Jóvenes activistas climáticos en Turquía que exigen acciones contra la crisis climática. (Erhan Demirtas / NurPhoto via Getty Images)

La región ya sufre los graves efectos del cambio climático, pero el activismo medioambiental es duramente reprimido por unos regímenes que temen que estas acciones deriven en protestas más amplias.

El futuro que ya está aquí será más caliente y más seco. Pero en algunos sitios será mucho peor que en otros y los expertos coinciden en que en algunas de las regiones que menos contribuyen al calentamiento global será donde más se sufran sus consecuencias. La hambruna en Madagascar, de la que estamos oyendo hablar tras el huracán mediático de la Cumbre del Clima de Glasgow, es sólo un ejemplo. En Oriente Medio la temperatura está aumentando entre 1,5 y 2 veces más rápido que en el resto del mundo. Se han batido consistentemente todos los récords de temperatura en los últimos años. La temperatura más alta registrada en la región hasta la fecha fue de 54 grados centígrados en Mitribah, Kuwait en 2016. En la misma semana, Basora en Irak registró 53,9 grados. Con el nivel actual de emisiones de gases de efecto invernadero, la región sufrirá olas de calor abrasadoras y condiciones de vida inasumibles. Sin embargo la impresión, echando un vistazo al movimiento en las imágenes que vemos a diario en Europa, es que el activismo medioambiental es cosa de Occidente. La BBC se preguntaba hace un año en un reportaje, si dicho movimiento era “demasiado blanco y de clase media”.

Obviando el sesgo (racismo) heredado y el orientalismo prevalente aún en nuestros días que propician menos presencia mediática, lo cierto es que las voces de aquellos y aquellas que se la juegan por defender el medio ambiente en el Norte de África y Oriente Medio parecen oírse menos. Lo cual no es de extrañar si consideramos que muchos de los países de esa región han vivido o viven inmersos en conflictos de mayor o menor gravedad durante décadas, por lo que “en muchos casos tienen asuntos más acuciantes que solventar”, apunta Peter Schwartzstein, periodista ambiental independiente y becario no residente del Centro para el Clima y la Seguridad. Pero además, Schwartzstein subraya que muchos de estos países tienen gobiernos que no admiten críticas. “Los activistas que se preocupan por conseguir agua potable o que llevan años luchando para que se impongan restricciones a la caza furtiva y el tráfico de especies protegidas, o aquellos que presionan para que se implementen acciones contra el cambio climático no sufren mejor suerte que aquellos que protestan contra la ausencia de derechos humanos”, señala. Se han enfrentado a la cárcel, en el mejor de los casos, y a todas las dificultades que cualquier otro activista medioambiental sumadas a las específicas de una región donde sistemáticamente se censura y restringen las críticas.

Pone un ejemplo: Amirhossein Khaleghi, en Irán, pasó años siguiendo el rastro de guepardos y leopardos persas. Lograr evitar su extinción le valió acabar en la cárcel junto a otros conservacionistas acusados de “sembrar corrupción en la tierra”. Una acusación que puede acarrear la pena de muerte. Finalmente un tribunal les condenó a penas de hasta 10 años de cárcel.

Algunas de las principales protestas que se han visto recientemente en las calles de Irán, precisamente, han sido por la escasez de agua. Y han sido reprimidas por la fuerza, dejando este verano varios muertos, como denuncia la ONG Human Rights Watch. ¿Con qué facilidad esas protestas podrían cohesionar un movimiento más amplio que aglutinara otro tipo de demandas? La eterna sospecha. Una década después de los alzamientos de la Primavera Árabe, los sátrapas locales no quieren arriesgarse a que aquel movimiento catalizador vuelva a cobrar impulso. “El riesgo está ahí”, apunta Schwartzstein, y no van a asumirlo.

El hecho de que se trate de una tendencia global, es aún más amenazador. El caso de Khaleghi, así como el de otros activistas recuerda a sucesos como el del asesinato de Berta Cáceres, o las amenazas que reciben ambientalistas en Brasil, Honduras o El Salvador. Si la Primavera Árabe puso de relieve unas demandas comunes de libertad, dignidad y justicia social contra el sistema establecido; si alzó la voz contra la brutalidad policial y la desigualdad económica inspirando otros movimientos muy lejos de la región (Chile, España, Grecia, Estados Unidos…), el cambio climático podría ser una causa común que volviera a demostrar la proximidad transfronteriza de activistas en todo el mundo. La permeabilidad de esas líneas imaginarias marcadas en los mapas que delimitan países y regiones.

Sólo hay que recordar cómo en Turquía la protesta contra la destrucción del parque Gezi, cerca de la plaza de Taksim en Estambul en 2013, se transformó en una serie de demandas más amplia contra el autoritarismo del entonces primer ministro y ahora presidente, Recep Tayyip Erdoğan. La superficie forestal de Estambul se había reducido en 30.000 hectáreas, en 2014, el equivalente a 60.000 estadios de fútbol, según informaciones publicadas en la prensa local, que culpaba al desarrollo implacable y los mega proyectos acometidos en los últimos años, como el del nuevo aeropuerto. Erdoğan ha acusado regularmente a los activistas ambientales de obstaculizar el desarrollo económico de Turquía.

