos, debemos tomar medidas ya.

La ralentización económica mundial provocada por la COVID19 ha hecho que la huella ecológica global, que mide las marcas que deja el ser humano en la naturaleza, se haya reducido casi un 10% respecto al año pasado. Como consecuencia, el Día del Sobregiro de la Tierra será el 22 de agosto, mientras que en 2019 fue el 29 de julio. En ese día, la humanidad habrá utilizado todo lo que la naturaleza puede reponer en todo un año.

La reducción de la huella ecológica ha sido inesperada, debida a las medidas de confinamiento impuestas por los gobiernos para frenar la pandemia. Por consiguiente, no puede confundirse con un avance hacia la sostenibilidad. Es una variación sobrevenida debido a un desastre mundial, y no, en absoluto, una transformación minuciosamente planificada. Ahora bien, sí nos indica la dirección posible. Y subraya la necesidad urgente de actuar cuanto antes para asegurar un futuro en el que todos podamos vivir bien dentro de las posibilidades de nuestro planeta.

Empezando por los alimentos. Aproximadamente, la mitad de la biocapacidad de la Tierra está ya ocupada por la producción de alimentos. Nuestra forma de producir, distribuir y consumir comida determina el 70% de la pérdida de agua potable y el 37% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero.

La pandemia de la COVID19 ha puesto de relieve las fragilidades del sistema alimentario mundial. Ha provocado cierres de fronteras e interrumpido las cadenas de suministro, lo que ha agravado la desnutrición y la pérdida y el despilfarro de alimentos. Desde el campo hasta el vertedero, pasando por la mesa, es necesario hacer un drástico rediseño que nos permita abordar la sindemia mundial de cambio climático, desnutrición y obesidad.

El sistema alimentario actual consume mucha energía. Por término medio, utilizamos 5,7 calorías de combustible fósil para producir cada caloría de producto lácteo o de carne, dejando aparte la cocción. Con el pan y los cereales, usamos aproximadamente 1 caloría. Además, muchos cultivos y alimentos para el ganado se transportan a gran distancia antes de llegar al consumidor, ya que menos de un tercio de la población mundial satisface su demanda con alimentos cultivados en un radio de 100 kilómetros.

La mecanización creciente de las labores agrarias y la revolución verde han permitido que las reservas de alimentos se mantengan a la altura de las necesidades de una población en aumento desde hace seis décadas. Pero también han puesto en peligro los ecosistemas naturales, y eso ha afectado a la productividad: frente a un ritmo anual de aumento de la productividad del 1,7% entre 1961 y 2007, se prevé que las producciones de los principales cultivos básicos aumenten apenas un 0,8% anual en el periodo 2007-2050. Al mismo tiempo, el valor nutritivo de los alimentos ha disminuido, porque las calorías vacías se han convertido en la comida más barata y fácil de conseguir, con el consiguiente incremento de la obesidad y otras enfermedades no transmisibles.

Los largos circuitos que conforman el sistema alimentario mundial están llenos de vulnerabilidades. Por ejemplo, el aumento del nivel del mar y las subidas de las temperaturas a causa del cambio climático en Vietnam —el segundo país exportador de arroz del mundo— han derivado en varias estaciones de malas cosechas, lo que, a su vez, ha provocado escasez en muchos países. Las restricciones de movilidad para los temporeros en época de cosecha pueden hacer que los cultivos se pudran, como vimos recientemente en Reino Unido e Italia, y eso repercute en la economía local y la reserva de alimentos. El hecho de que unos países necesiten los recursos de otros se convierte en un problema grave cuando se interrumpen los intercambios comerciales o incluso se cierran las fronteras —como está pasando con la COVID19—, unos factores que aumentan las posibilidades de que determinados países sufran crisis alimentarias.

