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La ruptura de relaciones y el boicot a Qatar es un episodio más de la ofensiva contrarrevolucionaria de Riad para enterrar el islam político en Oriente Medio y el Norte de África.

Avanzado 2010, Qatar, un pequeño emirato rico en gas situado en el corazón del golfo Pérsico, era famoso a nivel mundial por dos razones principales: la cadena de televisión Al Jazeera, la más influyente del mundo árabe, aquella que convirtió en una estrella mediática a Osama bin Laden y cambió para siempre los anquilosados patrones de los medios de comunicación en árabe; y por su insólita -y controvertida- designación como sede del Mundial de fútbol 2022, el mayor evento deportivo planetario después de los Juegos Olímpicos. Pocos sabían, sin embargo, que ambos hitos, junto al meteórico crecimiento de su línea aérea de bandera -Qatar Airways-, el patrocino de equipos de élite -como el Fútbol Club Barcelona- y su progresiva presencia como mediador en conflictos internacionales como el de Palestina formaban parte de una estrategia diplomática más amplia que, sostenida en el potencial económico que le otorga poseer el yacimiento de gas más feraz del mundo, buscaba ejercer una mayor influencia en la política regional. Apenas unos meses después, “la revolución de los jazmines”, que derrumbó la dictadura de Zinedin el Abedin Ben Alí, y el subsiguiente estallido de las ahora fracasadas “primaveras árabes” brindaron al entonces emir de Qatar, Hamad bin Khalifa al Thani (1995-2013), la ocasión soñada para propulsar ese ambicioso proyecto, como explica con acierto el investigador alemán Kristian Coates Ulrichsen en su libro Qatar and the Arab Spring (Oxford University Press): “Los responsables qataríes vieron en los disturbios que estallaron en Túnez, Egipto y Libia en los primeros meses de 2011 una oportunidad que había de ser aprovechada, antes que un desafío que debía contenerse”, escribía en 2014. “Durante las semanas y meses siguientes, Qatar desempeñó un papel vital no solo en la configuración de la emergente narrativa de las protestas, a través de la cadena Al Jazeera con sede en Doha, sino también en la movilización del apoyo árabe, primero para la intervención liderada por la OTAN en Libia en marzo de 2011, y después para aislar diplomáticamente a Bachar al Asad al tiempo que el conflicto civil escalaba en Siria”, argumentaba. La cúspide de este intervencionismo, como bien señala el propio autor, fue la conquista en agosto de ese año de la fortaleza de Bab al Aziziya, en Trípoli, símbolo de la ulterior derrota del acorralado Muamar al Gaddafi.

En aquellos días de zozobra y muerte, el ramillete de periodistas y activistas que acompañábamos a los rebeldes libios en la montañas occidentales de Nafusa éramos plenamente conscientes de que aviones de las fuerzas aéreas qataríes se habían sumado a los bombardeos aliados contra las tropas del dictador, ataques que facilitaron el triunfo de los alzados. Y sabíamos que parte de las armas que portaban aquellos milicianos -bajo el mando de Abdel Hakim Belhaj, antiguo líder de la oposición islamista radical a Al Gaddafi y presunto socio de la organización Al Qaeda-, llegaban a través de Doha, en especial los fusiles de asalto belgas FN y las lanzaderas antitanque MILAN, de fabricación francesa, que se usaban. Pero aquel día, nos sorprendió observar cómo un hombre, presunto agente de la inteligencia qatarí, izaba la bandera de su país en el abandonado complejo militar.

Fue precisamente ese apoyo a grupos vinculados ideológicamente al islam radical en general, y al movimiento egipcio de los Hermanos Musulmanes en particular, lo que haría que en los meses siguientes el emirato pasara de ser percibido como un aliado de Occidente en su quimera reformista a un potencial peligro, en especial a los ojos de Arabia Saudí, en ese momento la gran perjudicada de ese maremoto de libertad panárabe que enseguida identificó como una amenaza sistémica. Preocupado por la aparición pública de las pruebas que le vinculaban con el yihadismo internacional -cada vez más evidentes- y espantado por el decidido acercamiento de la administración Obama a su antagonista persa, el reino wahabí tardó en reaccionar. Pero cuando lo hizo, optó por su tradicional crudeza, ajena a los derechos humanos. Primero, aplacó su propia “primavera” con una potente dosis de represión, violencia y petrodólares. Y después recurrió a su tupida red mundial de mezquitas y asociaciones caritativas wahabíes -numen del yihadismo internacional- para lanzar una ofensiva contrarrevolucionaria y tratar de retener el liderazgo del universo suní que se arrogaba, y que sentía se había puesto en entredicho. Bahréin -reino al que Riad envió un millar de soldados para sostener a la dinastía hermana de los Al Khalifa, cuestionada por una mayoría que exigía libertades y justicia social- y Yemen -testigo aún de una cruenta guerra en la que la aviación saudí ha matado a miles de civiles- fueron los primeros escenarios de una acometida que en los meses siguientes evolucionaría desde su primitivo planteamiento sectario y se trasladaría al terreno ideológico en Egipto, Siria, Libia e incluso Túnez. “En respuesta a las primaveras árabes, el sectarismo devendría en la estrategia contrarrevolucionaria preventiva saudí, exagerando las diferencias religiosas y el odio, y evitando el desarrollo de políticas nacionales no sectarias”, advertía en aquellos días la intelectual saudí Madawi al Rasheed. “A través de las prácticas y el discurso religioso, el sectarismo en el contexto saudí no responde únicamente a la politización de las diferencias religiosas, sino que abre una brecha entre la mayoría suní y la minoría chií”, agregaba Al Rasheed, catedrática en la prestigiosa London School of Economics.

El rey saudí, Salman bin Abdulaziz, acompaña al emir qatarí, Sheikh Tamim bin Hamad al-Thani, en Riad. Fayez Nureldine/AFP/Getty Images

Cierto en lo que respecta a Bahréin y Yemen -y en parte en Siria-, el conflicto devino en un pulso de cariz político e ideológico en Egipto, Libia y Túnez. Espantada ante el ascenso de los Hermanos Musulmanes, apoyados por Qatar, en el país de los faraones, Riad volcó sobre todo su peso económico y diplomático sobre el sector más conservador del Ejército egipcio y respaldó el golpe de Estado que finiquitó el gobierno de la Hermandad y apoltronó en la presidencia a Abdel Fatah al Sisi, un dictador a la antigua usanza, más tosco y apremiado que el desposeído y añorado Hosni Mubarak. En Libia, armó y favoreció -a través de su aliado emiratí- las aspiraciones del general Jalifa Hafter, un ex miembro de la cúpula militar que aupó al poder a Al Gaddafi en 1969 y que años después, reclutado por la CIA, se convirtió en su principal opositor desde el exilio dorado en Virginia. Y a todos aquellos grupos armados -incluidos algunos yihadistas– que se oponían al gobierno islamista salido de las urnas, al que financiaba y políticamente respalda Doha. Su objetivo primordial en Siria fue, igualmente, debilitar el Consejo Nacional Sirio (SNC), primer gobierno de oposición en el exilio, establecido en Turquía, financiado desde Qatar y dominado por la rama local de los Hermanos Musulmanes. Consagrados los propósitos, Riad miró entonces hacia su vecino. En marzo de 2014, Arabia Saudí y sus dos principales aliados en el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) Pérsico -Emiratos Árabes Unidos y Bahréin- retiraron sus embajadores en Doha y acusaron a Qatar de violar las normas del selecto club e interferir en los asuntos internos de sus miembros. Fue el primer aviso. “La más seria y visible manifestación de las tensiones que bullen bajo la superficie de las políticas en el Golfo”, en palabras de Ulrichsen. “La decisión refleja la profunda y continuada ira que sienten Riad y Abu Dabi por la política de Qatar durante las primaveras árabes”, concluía en un largo artículo publicado en 2014 en la página web del prestigioso think tank Carniege Endowment for International Peace.

La radical decisión tres años después de cortar definitivamente las relaciones y forzar un boicot árabe a Qatar se antoja el último episodio de esa ofensiva contrarrevolucionaria saudí y la antesala de un golpe que amenaza con enterrar la única transición política que ha sobrevivido al forzado colapso de las ilusionantes primaveras árabes. Superado el primer semestre de 2017, el reino wahabí se siente, de nuevo, más fuerte. El añoso cesarismo vuelve a extenderse en la región y en las principales capitales occidentales -dícese Washington y Londres, pero también Moscú- se han instalado gobiernos conservadores más proclives al trasnochado y cruel autoritarismo que dominó y arruinó la segunda mitad del funesto siglo XX. Aventado el espectro de Barack Obama -con el que la familia Real saudí mantuvo una compleja y tirante relación-, Riad ha descubierto en Donald Trump un socio natural, y en el comercio de armas un sustituto perfecto para la antigua avidez estadounidense por el petróleo, ahora saciada. El acuerdo firmado semanas atrás por valor de 100.000 millones de dólares convierte al reino wahabí en el segundo importador mundial de armamento -solo por detrás de India- y le vacuna contra aquellos que denuncian, con pruebas, su connivencia con la red yihadista internacional y su pertinaz y flagrante violación de los derechos humanos. Al igual que la pléyade de neoconservadores, militares y lobbistas de la industria armamentística que pululan y cabildean en los pasillos del Congreso y de la Casa Blanca, la corte del rey Salman fantasea con la posibilidad de recuperar aquel Oriente Medio polarizado, hijo tardío y bastardo de la Guerra Fría, que la Administración Reagan dibujó con el aislamiento de Irán en el estertor de la pasada centuria. Pero si un legado han dejado las malhadadas primaveras árabes es la muerte de aquel viejo orden y la florescencia de un tercer eje, formado por Qatar y Turquía, con el vetusto islam político como base.

Una de las batallas cruciales de esta nueva guerra diplomática árabe se desarrolla en el norte de África. Ni Marruecos, ni Argelia, ni Túnez, ni el Gobierno libio sostenido por la ONU en Trípoli han cercenado sus lazos con Doha. Solo Mauritania ha sucumbido al chantaje saudí. Todos ellos por diferentes razones. Atrapado entre dos fuegos, Rabat trata de nadar entre dos aguas y capear el temporal asumiendo un posible papel de mediador. La familia Real marroquí mantiene una amistad estrecha y arraigada con la saudí, pero en los últimos años Qatar se ha convertido en uno de los principales inversores del reino magrebí, con decenas de proyectos multimillonarios. Argelia ha mantenido tradicionalmente un relación distante con Riad mientras que Túnez vadea desde hace meses la crisis económica que amenaza su exitosa pero débil transición democrática gracias al músculo financiero y los préstamos blandos de Doha. El hilo conductor es Rachid Ghannouchi, legendario líder del movimiento islamista Ennhada, bastión igualmente del islam político. Legalizado tras la revolución y vilipendiado durante los años posteriores del gobierno tripartito, la formación es en la actualidad la primera fuerza parlamentaria y el estribo que sostiene el Ejecutivo del tecnócrata Yusef Chaheed. Más cohesionado y mejor organizado que sus rivales, y fuertemente arraigado en las zonas urbanas más deprimidas y en las áreas rurales -que congregan a la mayor parte de la población-, Ennahda se perfila como el futuro ganador de las elecciones locales -previstas para diciembre de este año- en caso de que finalmente se celebren, y como el partido mejor posicionado de cara a los comicios presidenciales de 2019. Una expectativa hórrida para la casa de Saud, que observa en el islam político y en su tesis de un gobierno islámico el enemigo sistémico del wahabismo.

Túnez y Ghannouchi aparecen también como un elemento desestabilizador de Libia en la narrativa saudí. En noviembre pasado, el líder de Ennahda instó a la reconciliación entre el antiguo gobierno islamista pro qatarí, considerado rebelde desde que se negó a entregar el poder perdido en las urnas en 2014, y los nostálgicos del derrocado régimen gadafista. Siete meses después, la ofensiva emprendida por el ministerio tunecino de Interior ha puesto de relieve las fétidas relaciones entre pudientes hombres de negocios locales y el partido-milicia libio de Abdelkarim Belhaj, socio de Qatar ahora asentado en Turquía. Frente a ellos, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Egipto, con Rusia, Francia, Estados Unidos y Rusia a la espalda, han mantenido durante los dos últimos años su apoyo -tibio en el caso de los últimos cuatro países- al mariscal Hafter con la excusa de la guerra contra el terrorismo. Armado desde Moscú y Abu Dabi -un reciente informe de la ONU asegura que Emiratos violó el embargo de armas a Libia decretado en 2011-, el veterano militar se ha hecho en los últimos meses con el control de la mayor parte del este del país -a la espera de la conquista definitiva de Bengazi-, incluido el golfo de Sidrá, núcleo petrolero, y ha avanzado hacia Sebha, capital del sur y elemento clave en la gestión y explotación de las reservas de crudo del oeste. Además, ha aceptado abrir un desequilibrado proceso negociador con el llamado gobierno de Acuerdo Nacional, establecido por Naciones Unidas en diciembre de 2015, sostenido financieramente por la Unión Europea, y que un año después ni siquiera ha sido capaz de asumir el poder en la capital. Como si las piezas de un rompecabezas comenzaran a alinearse en el tablero, la decisión de Arabia Saudí de romper los lazos con Qatar coincide con la liberación de Seif al Islam, el segundo hijo y presunto sucesor de Al Gaddafi, en manos de una milicia del oeste afín a Hafter desde noviembre de 2011. El vástago del depuesto tirano, epicentro del emergente movimiento nostálgico cortejado por Ghannouchi, se encuentra ahora según la prensa local en Al Bayda, bajo la sombra del Parlamento de Tobruk y el gobierno dominado por Hafter, mientras se acelera el diálogo para hallar una solución definitiva al caos y la guerra civil que asola el país. Expertos y analistas coinciden en que esta pasa por convencer a las tribus -entre las que Seif al Islam aún tiene predicamento- y bruñir un acuerdo que permita al mariscal retener el poder militar sin entrar en Trípoli, como exige la poderosa ciudad-Estado de Misrata, la tercera gran fuerza del puzle libio. Un remedio que supondría un nuevo varapalo para el islam político -y su patrono, Qatar- que seis años después de su aparente y efímera edad de oro, quedaría arrinconado y reducido a la pequeña (y muy frágil) Túnez.