Si en la mayoría de países que en 2011 protagonizaron protestas similares la ciudadanía aprendió que podía poner en jaque a sus gobiernos y perdía el miedo a hablar (un logro que reivindican muchos de sus participantes como el principal de la Primavera Árabe), lo cierto es que los gobernantes aprendieron que había que poner la venda antes de la herida. Buen ejemplo de ello son Egipto, con más de 60.000 prisioneros políticos, la mayoría con cargos de terrorismo, y Turquía donde hasta junio de 2019, casi 50.000 presos habían sido acusados o condenados por delitos de terrorismo, según el Ministerio de Justicia.

Cualquier espacio de disidencia es eliminado antes de cohesionar. Schwartzstein menciona, por ejemplo, las dificultades a las que se enfrentan los activistas medioambientales para conseguir muestras o datos. “También es ilegal que ONG intenten recolectar sus propias cifras sin permiso”, señala. Algo que también ocurre en el caso de los periodistas, a los que se les prohíbe publicar datos no oficiales. Incluso aquellos útiles que los conservacionistas necesitan para el rastreo de especies, por ejemplo, como el GPS, levantan sospechas.

Estudiantes intentan evitar que su escuela se inunde haciendo una barrera con sacos llenos de tierra después de que subiera el nivel del agua del Nilo, en la región de Kelakla de Jartum, Sudán (Mahmoud Hjaj / Agencia Anadolu via Getty Images).

No es de extrañar que a Egipto le preocupen tanto las cifras sobre el agua o el incremento del nivel del mar. Oriente Medio y África del Norte se enfrentan actualmente a una escasez extrema de agua, 12 de los 17 países con mayor estrés hídrico en el planeta están en la región. Jordania ha visto sus reservas de agua potable extinguirse, lo que ha forzado que vuelva sus ojos al vecino Israel, líder en desalinización de aguas del Mediterráneo, con el que por otra parte, se encuentra en lados opuestos del tablero geopolítico, en asuntos como el proceso de paz árabe-israelí.  El cambio climático complicará aún más las cosas: un estudio del Banco Mundial apunta que la región tendrá las mayores pérdidas económicas derivadas de la escasez de agua relacionada con el clima, estimada entre un 6% y 14% del PIB para 2050. Egipto, Sudán y Etiopía llevan años inmersos en una disputa que no avanza ni retrocede tras la construcción en este último país de la Gran Presa del Renacimiento. La controversia sobre su llenado y cómo afectará a la cuota de agua del Nilo de los Estados río arriba abrió el debate sobre un posible conflicto armado y el Presidente egipcio, Abdel Fatah El Sisi, ha afirmado que hará “lo que sea necesario” para salvaguardar los intereses de su país.

Las sequías, el empeoramiento de la contaminación y el aumento de las temperaturas están contribuyendo a la escasez de recursos en los últimos años. El Banco Mundial declaró en 2016 que la región MENA se encuentra entre los lugares más vulnerables del planeta al aumento del nivel del mar. Pronosticando un ascenso de 0,5 metros para 2099. En su informe advertía que “las áreas costeras bajas en Túnez, Qatar, Libia, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y especialmente Egipto corren un riesgo particular”. Alejandría, en la costa mediterránea del país árabe más poblado se hunde. Las mareas altas están inundando los sótanos de los edificios cerca del paseo marítimo de la ciudad, lo que ha provocado derrumbes. El Delta del Nilo, en el que se encuentra Alejandría, por el contrario, disminuye. La construcción de la presa de Asuán y la extracción de agua río arriba han reducido el caudal del Nilo, disminuyendo la cantidad de limo que deposita el río. Y sin limo para reponer los suelos del delta toda el área está desapareciendo.

Cuando se producen denuncias de la situación o se intenta recabar datos, como en el caso de Khaleghi muchos defensores del medio ambiente son “arrestados o forzados al exilio”. El principal naturalista del país africano, Abubakr Mohammad, acabó huyendo a Gran Bretaña hace dos años, explica el periodista, después de ser arrestado al menos 15 veces en una década por documentar la rápida desaparición de la flora y la fauna local.

Algo que no ha evitado que la ciudadanía empiece a percibir los efectos de ese cambio climático y actúe. El Kurdistán iraquí, como Irán, también protestaba este verano por el acceso al agua, porque el impacto en los conflictos regionales y políticos ya empieza a dejarse notar. Más de 12 millones de personas en Siria e Irak están perdiendo el acceso al agua, los alimentos y la electricidad debido al aumento de las temperaturas, los niveles récord de lluvias y la sequía, que están privando a las personas en toda la región de agua potable y para la agricultura. Siria, como Jordania, se enfrenta actualmente a su peor sequía en 70 años, en lo que muchas ONG describen como una “catástrofe sin precedentes”. “Se espera que la potencial intensificación de las olas de calor en el medio ambiente ya severo, caluroso y árido de Oriente Medio y el Norte de África tenga impactos negativos directos en la salud humana, la agricultura, el nexo entre el agua y la energía y muchos otros sectores socioeconómicos”, declaraba recientemente a la cadena Al Jazeera Paola Mercogliano, directora de impactos hidrogeológicos de la Fundación CMCC (Centro Euro-Mediterraneo sui Cambiamenti Climatici).

En 2018, la región MENA emitió 3.200 millones de toneladas de dióxido de carbono y produjo el 8,7% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Las olas de calor durarán 118 días en 2100 y aumentarán las tormentas de arena asociadas con períodos de sequía más prolongados, según estudios del Instituto Max Planck alemán. Debido a ese incremento de las temperaturas previsto, hacia finales de siglo las ciudades de la región podrían volverse inhabitables, una verdad que ningún dictador podrá encerrar ni forzar al exilio.