La alimentación influye en nuestro futuro. Es un acto político, como dice Wendell Berry. Cada comida nos da, como ciudadanos y consumidores, la oportunidad de construir unos sistemas alimentarios resilientes: comprar a agricultores locales hace que la cadena de suministro se acorte a un solo grado de separación entre productor y consumidor, y eso refuerza la resiliencia de los centros locales de producción de alimentos; escoger alimentos de producción local y obtenidos mediante prácticas regenerativas contribuye a descarbonizar el sistema alimentario y mejora los ecosistemas naturales de los que dependemos; consumir preferentemente alimentos de origen vegetal y sin procesar impulsa el ciclo saludable y de bajo carbono de la relación entre el ser humano y la Tierra. Garantizar dietas sanas y sostenibles para todos es posible, pero para ello hay que proporcionar una mezcla de rentas más altas, ayuda nutricional y precios más bajos a una población de hasta 3.000 millones de personas, según la FAO. Y no olvidemos que prevenir el desperdicio de comida es esencial para reducir nuestra huella alimentaria: entre el campo y la cocina, se pierde o se despilfarra más de un tercio de los alimentos.

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Un hombre coge alimentos tirados a la basura en Corabastos, Colombia. (John W. Vizcaino/VIEWpress/Corbis via Getty Images)

Los gobiernos son muy conscientes de que están en juego la resiliencia alimentaria y la salud pública de sus respectivas naciones. La Oficina Regional para Europa de la Organización Mundial de la Salud está trabajando en la elaboración de unas Pautas Dietéticas para la Salud y la Sostenibilidad con el fin de proporcionar a los países las mejores sugerencias para la formulación de políticas sólidas. Gracias al esfuerzo del exdirector general de la FAO José Graziano da Silva, los gobiernos están cada vez más atentos al despilfarro de alimentos: en febrero de 2016, Francia promulgó la Ley Garot, una norma destinada a reducir el desperdicio de alimentos a la mitad y desviar 5 millones de toneladas de excedentes de comida de los vertederos antes de 2025. Francia sigue ocupando la primera posición en el Índice de Sostenibilidad Alimentaria. Italia aprobó una ley similar en agosto de 2016. Y hace poco la Unión Europea publicó la Estrategia de la granja a la mesa para crear un sistema alimentario resiliente, equitativo y saludable que se convierta en el patrón global de la sostenibilidad.

En la producción de alimentos, la vía hacia la resiliencia está minuciosamente trazada gracias a la Evaluación Internacional del papel del Conocimiento, la Ciencia y la Tecnología en el desarrollo Agrícola (IAASTD). Los 58 países firmantes dicen que están de acuerdo con más de 400 científicos de todo el mundo en que “no podemos seguir actuando como hasta ahora” y en que hay que eliminar gradualmente el petróleo de la agricultura mientras desarrollamos prácticas agroecológicas que mejoren la productividad de forma sostenible, gracias a un tejido resistente de pequeñas explotaciones familiares. Por desgracia, solo un par de países han cumplido lo firmado y han actualizado sus políticas agrarias con la incorporación de directrices que favorecen la ecología en la agricultura, a pesar de la defensa que hace de ella Olivier de Schutter, antiguo relator especial de Naciones Unidas sobre el derecho a los alimentos.

A medida que la COVID19 invade las comunidades de todo el mundo, una lección esencial es que el acceso a alimentos saludables no puede darse nunca por descontado. El Día del Sobregiro de la Tierra es un argumento más: podemos atrasar la fecha 32 días si mejoramos la resistencia y la sostenibilidad del sistema alimentario. La forma está a la vista: un sistema alimentario descarbonizado, regenerativo, de proximidad, sin desperdicios y en función de las estaciones, que permita que nuestros platos se llenen de comida sana, cultivada de forma sostenible, predominantemente vegetal y sabrosa.

Hacen falta políticas sensatas, sin duda. Pero una de las herramientas más poderosas para llevar a cabo esta transformación es quizá el tenedor con el que comemos.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia